Saddam Hussein no tuvo la suerte de Ismail, sustituido por un cordero cuando su padre, Abraham, se aprestaba a sacrificarlo en el ara, en suprema prueba de lealtad a Dios. Al parecer, en esta ocasión Alá se cansó de intervenir en la historia, y dejó que los hombres se encargaran de sus propios asuntos, hecho […]
Saddam Hussein no tuvo la suerte de Ismail, sustituido por un cordero cuando su padre, Abraham, se aprestaba a sacrificarlo en el ara, en suprema prueba de lealtad a Dios. Al parecer, en esta ocasión Alá se cansó de intervenir en la historia, y dejó que los hombres se encargaran de sus propios asuntos, hecho que, ni cortos ni perezosos, aprovecharon los gringos y sus cipayos del gobierno iraquí para, al decir del destacado filósofo español Santiago Alba, restablecer «la maldición sacrificial», o sea, «el círculo interminable del sacrificio».
Analistas de los cuatro puntos cardinales se han preguntado en voz alta qué fuerzas determinaron que Saddam recibiera muerte infamante -en la horca- específicamente el 30 de diciembre, Aid-al-Adha, día en que la tradición o el pragmatismo, o la conjunción de ambos, inducen a los estadistas del mundo islámico a beneficiar con amplias amnistías a los condenados.
Hussein murió, se responden los analistas, por una causa muy superior a sus humanas fuerzas. Tanto que, según Rizgar Mohammed Amin, el magistrado kurdo que presidió el comienzo del juicio, la ejecución atentó contra las mismísimas leyes iraquíes, porque «ningún veredicto debe ser implementado durante feriados oficiales o festividades religiosas».
Una vez más, la maquiavélica «razón de Estado» se interpone en el camino de la justicia. En su nombre, el tribunal dictaminó la culpabilidad del reo basándose sólo en un episodio de la abultada acusación: la muerte de 148 habitantes de la aldea chiita de El Dujeil, en 1982. Como señala la colega Marianna Belenkaya, en la digital Red Voltaire, a todas luces no importó la necesidad de que el presunto mayor implicado estuviera en vida para el esclarecimiento de interrogantes como la liquidación, en 1988, de 182 mil kurdos. No, había que borrar lo más rápidamente posible a un testigo incómodo, peligroso en grado sumo. Y zas.
La justicia del triunfador
El hombre sabía mucho. Era imprescindible su silencio. El mundo no podía conocer por él lo que paulatinamente conoce por gente como el avezado periodista inglés Robert Fisk, que durante años ha deambulado por el Oriente Medio en busca de las noticias que hoy recicla con fruición. «El vergonzoso, excesivo y oculto poder militar que Estados Unidos y Gran Bretaña dieron a Saddam durante más de una década sigue siendo la historia terrible que nuestros presidentes y primeros ministros no quieren recordar. Ahora Saddam, quien sabía la verdadera dimensión de ese apoyo occidental que le permitió perpetrar algunas de las peores atrocidades desde la Segunda Guerrea Mundial, está muerto».
Sí, muerto porque podía revelar los nombres de las compañías que le vendieron las armas químicas «para bombardear los pueblos kurdos y las tropas de Irán», y de los agentes que, se afirma, le proporcionaban imágenes de satélite de las líneas enemigas durante la larga confrontación -diez años- con el vecino país, que cobró alrededor de un millón de víctimas fatales…
Fisk se encrespa ante el sarcasmo de que el depuesto mandatario haya sido juzgado en primer término por una matanza de chiitas y no ante todo por sus presuntos crímenes de guerra. Crímenes cuyos resultados el propio periodista jura y perjura haber presenciado en su deambular por la zona de conflicto: «»En un largo tren hospital, que volvía a Teherán del campo de batalla, encontré a cientos de soldados iraníes que tosían sangre y moco que provenían de sus pulmones. Los vagones apestaban tanto a gas que tuve que abrir las ventanas. Tenían los brazos y la cara llenos de pústulas en las cuales, en momentos, crecían nuevas ampollas. Muchos presentaban quemaduras espantosas. Esos mismos gases fueron usados contra los kurdos de Halabja». (El visto bueno de Washington y el que el gas venenoso le fuera suministrado por la entonces Alemania Occidental insuflaron la confianza imprescindible para rociar esa población con productos químicos, según reconoció el propio acusado durante el juicio).
¿Y los créditos que Washington concedió a Bagdad desde 1982? ¿Y la ayuda de inteligencia que le ofrendaron para acabar con el Partido Comunista de Iraq? Nada, veleidades de un «monstruo» alimentado por el mismo Occidente que ahora se lo quita de en medio, pasando por alto la vieja máxima jurídica que estipula la inocencia del acusado hasta tanto se pruebe lo contrario.
Incluso muchos de los que consideran exageración calificarlo de inocente coinciden en que su ejecución, a la que acudió firme y sereno, constituye nada menos que un asesinato. Asesinato porque, como bien sentencia Santiago Alba, fue dictado por un tribunal de excepción establecido por un ejército ocupante, sin las más mínimas garantías procesales y animado exclusivamente por un principio retributivo -ojo por ojo…- y ejemplarizante. Un tribunal «tan legítimo como el que formasen diez mafiosos para acuchillar al miembro de una familia rival o cien esbirros del Ku flux Klan para linchar a un delincuente negro».
Claro que sin un juicio justo nunca se podrá probar que era culpable. Y en eso de que el juicio fue injusto se avienen desde el mencionado filósofo de izquierda hasta organizaciones no precisamente situadas en ese lado del espectro político, como Amnistía Internacional y Human Rights Watch. Para Richard Dicker, miembro de esta última, «el alto tribunal iraquí no está exento de presión política del gabinete iraquí». Y lo que enfrentó Hussein fue «un juicio por emboscada», caracterizado porque la fiscalía ocultaba a los abogados defensores las pruebas que se presentaban ante el tribunal. «A veces las pruebas se les entregaban a último minuto, y otras, ni eso».
Entre otras incongruencias, la mencionada entidad halló que, si bien los abogados disponían de 30 días para apelar la condena a muerte, emitida el 5 de noviembre, solo se les dio a conocer el veredicto el 22 de ese mes, «lo cual apenas les dejó dos semanas para responder». La cámara de apelaciones anunció la confirmación del veredicto el 26 de diciembre», tras revisar la sentencia de 300 páginas y los argumentos de la defensa en ¡menos de tres semanas!»
Otros peritos van más allá en la protesta. Sus argumentos apuntan en el sentido de que el reo era un prisionero de guerra, cuya situación estaba protegida por la legislación internacional, y, por ser presidente legítimo de la república, la ocupación estadounidense no podía ejecutarlo legalmente, según la constitución de Iraq de 1990, «vigente a pesar de la imposición ilegal de una constitución iraquí permanente escrita por Estados Unidos».
Ahora ¿qué?
Atentos analistas como el vasco Txente Rekondo prevén el empeoramiento del estado de cosas a corto y mediano plazos. Para él no hay dudas de que la ejecución (el asesinato político) articulará una cadena de respuestas entre los seguidores del ex mandatario y asimismo implicará que se acentúen los ataques sectarios de los grupos yihadistas.
«El escenario que se adivina es más complejo que nunca -escribe Rekondo, en el sitio web Rebelión-. La situación tiende a agravarse y deteriorarse en todos los frentes. Los intentos por buscar soluciones, como el informe Baker-Hamilton, son meros parches que tan solo buscan una salida airosa para EE.UU, pero que no afronta la raíz del problema (…) Desde la Casa Blanca, y a pesar de las bravuconadas de Bush y sus aliados, se comienza a reconocer que no hay plan B, que es el momento de buscar una salida honrosa para sus intereses».
En este contexto, el hecho de que más de dos tercios de los ataques de la insurgencia se dirijan contra soldados estadounidenses -cuyas bajas ya han sobrepasado la barrera psicológica de las tres mil, con un promedio de cuatro por día- niega la propaganda interesada en presentar la violencia solo como una guerra intestina entre sunitas y chiitas. Y confirma a voz en cuello que la resistencia no tiene problema alguno para sobrevivir a la muerte de Saddam Hussein, la cual quizás acarree un efecto bumerán -uno más-, porque ahora podrán agruparse en la lucha nacional hasta los renuentes a tomar las armas por miedo al regreso de quien era considerado por una parte de la ciudadanía -chiitas en primer lugar- el autor principal de muchos males entre los iraquíes.
Ese que para unos murió como mártir, y para otros como inocente, dado que no se le pudo comprobar su culpabilidad en un juicio legítimo. Ese mismo que fue ahorcado como para que el mundo acabara de comprender que la «razón de Estado» se cisca en la justicia incluso el día en que de nuevo Ismail pudo haber sido perdonado por Dios.