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Saliendo de Iraq

La ruina que dejarán atrás

Fuentes: Counterpunch

Traducido para Rebelión por LB

El 14 de junio de este año un intérprete del ejército de EEUU llamado Hameed al-Daraji fue muerto a tiros mientras dormía en su casa de Samarra, una ciudad situada 60 millas al norte de Bagdad.

En cierto sentido ese asesinato no tenía nada extraño, pues 26 civiles irakíes fueron asesinados en diferentes partes del país aquel mismo día. Además de trabajar periódicamente para los estadounidenses desde 2003, también es posible que el señor Daraji se hubiera convertido recientemente al cristianismo y hubiera cometido la imprudencia de llevar un crucifijo colgado al cuello, un gesto más que suficiente para convertirlo en objetivo en el corazón del territorio árabe suní.

Lo que hizo que los irakíes, por muy acostumbrados que estén a la violencia, prestaran especial atención al asesinato del señor Daraji fue la identidad de su asesino. Arrestado poco después de haberse descubierto el cadáver, según las noticias su hijo confesó ser el autor del asesinato de su padre y explicó que el trabajo de su padre y su cambio de religión causaron tanta vergüenza a la familia que no quedó más alternativa que matarlo. También se busca por el asesinato a otro hijo y a un sobrino del señor Daraji. Supuestamente, los tres jóvenes tienen vínculos con al-Qaeda.

La historia ilustra hasta qué punto Irak sigue siendo un lugar extraordinariamente violento. Sin que el resto del mundo preste mucha atención, en las últimas dos semanas unos 160 irakíes han sido asesinados y centenares han resultado heridos. Las bajas civiles en Irak son aún más elevadas que en Afganistán, aunque estos días las víctimas afganas tienen casi el monopolio de la atención de los medios. Pero el asesinato del señor Daraji debería hacer reflexionar a aquellos que piensan que la ocupación estadounidense de Irak de alguna manera se ha enderezado en los últimos años y que las tropas estadounidenses podrían incluso prolongar su estancia en Irak más allá de su fecha de salida programada para dentro de seis semanas, el 31 de agosto. Todas las demás tropas de EEUU deben haber salido de Irak para finales del 2011 en virtud de un Acuerdo de Estatus de Fuerzas firmado en el 2008 por el presidente Bush durante sus últimos días en la Casa Blanca.

Las tropas estadounidenses dejan atrás un país que apenas llega a la condición de despojo flotante. Bagdad es una ciudad bajo ocupación militar, con horrendos atascos de tráfico causados por 1.500 puestos de control y con las calles bloqueadas por kilómetros de muros de cemento que estrangulan las comunicaciones en el interior de la ciudad. En muchos aspectos la situación de Irak es «mejor» de lo que era, pero difícilmente podría ser de otra forma habida cuenta de que en su momento álgido, en 2006-2007, la cifra de asesinatos se elevaba a unos 3.000 al mes. Dicho lo cual, Bagdad sigue siendo una de las ciudades más peligrosas del mundo, donde caminar por sus calles entraña más riesgos que en Kabul o Kandahar.

No hay que echar toda la culpa a los líderes políticos actuales. Irak se está recuperando de 30 años de dictadura, guerras y sanciones, y la recuperación es terriblemente lenta e incompleta a causa de la enorme magnitud del impacto de los múltiples desastres que afligen a Irak desde 1980. Saddam Hussein gastó dinero a espuertas en su auto-infligida guerra con Irán y no dejó nada para hospitales o escuelas. Su derrota ante la coalición liderada por Estados Unidos en Kuwait provocó el colapso de la moneda irakí y 13 años de sanciones de la ONU equiparables a un asedio económico en toda regla. Irak nunca se ha recuperado de tales catástrofes.

Cuando la ONU trató de organizar la sustitución de equipos en las centrales eléctricas y en las plantas de tratamiento de agua en la década de 1990, los fabricantes originales dijeron que las plantas eran tan antiguas que los repuestos ya no se fabricaban.

Durante el período de sanciones el gobierno irakí no tenía dinero y dejó de pagar a sus funcionarios, que comenzaron a cobrar por sus servicios. Actualmente reciben buenos salarios, pero la vieja costumbre de no hacer nada sin cobrar una mordida sigue vigente. Los niveles exacerbados de corrupción convierten al Estado en una estructura disfuncional. Por poner un pequeño ejemplo: una amiga que enseñaba en una universidad de Bagdad se quedó embarazada y solicitó una baja retribuida de un mes para tener a su bebé, como era su derecho. Los administradores de la universidad le dijeron que podía tener su excedencia pero a condición de que les entregara a ellos su salario del mes. Lo que hace que los efectos de la corrupción en Irak sean tan devastadores es que paraliza el aparato del Estado e impide que éste cumpla sus funciones más esenciales. En el período 2004-2005, por ejemplo, la totalidad del presupuesto para compras militares de 1.200 millones de dólares fue robado, aunque esto puede explicarse por el caos de los primeros años del Estado irakí post-Saddam, cuando los estadounidenses llevaban las riendas y nadie sabía realmente quién detentaba el poder.

Pasados cinco años es razonable pensar que las adquisiciones militares han mejorado, especialmente cuando se trata de piezas de equipamiento esenciales para las fuerzas de seguridad. La máxima prioridad del gobierno irakí es impedir que los terroristas suicidas de Al Qaeda conduzcan vehículos cargados de explosivos hasta el centro de Bagdad y se vuelen por los aires en el exterior de los ministerios del gobierno, matando e hiriendo a cientos de personas.

Los irakíes a menudo se preguntan cómo es posible que los terroristas sean capaces de atravesar sin problemas tantos controles. Durante el año pasado ha quedado claro que hay una sencilla razón para explicar esa circunstancia, algo que ilustra gráficamente la debilidad del aparato del Estado irakí. La tarea de mantener a los bombistas fuera de Bagdad es, por decirlo suavemente, obstaculizada por el hecho de que el dispositivo principal de detección de bombas utilizado por las tropas y la policía para localizar explosivos es un timo comprobado. El gobierno pagó grandes sumas por el detector, que los irakíes llaman «sonar», aunque viene sin fuente de energía, la cual supuestamente recibe del soldado que la maneja, quien se supone que debe mover los pies para generar electricidad estática.

Por muy inútil que sea el «sonar» -una empuñadura de plástico negro con una varita de color plateado parecida a una antena de televisión que le sale por delante-, es el principal instrumento utilizado por soldados y policías para controlar en Bagdad los vehículos sospechosos. Cuando el aparato detecta la presencia de armas o explosivos se supone que la varita debe inclinarse hacia ellos, igual que la varilla de un zahorí.

Lo que resulta sorprendente del detector de bombas, cuya denominación oficial es ADE-651, es que ha sido reiteradamente denunciado como inútil por expertos gubernamentales, por la prensa y por la televisión. Originalmente el aparato lo fabricaban en Gran Bretaña, en una granja lechera en desuso de Somerset, pero el director gerente de la empresa fue detenido en el Reino Unido bajo sospecha de fraude y se prohibió la exportación del aparato. El único componente electrónico del dispositivo es un pequeño disco que vale unos pocos centavos, similar al que se instala a la ropa en las tiendas para evitar que la gente se la lleve sin pagar.

Fabricar un sonar no cuesta más de 50 dólares, pero en 2008 y 2009 Irak se gastó 85 millones de dólares en la adquisición de esos artilugios. Aunque su inutilidad está plenamente demostrada, nunca han sido retirados y siguen siendo uno de los principales instrumentos utilizados para detener a los terroristas de Al Qaeda. Un jefe de la policía irakí me dijo en privado que la policía sabe que sus detectores no funcionan, pero que continúan usándolos porque se les ordena hacerlo. En Bagdad se sospecha que a alguien le han debido sobornar con una fortuna para que compre los «sonares» y ahora no quiere admitir que son basura. Como era de esperar, las bombas que estallan con efecto devastador en el corazón de la capital lo hacen tras haber atravesado una docena de puestos de control sin ser detectadas.

La corrupción explica muchas cosas en Irak, pero no es la única razón por la que ha sido tan difícil crear un gobierno que funcione. Parte del problema de Irak es que la invasión de EEUU y el derrocamiento de Saddam Hussein tuvieron consecuencias revolucionarias, ya que desplazaron el poder de los miembros del partido Baaz árabe suní al 60% de los irakíes chiíes aliados con los kurdos. Irak asistió al ascenso de una nueva clase dirigente enraizada en la población chií rural y dirigida por antiguos exiliados sin la más mínima experiencia de gobierno. En muchos sentidos el modelo de gobierno de la nueva dirigencia irakí consiste en imitar el sistema de Saddam, con la única diferencia de que esta vez quienes lo controlan son los chiíes. De Irak solía decirse que estaba bajo la férula de árabes suníes oriundos de Tikrit, la ciudad natal de Saddam Hussein situada al norte de Bagdad, mientras que hoy la gente de Bagdad se queja de que un clan similar procedente de la ciudad chií de Nasiriya rodea actualmente al primer ministro Nuri al-Maliki.

En muchos sentidos Irak se está convirtiendo en algo parecido al Líbano, con su política y sociedad irremediablemente divididas por lealtades sectarias y comunales. El resultado de las elecciones parlamentarias del 7 de marzo era fácilmente previsible partiendo del supuesto de que la mayoría de los irakíes votarían como suníes, chiíes o kurdos. Los puestos de trabajo en la cúpula gubernamental y en toda la burocracia son cubiertos extraoficialmente siguiendo líneas sectarias. De una manera cruda esto da a todos una parte del pastel, pero el pastel es demasiado pequeño para satisfacer a algo más que una minoría de irakíes. El Gobierno también está debilitado porque los ministros son representantes de algún partido, facción o comunidad y no pueden ser despedidos por corruptos o incompetentes.

De regreso a Bagdad el mes pasado tras haber estado fuera durante algún tiempo me sorprendió lo poco que había cambiado. El aeropuerto seguía siendo uno de los peores del mundo. Cuando quise volar a Basora, la segunda ciudad más grande de Irak y centro de la industria petrolera, Iraqui Airways me informó de que solo había un vuelo a lo largo de toda la semana y de que no estaban muy seguros de cuándo despegaría.

La violencia puede estar disminuyendo, pero pocos de los dos millones de irakíes refugiados en Jordania y Siria piensan que la situación sea lo suficientemente segura como para regresar a casa. Otro millón y medio de personas son Desplazados Internos (DI), obligados a abandonar sus hogares por los pogromos sectarios de 2006 y 2007, y demasiado asustados para volver. De éstos, alrededor de medio millón de personas tratan de sobrevivir en los precarios campamentos que Refugees International describe como carentes de «servicios básicos, incluidos agua, saneamiento y electricidad, y construidos en lugares precarios: bajo puentes, junto a vías de ferrocarril y en mitad de vertederos de basura». Un hecho preocupante sobre estos campamentos es que el número de personas que viven en ellos debería disminuir a medida que la guerra sectaria va perdiendo intensidad, pero en realidad la población de desplazados internos está aumentando. Estos días los refugiados acuden a los campamentos no por temor a los escuadrones de la muerte, sino porque la pobreza, el desempleo o la prolongada sequía están impulsando a los agricultores a abandonar sus tierras.

Irak está lleno de personas que tienen poco que perder y que albergan una profunda cólera hacia un gobierno que consideran dirigido por una elite cleptómana dedicada a devorar los ingresos petroleros del país. Igual que en el Líbano y en Afganistán, donde las diferencias de riqueza son también enormes, el odio de clases y las diferencias religiosas se combinan para exacerbar el odio entre y dentro de las comunidades. La cólera de los desposeídos explica el salvajismo de los saqueos de Bagdad de 2003, cuando la gente salió en masa de los barrios pobres de Ciudad Sadr para saquear los ministerios y oficinas gubernamentales.

Irak se diferencia del Líbano en un aspecto crucial. Se trata de un Estado petrolero con ingresos anuales que el pasado año ascendieron a 60 mil millones de dólares y cuyas reservas de petróleo por explotar se cuentan entre las más grandes del mundo. Sus exportaciones de petróleo pueden cuadruplicarse en los próximos diez años en virtud de los contratos firmados el año pasado con empresas petroleras internacionales. Debe haber dinero suficiente para elevar el nivel de vida y reconstruir las infraestructuras después de un largo abandono.

A primera vista el petróleo podría ser la solución de los innumerables problemas de Irak, pero en Irak en el pasado, al igual que en otros Estados petroleros, la riqueza petrolera ha sido una maldición política a la par que una bendición económica. Los países que viven de exportar petróleo y gas son casi siempre dictaduras o monarquías. Los gobernantes piensan que la fuente de su poder reside en el control de los ingresos del petróleo y no el apoyo popular. Si hay oposición, entonces la riqueza del petróleo permite a los gobernantes armar y pagar a las fuerzas de seguridad necesarias para aplastarla.

No hay en el mundo un país que necesite con más urgencia que Irak un compromiso cuidadosamente calculado entre comunidades y partidos, pero el petróleo puede tentar a los gobiernos a confiar en la fuerza. Es lo que le sucedió a Saddam Hussein, que nunca habría tenido la fuerza para invadir Irán o Kuwait si no hubiera dispuesto de la riqueza petrolera de Irak. Lo mismo puede volver a ocurrir: un Estado superpoderoso, aunque corrupto e incompetente, puede tratar de aplastar a sus oponentes en lugar de conciliarse ellos. El petróleo por sí solo no alcanzará a estabilizar Irak.

Fuente: http://www.counterpunch.org/patrick07192010.html

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