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Reseña

«La razón en marcha. Crónica del Frente Popular de Zaragoza»

Fuentes: Cuadernos de Cazarabet

«La razón en marcha. Crónica del Frente Popular de Zaragoza (Homenaje a Victoria Martínez)». Manuel Ballarín Aured Fundación «Rey del Corral» de Investigaciones Marxistas. Zaragoza. 2004. Como señalo en la Introducción del libro, cuando los promotores de éste me plantearon la edición de una publicación que, además de servir de homenaje a Victoria Martínez, supusiera […]


«La razón en marcha. Crónica del Frente Popular de Zaragoza (Homenaje a Victoria Martínez)». Manuel Ballarín Aured
Fundación «Rey del Corral» de Investigaciones Marxistas. Zaragoza. 2004.

Como señalo en la Introducción del libro, cuando los promotores de éste me plantearon la edición de una publicación que, además de servir de homenaje a Victoria Martínez, supusiera alguna aportación al estudio de un período reciente de nuestra historia en el que Victoria hubiera dejado su solidaria huella, les propuse un trabajo que versara sobre el Frente Popular por ser un momento histórico que, pese a su brevedad -o tal vez por ello-, había sido estudiado parcialmente, atendiendo solo a algunos de sus aspectos (el proceso electoral de febrero, la conflictividad social, la actividad desplegada por la CNT o las jornadas previas al golpe), y, en mi opinión -como apreciarán los lectores del libro- desde planteamientos y ópticas bastante discutibles.

Los meses desarrollados bajo el mandato del Frente Popular de Izquierdas fueron algunos de los más intensos de la historia contemporánea española. En cinco meses hubo tiempo para unos comicios generales y para una elección de compromisarios que, a la postre, daría la presidencia de la República a don Manuel Azaña; hubo tiempo también para una profunda campaña de «republicanización» que trató de rescatar el espíritu del 14 de abril; para una intensísima actividad política, social y sindical, a cargo, sobre todo, de las formaciones de izquierda; para una conflictividad social sin precedentes, debido a la profunda crisis imperante y al retroceso experimentado en las conquistas sociales tras la etapa radical-cedista; y para un gran despliegue de iniciativas institucionales, políticas, sindicales y ciudadanas encaminadas a combatir el terrible azote del paro. También hubo tiempo, eso sí, para boicots patronales y para conspiraciones facciosas.

Después de este necesario preámbulo, he de hacer notar que el libro en cuestión (que, por cierto, se nutre, fundamentalmente, de fondos bibliográficos y hemerográficos provenientes de las Cortes de Aragón, del excelente Fondo sobre la II República, la Guerra Civil y el Franquismo) consta de un apartado destinado a la figura de Victoria Martínez, de una mínima introducción, de seis capítulos donde se condensa el meollo de la publicación y de unos anexos destinados a reproducir textos y documentos.

Como quiera que de la personalidad de Victoria Martínez se han ocupado en la presentación Emilio Manrique y Carmelo Rosel, pasaré a glosar directamente el contenido de los seis capítulos aludidos. El capítulo I está destinado a estudiar, someramente, la génesis, la formación del Frente Popular. Un Frente Popular que, como señaló Guillermo Cabanellas, por una de esas raras paradojas frecuentes en España, había sido inspirado por el Partido Comunista (siguiendo las consignas de alianzas con los partidos burgueses, emanadas del VII Congreso de la III Internacional) y llevado a la realidad por el grupo más conservador de los que en principio deberían integrarlo, el Partido Nacional Republicano de Sánchez Román, que, a última hora, se desligaría del pacto, al entender que se había radicalizado con la presencia de los partidos a la izquierda del PSOE.

Este primer capítulo del libro, al que titulo, significativamente, «El Frente Popular: algo más que un acta de desacuerdos», sirve también para disentir sobre alguna de las conclusiones que, en sus respectivos trabajos sobre el Frente Popular, extrajeron los prestigiosos historiadores Santos Juliá y Javier Tusell; para ofrecer una panorámica de la campaña electoral de febrero de 1936 (en la línea de los veteranos trabajos realizados por los historiadores aragoneses Concha Gaudó y Luis Germán); para dar cuenta de la combativa campaña llevada a cabo para imponer la amnistía en favor de los presos políticos que abarrotaban la cárcel de Torrero; y para dar a conocer el farragoso proceso de aprobación de las protestadas actas electorales correspondientes a la circunscripción de la provincia (las que habían otorgado el triunfo a las derechas, al Frente Antirrevolucionario).

En el capítulo II me ocupo de describir y analizar las formaciones que suscribieron el Frente Popular a nivel estatal y tuvieron presencia activa en Zaragoza; es decir: Izquierda Republicana, Unión Republicana, Partido Socialista Obrero Español, Unión General de Trabajadores, Partido Sindicalista y Partido Comunista de España.

En cuanto a la primera de las formaciones, Izquierda Republicana, cabe señalar que fue el partido que mayor provecho obtuvo de la crisis padecida por el Partido Republicano Radical Socialista, al fusionarse una de las ramas del radical-socialismo (la afín al sector de Marcelino Domingo) con una débil -en la provincia de Zaragoza- Acción Republicana, el partido de Azaña. Como señalamos en el libro, debido a la efímera vida de su portavoz, el periódico Resurgir, nos es difícil discernir si las dos corrientes que aprecia en el partido el historiador Juan Avilés Farré tuvieron manifestación en Zaragoza; si Izquierda Republicana era solamente un partido «reformista en el orden social, pero no socialista ni socializante», como había advertido Azaña en el famoso mitin de Comillas, o si predominaba en su seno una línea más radical, frontalmente opuesta a cualquier entendimiento con la derecha (en la línea del sector más proclive a Casares Quiroga), que encontraba su expresión en el órgano del partido Política. Lo que si está claro es que el partido contaba en 1936 con numerosas y nutridas agrupaciones en la provincia, y que, a partir del triunfo del Frente Popular, registró un verdadero aluvión de incorporaciones; algunas, al parecer, poco claras. No obstante, Izquierda Republicana, a pesar del oportunismo achacable a muchos de sus afiliados de última hora y de su componente claramente interclasista, fue un partido decididamente antifascista, leal con los correligionarios del Frente Popular y muy castigado por la represión desatada tras el golpe faccioso. Decididamente autonomistas, algunos de sus hombres fueron los mayores impulsores del Congreso autonomista de Caspe, y sus agrupaciones rurales, las que más efectivos y adhesiones enviaron al acto.

Por su parte, Unión Republicana, en los primeros meses de 1936, parece atravesar por momentos delicados, debido a las discrepancias políticas en su seno y a actitudes personalistas que, al salir a la luz, dañaban la imagen y credibilidad del partido. Esta crisis se hará patente también en la atonía que padeció en este período su, en otros momentos, potente sindicato agrario, la Alianza de Labradores. Como en el caso de Izquierda Republicana, algunos de sus militantes, como José Lozano Berlín o Ricardo La Rosa, se encontraron entre los más activos propagandistas en favor de la autonomía. Unión Republicana, que fijó su política a raíz del congreso provincial de mediados de junio, estuvo dirigida hasta la guerra civil por personalidades como Antonio Guallar, Carmelo Esqués, Saturnino Fustero o Joaquín Centelles.

En enero de 1936, tras largos meses de suspensión de las garantías constitucionales, reaparecía el semanario Vida Nueva y los socialistas zaragozanos volvían a retomar la actividad política legal. Y no sin ciertas dificultades, a juzgar por las palabras de uno de sus dirigentes, Eduardo Castillo, quien se dirigiría a los «camaradas de los pueblos» pidiéndoles que despertaran del letargo en que habían estado sumidos durante quince meses y aportaran el máximo sacrificio para la contienda electoral de febrero.

Durante los meses anteriores a la guerra, los socialistas, agrupados en tres corrientes (caballeristas, prietistas y besteiristas) vivieron, en expresión de Luis Germán, su particular «guerra civil», y a punto estuvieron de consumar una escisión en el partido. Esta división, que tuvo una primera escenificación a través de un importante mitin de Indalecio Prieto en Ejea de los Caballeros, fue contestada, poco después, por medio de un gigantesco acto público (probablemente el mayor de los celebrados nunca en Aragón) que tuvo lugar en la plaza de toros de Zaragoza, y que contó con la presencia de los tres principales líderes de la izquierda marxista española: el socialista Largo Caballero; el secretario general de los comunistas, José Díaz; y el líder de las Juventudes Marxistas, Santiago Carrillo.

Con respecto a la Unión General de Trabajadores, cabe señalar que, como el partido, también sufrió importantes luchas intestinas y que su federación provincial, alineada con el sector centrista (o prietista), estaba presidida por Eduardo Castillo, siendo su vicepresidente Mariano Campillos, y su secretario general, Bernardo Aladrén.

En cuanto al Partido Sindicalista, el partido que lideraba el histórico Ángel Pestaña, hay que decir que, en Aragón, aunque estaba constituido por un reducido grupo de militantes provenientes de la CNT, con apenas presencia en Zaragoza y Fuentes de Ebro, contaba con la importante adhesión del diputado frentepopulista Benito Pabón.

Respecto al Partido Comunista, también en las páginas de este libro me permito polemizar sobre algunos tópicos vertidos sobre su trayectoria por historiadores próximos a planteamientos libertarios, o desde posiciones socialistas abiertamente anticomunistas. En mi opinión, el PCE, en los meses anteriores a la guerra civil, ya no será aquel partido minúsculo y sectario de la primera etapa republicana (aquella «Sagrada Familia», como lo describiera José Antonio Balbontín), sino una organización bien estructurada y con importante influencia en la sociedad zaragozana.

Un ejemplo claro de esta influencia lo encontraremos a lo largo del tercer capítulo, en el seno de las entidades, asociaciones y comités, ya existentes o creadas ex novo, que he dado en llamar «el otro Frente Popular». De índole cultural, solidaria, asistencial, feminista, universitaria o deportiva, estas entidades (el Ateneo Popular, la Federación Universitaria Escolar -la célebre FUE-, el Socorro Rojo Internacional, el Comité Nacional contra la Guerra y el Fascismo, la Asociación pro Infancia Obrera o el Comité pro Olimpiada Popular de Barcelona), aunque tuvieron un componente unitario, no sectario, y en el tuvieron cabida elementos republicanos, socialistas e independientes, lo cierto es que, las más de las veces, fueron propiciadas y dirigidas desde el Partido Comunista.

En referencia al capítulo IV hay que señalar que, a los pocos días de las elecciones generales de febrero de 1936, desde amplios sectores del Frente Popular se empezó a propugnar la realización de una campaña que, además de aplicar un notable viraje al rumbo político seguido hasta entonces, incidiera en el saneamiento de las instituciones y desbancara de estas a los elementos de dudosa afinidad al régimen. En esta campaña, que dio en llamarse de «republicanización», y que afectó tanto al modesto empleado municipal como, a la postre, al propio presidente de la República, pueden inscribirse los cambios en las tres instituciones civiles más importantes de la provincia (el Gobierno Civil, la Diputación de Zaragoza y el ayuntamiento de la capital); el proceso de consolidación de las fiestas «republicanas» (la Cincomarzada, la Fiesta del 14 de abril y el Primero de Mayo: las tres -recuérdese-, prohibidas durante décadas por el franquismo); la campaña pro estatuto de autonomía de Aragón (con su histórico colofón de las jornadas de Caspe); la destitución de la presidencia de la Republica de Niceto Alcalá Zamora y su sustitución por Manuel Azaña; y la diaria lucha contra los saboteadores del régimen.

El capítulo V, que consta de casi cien páginas, es el más extenso del libro, y está destinado a describir la situación de gravísima crisis por la que atravesaban tanto la capital como las localidades de la provincia, y a analizar las causas y efectos de esta crisis.
 Una de las primeras personalidades en reconocer el alcance de la crisis fue el propio presidente del Consejo de Ministros, Manuel Azaña, quien el 15 de abril, ante el pleno del Congreso de los Diputados, llamó la atención sobre la gravedad y la acentuación de la crisis económica en España, a pesar -decía Azaña- de haber tenido la «suerte» (entre comillas) de que la crisis universal, la del año 1929, tardara más en sentirse en el país.

Como apuntamos en nuestro libro, en la ciudad de Zaragoza, donde la crisis era tan pavorosa (este será el calificativo más recurrente del momento), y la situación social tan insostenible, el estado de la macroeconomía nacional debía de preocupar mucho a sus gestores, pero más, mucho más las legiones de parados discurriendo por las calles de la ciudad y el grado de paciencia (o de presión) asumible por las centrales sindicales que los representaban.

Una reveladora prueba de cuál era el verdadero calado de la crisis padecida por un sector productivo fundamental, el de la construcción, eran los datos estadísticos ofrecidos por el dirigente de la CNT Francisco Foyos en el transcurso de una asamblea informativa llevada a cabo por la organización confederal en la plaza de toros de Zaragoza a primeros de abril. Según Foyos, en aquellos momentos, más de la mitad de los afiliados del potente Sindicato de la Construcción cenetista se hallaban en paro. En parecida situación de precariedad se encontraban otros sectores industriales zaragozanos, como el metal, la piel o el textil, y fábricas tan emblemáticas como La Montañanesa, Material Móvil y Construcciones (la antigua Carde y Escoriaza), Maquinista y Fundiciones del Ebro o Industrias Pinasar, trabajaban con jornada reducida o se encontraban cerradas. Para colmo, la instalación en Zaragoza de una destiladora de hullas y lignitos, a cargo de la Sociedad de Minas y Ferrocarril de Utrillas, que hubiera proporcionado muchos puestos de trabajo y evitado que muchas de las minas aragonesas se encontraran cerradas o semiparadas, no fue posible, al ser boicoteada su instalación -en opinión de algunas fuentes republicanas- por sectores próximos al caciquil Sindicato Central de Aragón.

Ante esta situación, no era extraño que, como había reconocido el dirigente cenetista Miguel Abós en el transcurso de un mitin en la plaza de toros de Zaragoza, las procesiones de parados por las calles de la ciudad, procedentes de los pueblos, fueran un triste y cotidiano espectáculo, y que la Comisión Pro Solución del Paro, creada por la UGT y la CNT, pidiera a los obreros de todo el país que se abstuvieran de venir a Zaragoza en busca de trabajo, dado el gran número de los existentes en la ciudad.

Y es que la situación en el medio rural zaragozano todavía era peor. Tres de los principales cultivos agrícolas (la remolacha, la vid y el cereal) atravesaban por uno de sus peores momentos. En la campaña 1935-1936 se había cosechado apenas un tercio de la remolacha obtenida en 1931; la potente Azucarera de Aragón había sido cerrada en 1933, debido a la existencia de enormes stocks en sus almacenes; y, además, el cupo de remolacha asignado a Aragón para la campaña 1936-1937, se encontraba muy lejos de satisfacer las pretensiones de los cultivadores. También el sector vitícola atravesaba por graves problemas, debido a las heladas, a los efectos del mildiu y a la bajada de precios ocasionada por las maniobras de los acaparadores; mientras que el sector triguero, con miles de vagones sin vender, veía cómo, en época de recolección, se le endosaban 700 vagones más, procedentes de otras provincias, en virtud de un cupo emanado de una polémica orden procedente del ministerio de Agricultura.
Por si las dificultades parecieran pocas, tres de las peores riadas del siglo (en los meses de abril, mayo y junio) acabarían por ofrecer un panorama absolutamente desolador del agro zaragozano.

En estas circunstancias es explicable que la situación de los medieros, arrendatarios y, sobre todo, jornaleros sin tierra, fuera estremecedora. Aunque en nuestro libro se ofrecen decenas de testimonios, podemos señalar algunos de ellos suficientemente explícitos: En Épila, por ejemplo, el corresponsal del Heraldo pedía medidas urgentes antes de que los más de 400 parados que siempre se quedaban sin trabajo perecieran de hambre. En Aguilón, el corresponsal de Diario de Aragón, hablaba de la desastrosa situación económica del ayuntamiento, que le impedía ofrecer a los obreros más necesitados dos jornales por semana para evitar que sus hijos falleciesen de hambre. Según el corresponsal de ese mismo diario en una localidad que todavía padecía las condiciones feudales impuestas por su conde, Sobradiel, los colonos desahuciados por este noble se encontraban en la más absoluta miseria e implorando la caridad. Desde Torrijo de la Cañada, el corresponsal de Vida Nueva, el ugetista Eusebio Cid, después de informar de que, debido a la crisis, habían tenido que emigrar 355 vecinos, escribía, con una irónica y excelente prosa que no me resisto a transcribir: El hambre en este pueblo va en aumento. No ha de extrañar que habiendo en el pueblo terreno sin cultivar, lo tomemos por la violencia, pues tenemos un estómago y lo tenemos desalquilado; no somos pocos los que muchos días no tomamos caliente si no es el sol.

Y como último ejemplo (los testimonios son inagotables, ya digo), podemos citar al corresponsal del Diario de Aragón en Ateca, quien, también con magnífica pluma, escribía el 1 de mayo: El jornalero de Ateca, sufrido como el que más, resiste días y días con pan escaso y hierbas y caracoles, que la Naturaleza, más compasiva que los hombres, le proporciona para no verle morir de hambre.

Ante esta situación de profunda crisis económica y social y sus manifestaciones (paro obrero, precariedad laboral, jornadas reducidas, despidos, boicots patronales, bases de trabajo sin revisar durante años, retrocesos en la legislación social heredados desde el bienio negro, lentitud en la aplicación de las reformas previstas en el pacto-programa del Frente Popular, etc., etc.), parece lógico que la conflictividad social desatada durante este período fuera fortísima, sin parangón hasta entonces (más de un centenar de conflictos; de huelgas, sobre todo, según nuestras estimaciones) y que las alteraciones del orden público registradas resultaran muy frecuentes, solo que, si hasta entonces, estas alteraciones habían sido protagonizadas, fundamentalmente, por las frecuentes intentonas insurreccionales de la CNT, por los episodios de «gimnasia revolucionaria» practicados por la central anarcosindicalista, en la etapa de gobierno del Frente Popular, detrás de casi todas las provocaciones encontraremos la mano de boicoteadores, de elementos falangistas y tradicionalistas, embarcados en una guerra sin cuartel contra el régimen republicano.

Para combatir la crisis en la ciudad se realizaron cuatro importantes asambleas. Dos, protagonizadas por las «fuerzas vivas», en el Ayuntamiento de Zaragoza (en las que participaron las primeras autoridades, representantes de los sindicatos obreros y de la patronal, colegios profesionales, Banca, Universidad, etc.), y otras dos, promovidas por la CNT (pero con participación de representantes del Frente Popular), en la plaza de toros de Zaragoza, adoptándose como principales medidas contra el paro la realización de 500 casas baratas, la prolongación de la calle de la Yedra (actual San Vicente de Paúl) y del paseo de la Independencia, la continuación de las obras de la Ciudad universitaria o la construcción de un muro de protección en la margen izquierda del Ebro. En el medio rural, la lucha contra la crisis fue combatida con arrojo, pero con una terrible escasez de medios, y en ella se vieron implicados los ediles, los diputados del Frente Popular, el gobernador Vera Coronel, los diputados provinciales y las organizaciones obreras. Las medidas ensayadas fueron de lo más variopinto: subidas de las contribuciones, reparto de parcelas municipales entre los más necesitados, construcción de una vasta red de caminos provinciales o aceleración de los procesos de aplicación de la reforma agraria o del rescate de bienes comunales.

Pero, sin embargo, como ya indico en la Introducción del libro, hubo poco, muy poco tiempo para resultados, ya que las Cortes tardaron mes y medio en constituirse, debido al complicado proceso de aprobación de las actas de diputados; y las iniciativas emprendidas contra la crisis, tanto desde las instancias regionales y provinciales como desde el Gobierno, necesitaban de algunos meses más para su materialización. Necesitaban algo más que esos cinco meses de cortesía que la «oposición» (entre comillas) otorgó al Frente Popular.

En la madrugada del 19 de julio, el taimado general Cabanellas, el masón que días antes del golpe fascista había realizado vehementes muestras de adhesión al régimen republicano, por medio de una «moción de censura» un tanto sui géneris (el bando de guerra), proponía otra forma de hacer política, otra forma de lucha contra la crisis social: contra el paro, Movimiento. Movimiento Nacional, por supuesto.

A partir de entonces, desdichadamente, la razón en marcha daría paso a la marcha de la sinrazón. Pero esa ya es otra historia.