Ese señor de aspecto tan inquietante con pinta de haberse escapado de una película de Emir Kusturica no parece el dueño de la tenue y delicada voz que suena al otro lado del teléfono. Desde París, Rachid Taha desgrana los porqués de su nuevo trabajo discográfico, Diwan 2, en el que insiste en su profesión […]
Ese señor de aspecto tan inquietante con pinta de haberse escapado de una película de Emir Kusturica no parece el dueño de la tenue y delicada voz que suena al otro lado del teléfono. Desde París, Rachid Taha desgrana los porqués de su nuevo trabajo discográfico, Diwan 2, en el que insiste en su profesión de fe favorita: el cruce de caminos entre los sonidos del pop-rock y el rescate de los ritmos tradicionales árabes, del raï, del chaabi… ecos de su Argelia natal, que abandonó con 10 años rumbo a Francia y en compañía de sus padres.
Diwan 2, crisol incandescente donde se cuecen musical y literariamente cuestiones relativas a la amistad, el amor, el racismo, la mentira y la melancolía, surge en boca de Taha como una especie de salvavidas en el proceloso mar de este tramo inicial del siglo XXI: «Para mí, se trata de establecer una comunicación entre los unos y los otros a través de la música, se encuentren donde se encuentren y sean de la sensibilidad que sean. Porque en el mundo se habla mucho y se escucha poco. Y usamos muchísimo internet, sí, pero la comunicación entre nosotros es muy reducida. Y más que humana, filosófica o de pensamiento, es puramente comercial. Espero que este disco ayude a eso, a comunicar», comenta el músico de Orán.
El viejo león del rock árabe en Francia, fundador de aquella espitosa y fenecida banda llamada Carte de Séjour (Permiso de Residencia) y autor de discos en solitario como Barbès, Olé Olé o Diwan, no admite dudas sobre el poder de la música más allá de su mera razón de ser artística: Rachid Taha habla de «un arma». «Estoy convencido», explica, «de que el arte puede reducir las desigualdades y la incomprensión mútua… y me acuerdo, por ejemplo, de cuando liberaron a Nelson Mandela, y del papel esencial que jugó entonces la música; la música puede hacer cambiar las cosas, y los artistas tenemos la obligación de servirnos de ese arma».
Seguidor incondicional de gente tan variopinta como Joe Strummer, Patti Smith, Peter Gabriel o Brian Eno, Rachid Taha procede aquí sin embargo a la recuperación de la memoria, de sus propias raíces árabes, merced a los temas de Mohamed Mazouni, Ahmed Wabby o Dahmane El Harrachi.
Ajeno al concepto ‘fusión’
«La gente habla de fusión, pero lo que hago es música contemporánea, música de este siglo, la música que hago yo o que hace gente como Peter Gabriel o Brian Eno… me es exactamente igual si es fusión o no».
Según él, cierto deber de salvaguarda está entre las razones de este disco: «Lo esencial para mí es la memoria, el respeto por la memoria. Si uno se fija en los barrios árabes de París, como Belleville o La Goutte d’ Or, se dará cuenta de que muchos de aquellos almacenes, de aquellas bodegas, de aquellas tiendas en las que trabajaron nuestros padres, se han convertido en bares y discotecas de moda… y con ello yo creo que se ha perdido algo de Historia, y eso me disgusta, porque mucha gente se va a quedar sin conocer sus raíces».
De hecho, canciones como Ecoute moi camarade, Agatha, Maydoum o Rani surgen en boca de Rachid Taha como pequeñas metáforas de su personal lucha contra el olvido. Para él, «la memoria es lo que permite ir por ahí con la cabeza bien alta, en lugar de hacerse la víctima de manera permanente».
Si se le sugiere una veta nostálgica bajo las estrofas de Diwan 2, el compañero de viaje de Cheb Khaled, Cheb Mami o la fallecida Cheikha Rimitti (compañero tanto en lo musical como en su dimensión demoniaca a ojos de los integristas de Argelia), salta: «Nostalgia, nunca; melancolía, sí. No me gusta la nostalgia, es nociva, tiene un ingrediente fascistizante que me repele».