Cuando el año pasado los jóvenes de Irán se alzaron, el Departamento de Estado americano le pidió a Twitter que no interrumpiera el servicio para apoyar la organización estudiantil contra el régimen. Al igual que en Moldavia unos meses antes, la prensa anunciaba la Revolución Twitter. Pero, al parecer, las cosas no fueron tan así. ¿Cuál es el alcance real de las redes sociales y sus herramientas en el activismo político? ¿Pueden suplantar o siquiera cooperar con la vieja militancia? El periodista norteamericano Malcolm Gladwell, que con sus artículos en The New Yorker consiguió darle una vuelta de tuerca brillante al periodismo de investigación sobre temas sociales, culturales y científicos, busca respuestas del futuro en el presente y en el pasado.
A las cuatro y media de la tarde del lunes 1 de febrero de 1960, cuatro estudiantes de grado se sentaron a la barra del restaurant de la tienda Woolworth, en el centro de Greensboro, Carolina del Norte. Estudiaban en la A. & T. de Carolina del Norte, un college negro que quedaba a unos kilómetros de distancia.
«Me gustaría tomar una taza de café», le dijo a la moza uno de los cuatro estudiantes, Ezell Blair.
«Acá no les servimos a negros», contestó ella.
La barra del restaurant de Woolworth era larga, en forma de L, y tenía capacidad para 66 personas, con un snack-bar donde comer de pie al final. Ese snack bar era para los negros. Otra empleada, una mujer negra que trabajaba en la cocina, se acercó a los estudiantes y trató de prevenirlos. «¡Están actuando de manera estúpida, ignorantes!», les dijo. Ellos no se movieron. Alrededor de las 5 y media, las puertas principales del negocio se cerraron. Los cuatro siguieron sin moverse. Finalmente, se fueron por la puerta del costado. Afuera se había reunido un pequeño grupo, incluyendo al fotógrafo de Record, el periódico de Greensboro. «Volveré mañana con el college A. & T.», dijo uno de los estudiantes.
A la mañana siguiente, la protesta había crecido hasta veintisiete hombres y cuatro mujeres, la mayoría del mismo edificio donde vivían los cuatro originales en el campus. Los hombres estaban vestidos de saco y corbata. Los estudiantes habían traído sus apuntes, y estudiaban sentados a la barra. El miércoles, estudiantes de la secundaria «negra» Dudley High se unieron, y el número de personas movilizadas ascendió a 80. El jueves, los manifestantes eran 300, incluyendo tres mujeres blancas del campus de la Universidad de Carolina del Norte. Para el sábado, la protesta (una sentada) había alcanzado los 600 participantes. La gente salía a la calle. Adolescentes blancos hacían flamear banderas confederadas. Alguien tiró fuegos artificiales. Al mediodía, llegó el equipo de football de A. & T.
Para fin de mes, había sentadas en todo el sur, y por el Oeste llegaban hasta Texas. «Le pregunté a cada estudiante cómo había sido el primer día de la sentada en su campus», escribió el teórico político Michael Walzer en Dissent. «La respuesta fue siempre la misma: ‘era como una fiebre: todo el mundo quería ir’.» Eventualmente, participaron 70 mil estudiantes. Miles fueron arrestados y otros miles se radicalizaron. Estos eventos de los tempranos años ’60 se convirtieron en una batalla por los derechos civiles que envolvió al sur durante el resto de la década -y sucedió sin mails, sin mensajes de texto, sin Facebook y sin Twitter.
El mundo, se nos dice, está en medio de una revolución. Las nuevas herramientas de las redes sociales han reinventado el activismo social. Con Facebook, Twitter y sus parientes, la relación tradicional entre la autoridad política y la voluntad popular está patas para arriba, haciendo que sea más fácil colaborar para los que no tienen poder, coordinar y darle voz a sus preocupaciones. Cuando diez mil manifestantes salieron a las calles de Moldavia en la primavera de 2009 para protestar contra el gobierno comunista del país, la acción se dio en llamar la Revolución Twitter, refiriéndose al medio que habían usado para juntarse. Unos meses después, cuando protestas estudiantiles inflamaron Teherán, el departamento de Estado dio el inusual paso de pedirle a Twitter que suspendiera el mantenimiento planeado de su website, porque la Administración no quería semejante herramienta organizativa fuera de servicio durante el pico de las demostraciones.
«Sin Twitter los iraníes no se hubieran sentido empoderados y confiados para pedir por libertad y democracia», escribió más tarde Mark Pfeifle, un ex consejero de seguridad nacional, y llamó a que se nominara a Twitter para el premio Nobel de la Paz. Si una vez los activistas se definieron por sus causas, hoy se definen por sus herramientas. Los guerreros de Facebook se lanzan a la red para presionar por cambios. «Son nuestra mejor esperanza», les dijo James K. Glassman, ex oficial del Departamento de Estado, a un grupo de cyberactivistas en una reciente conferencia sponsoreada por Facebook, AT&T, Howcast, MTV y Google. Sitios como Facebook, dijo Glassman, le dan a Estados Unidos una significativa ventaja competitiva sobre los terroristas. Hace un tiempo, dijo que Al Qaida estaba ‘comiéndose nuestro almuerzo en Internet’. Ya no es así. Al Qaida está atrapada en la Web 1.0. Hoy internet es interactividad y conversación.
Estas son declaraciones fuertes, desconcertantes. ¿Realmente la gente que ingresa a Facebook es la mejor esperanza para todos nosotros? Y en cuanto a la llamada Revolución Twitter de Moldavia, Evgeny Morozov, un académico de Stanford que ha sido de los críticos más persistentes al evangelismo digital, apunta que Twitter tuvo poca importancia interna en Moldavia, un país donde existen muy pocas cuentas de Twitter. Tampoco parece haber sido una revolución, no sólo porque los manifestantes pudieron haber sido parte de una puesta en escena orquestada por el gobierno. (En un país paranoico por el revanchismo rumano, los manifestantes hicieron flamear la bandera de Rumania sobre el edificio del Parlamento.) En el caso iraní, mientras tanto, la mayoría de la gente que twitteaba sobre las demostraciones estaba en Occidente.
«Es tiempo de que el rol de Twitter en los eventos de Irán se aclare», escribió el verano pasado Golnaz Esfandiari en Foreign Policy. «Para decirlo fácil: no hubo una Revolución Twitter en Irán.» Los bloggers prominentes, como Andrew Sullivan, campeones del rol de las redes sociales en Irán, continuaba Esfandiari, no comprendieron bien la situación. «Los periodistas occidentales que no pudieron alcanzar -¿o no se molestaron en hacerlo? a la gente de a pie en Irán simplemente repasaron los posteos con el tag #iranelection en inglés», escribió. «Y mientras lo hacían, a ninguno se le ocurrió preguntarse por qué gente que quería coordinar protestas en Irán usaría otro idioma diferente del propio, el farsi.»
Muchas de las exageraciones son esperables. Los innovadores suelen ser solipsistas. Con frecuencia quieren tomar cada hecho aislado y cada experiencia y aplicarles su nuevo modelo. Como el historiador Robert Darnton ha escrito, «las maravillas de la tecnología de la comunicación en el presente han producido una falta conciencia sobre el pasado -incluso una sensación de que la comunicación no tiene historia, o nada de importancia digno de ser considerado antes de la era de la televisión e Internet». Pero hay algo más aquí, en el desproporcionado entusiasmo por las redes sociales. Cincuenta años después de uno de los más extraordinarios episodios del levantamiento social en la historia de los Estados Unidos, parece que olvidamos lo que es el activismo.
Greensboro, en los tempranos años ’60, era el tipo de lugar donde la insubordinación racial se encontraba rutinariamente con la violencia. Los cuatro estudiantes que se sentaron a esa barra estaban aterrorizados. «Supongo que si alguien hubiera venido de atrás y me hubiese gritado ‘bu’, yo me hubiera caído de la silla», contó uno de ellos después. El primer día, el encargado de la tienda notificó al jefe de policía, que inmediatamente envió a dos oficiales. Al tercer día, una pandilla de patovicas blancos apareció en el restaurant y se pararon ostensiblemente detrás de los manifestantes, murmurando ominosamente epítetos como «negros de pelo duro». Un líder local del Ku Klux Klan hizo su aparición también. El sábado, mientras las tensiones crecían, alguien llamó con una amenaza de bomba y toda la tienda tuvo que ser evacuada.
El activismo que enfrenta al statu quo -que ataca problemas de raíces profundas- no es para flojos. El activismo de alto riesgo es un fenómeno de lazos fuertes.
Este patrón aparece una y otra vez. Un estudio sobre las Brigadas Rojas italianas encontró que el 70% de los reclutas tenían por lo menos un amigo cercano en la organización antes de ingresar. Lo mismo sucede con los hombres que se unieron a los mujaidines en Afganistán. Incluso las acciones revolucionarias que parecen espontáneas, como las demostraciones en Alemania Oriental que llevaron a la caída del Muro de Berlín, fueron, en su corazón, fenómenos de lazos fuertes. El movimiento de oposición en Alemania Oriental consistía en varios cientos de grupos, cada uno aproximadamente de una docena de miembros. Cada grupo tenía un contacto limitado con los otros: en ese momento, sólo el 13% de los alemanes orientales tenía teléfono. Todo lo que sabían era que los lunes por la noche, fuera de la iglesia de San Nicolás, en el centro de Leipzig, la gente se juntaba para expresar su enojo al Estado. Y el principal determinante sobre quién asistía era «el amigo crítico» -cuantos más amigos tuviera alguien que fueran críticos del régimen, más posible se volvía que esa persona se uniera a la protesta.
El hecho crucial acerca de los cuatro estudiantes de la barra de Greensboro -David Richmond, Franklin McCain, Ezell Blair y Joseph McNeill- era su relación el uno con el otro. McNeil era compañero de habitación de Blair en A. & T. Richmond y McCain también eran compañeros de habitación un piso más arriba, y tres de ellos habían sido compañeros en la secundaria Dudley. Los cuatro hacían pasar cerveza ilegalmente a sus habitaciones y conversaban hasta la madrugada. Todos recordaban el asesinato de Emmett Till en 1955, el boicot al autobús Montgomery ese mismo año. Fue McNeil el que tuvo la idea de hacer una acción en Woolworth’s. Lo discutieron durante un mes. Un día, McNeil fue a la habitación y les preguntó a los otros si estaban listos. Hubo una pausa, y McNeil les preguntó si eran unos gallinas. Ezell Blair juntó coraje al día siguiente para pedir esa taza de café porque estaba flanqueado por su compañero de habitación y por buenos amigos y ex compañeros de la secundaria.
El tipo de activismo asociado con las redes sociales no tiene nada que ver con esto. Las plataformas de las redes sociales se construyen alrededor de lazos débiles. Twitter es una forma de seguir (o ser seguido por) gente que uno probablemente jamás conoció. Facebook es una herramienta para organizar eficientemente a los conocidos, para estar al tanto de las vidas de gente que, de otra manera, uno no estaría en contacto. Por eso uno puede tener mil amigos en Facebook, cosa que nunca pasa en la vida real.
En muchas maneras, esto es algo fantástico. Hay fuerza en los lazos débiles, como ha observado el sociólogo Mark Granovetter. Nuestros conocidos -no nuestros amigos- son la mejor fuente de nuevas ideas e información. Internet nos deja explotar el poder de estas conexiones distantes con una maravillosa eficiencia. Es genial para la difusión de las innovaciones, para la colaboración interdisciplinaria, para encontrar vendedores y compradores ideales, y para las funciones logísticas del mundo de las citas románticas. Pero los vínculos débiles rara vez llevan al activismo de alto riesgo.
Las redes sociales son efectivas para incrementar la participación -y lo hacen al disminuir el nivel de motivación que esa participación requiere-. La página de Facebook de la Coalición Salven a Darfur tiene un 1.200.300 miembros, que han donado un promedio de nueve centavos cada uno. La siguiente página de caridad para Darfur en Facebook tiene 22 mil miembros, que han donado un promedio de 35 centavos. Help Save Darfur tiene 2700 miembros que han donado, en promedio, 15 centavos. Un vocero de la Coalición Salven a Darfur (Save Darfur Coalition) dijo a Newsweek: «No necesariamente medimos el valor de alguien basándonos en lo que donaron. Informan a su comunidad, van a eventos, trabajan como voluntarios. No es algo que se pueda medir mirando la contaduría». En otras palabras, el activismo de Facebook tiene éxito no motivando a la gente para que haga un sacrificio real sino motivándolos a hacer las cosas que la gente hace cuando no está motivada lo suficiente para hacer un sacrificio real. Esto queda muy lejos del restaurant de Greensboro.
Los estudiantes que se unieron a las sentadas en el Sur durante el invierno de 1960 describieron al movimiento como «una fiebre». Pero el movimiento por los derechos civiles se parecía más a una campaña militar que a un contagio. A fines de los años ’50 se registraron 16 sentadas en varias ciudades del Sur, 15 de las cuales fueron organizadas por organizaciones de derechos civiles como Naacp y CORE. Se rastrearon locaciones para hacer las movilizaciones. Se dibujaron mapas. Los activistas dirigieron sesiones de entrenamiento y retiros para futuros manifestantes. Los cuatro de Greensboro fueron producto de este trabajo de campo: todos eran miembros del consejo juvenil del Naacp y tenían lazos cercanos con el jefe de la sección local de la organización. Se les había informado sobre la anterior ola de sentadas en Durham, y habían sido parte de una serie de encuentros del movimiento en iglesias activistas. Cuando la sentada se extendió de Greensboro al resto del Sur, no se extendió indiscriminadamente. Se extendió a aquellas ciudades que tenían «centros del movimiento» preexistentes, una base de activistas dedicados y entrenados, preparados para convertir «la fiebre» en acción.
El movimiento por los derechos civiles era activismo de alto riesgo. Fue también, crucialmente, activismo estratégico: un desafío al establisment montado con precisión y disciplina. La Naacp era una organización centralizada, dirigida desde Nueva York de acuerdo a procedimientos operativos altamente formalizados. En la Southern Christian Leadership Conference, Martin Luther King, Jr. era la autoridad incuestionable. En el centro del movimiento estaba la Iglesia negra, que tenía una división del trabajo cuidadosamente demarcada, con varios comités y grupos disciplinados.
Esta es la segunda distinción crucial entre el activismo tradicional y su variante online: las redes sociales no tienen nada que ver con esta organización jerárquica. Facebook y sus parientes son herramientas para construir redes, que son lo opuesto, en estructura y carácter, a las jerarquías. A diferencia de las jerarquías, con sus reglas y procedimientos, las redes no están controladas por una autoridad central. Las decisiones se toman por consenso, y los lazos que unen a la gente con el grupo son flojos.
Esta estructura hace que las redes sean enormemente resistentes y adaptables en situaciones de bajo riesgo. Wikipedia es el ejemplo perfecto. No tiene un editor, sentado en Nueva York, que dirija y corrija cada entrada. El esfuerzo de armar cada entrada se organiza a sí mismo. Si cada entrada de Wikipedia se borrara mañana, el contenido sería rápidamente restituido, porque eso es lo que sucede cuando una red de miles espontáneamente dedica su tiempo a una tarea.
Hay muchas cosas, sin embargo, que las redes no hacen bien. Las compañías de autos usan sensiblemente una red para organizar a sus cientos de proveedores, pero no usan redes para diseñar sus autos. ¿Cómo se toman decisiones difíciles sobre táctica o estrategia o dirección filosófica cuando todos tienen el mismo poder de decisión?
En la Alemania de los ’70, por ejemplo, los militantes de izquierda más unificados y más exitosos se organizaban jerárquicamente, con management profesional y divisiones claras de trabajo. Estaban concentrados geográficamente en universidades, donde podían establecer liderazgo central, confianza y camaradería en encuentros regulares y cara a cara. Rara vez traicionaban a sus camaradas de armas durante los interrogatorios de la policía. Sus enemigos de la derecha estaban organizados en redes descentralizadas, y no tenían esa disciplina. Estos grupos eran fáciles de infiltrar, y lo eran regularmente, y sus miembros, una vez arrestados, entregaban con facilidad a sus compañeros. Similarmente, Al Qaida era mucho más peligrosa cuando era una jerarquía unificada. Ahora que es una red disipada, ha probado ser menos efectiva.
Los boicots, las sentadas y las confrontaciones no violentas -los métodos elegidos por el movimiento por los derechos civiles- son estrategias de alto riesgo. Dejan poco espacio para el conflicto o el error. El momento en que un solo manifestante se desvía del guión y responde a una provocación compromete la legitimidad de toda la protesta. Los entusiastas de las redes sociales sin duda nos querrán hacer creer que el trabajo de King en Birmingham hubiera sido infinitamente más fácil si hubiera podido comunicarse con sus seguidores por Facebook o si hubiera mandado tweets desde la cárcel. Pero las redes son desordenadas: piensen en el constante patrón de corrección y revisión, debate y enmienda, que caracteriza a Wikipedia. Si Martin Luther King Jr. hubiera intentado hacer un wiki-boicot en Montgomery hubiera sido aplastado por la estructura del poder blanco. ¿Y de qué sirve la comunicación digital en una ciudad donde el 90% de la comunidad negra puede ser localizada cada domingo en la iglesia? Las cosas que King necesitaba en Birmingham, disciplina y estrategia, son cosas que las redes sociales no pueden brindar.
Las redes sociales hacen que sea más fácil para los activistas expresarse, y más difícil que esa expresión tenga un impacto. Los instrumentos de las redes sociales están muy bien preparados para hacer que el orden social existente sea más eficaz. No son un enemigo natural del statu quo. Si usted es de la opinión de que todo lo que el mundo necesita es ser pulido, esto no debería preocuparlo. Pero si piensa que todavía hay barras como la de Greensboro que necesitan integrarse, debe llamarlo a la reflexión.
Los libros de Malcolm Gladwell están editados en Argentina por Taurus, y a pesar de las traducciones de sus títulos, son más que recomendables: Blink: inteligencia intuitiva, La clave del éxito, Los fuera de serie y el último Lo que el perro vio, entre otros.