Entre 1933 y 1945, Victor Klemperer, judío alemán de religión protestante, catedrático de filología románica en la Escuela Superior Técnica (ETH) de Dresde y autor de reputadas obras sobre literatura francesa e italiana, realizó su viaje personal al infierno. En estos años fue expulsado de su puesto y perseguido, recluido en un gueto y […]
Entre 1933 y 1945, Victor Klemperer, judío alemán de religión protestante, catedrático de filología románica en la Escuela Superior Técnica (ETH) de Dresde y autor de reputadas obras sobre literatura francesa e italiana, realizó su viaje personal al infierno. En estos años fue expulsado de su puesto y perseguido, recluido en un gueto y obligado a trabajar como obrero mientras la dolencia cardiaca que padecía se agravaba. En 1945 sobrevivió al bombardeo de Dresde, que con el caos que generó le dio la posibilidad de huir. Los padecimientos compartidos con muchos compatriotas suyos están recogidos en un diario de lectura imprescindible para cualquiera que pretenda conocer la vida cotidiana en la Alemania nazi, un libro que junto a sus dotes de observador minucioso nos revela todo su amor por la exactitud y la eficacia de la gran literatura. Este diario fue publicado en 1995, treinta y cinco años después de su muerte, tras una delicada labor de transcripción por parte de su segunda esposa, Hadwig Klemperer. Una traducción española debida a Carmen Gauger y profusamente anotada (Galaxia Gutenberg) vio la luz en 2003.
Hijo de un rabino procedente del gueto de Praga y emparentado con el director de orquesta Otto Klemperer, Victor Klemperer nació en 1881 y tras estudios en diversas universidades y un doctorado en Múnich bajo la dirección de Karl Vossler, combatió como voluntario en la Gran Guerra, consiguiendo después una cátedra en la ETH de Dresde. En 1906 contrajo matrimonio con la pianista Eva Schlemmer, que fallecería en 1951. La edición publicada de su diario, que de todas formas no contiene todo el texto original, es una extensa obra de casi dos mil páginas y arranca el 14 de enero de 1933, pocos meses antes del ascenso de Hitler al poder. Su frase inicial nos acerca a los vanos desvelos académicos que llenaban la vida de Victor en esos días: «Elección del rector: después de muchas intrigas fue elegido Reuther por segunda vez, Gehrig quedó eliminado. Ha sido un asunto sucio, una maniobra contra nuestro departamento.» La para él inesperada victoria de Hitler en las elecciones del 5 de marzo le sume en la desesperación. Apuntan los primeros síntomas de una persecución que progresivamente se irá haciendo implacable: «El poder, un inmenso poder, está en manos de los nacionalsocialistas: medio millón de hombres armados, todos los cargos y recursos públicos, la prensa y la radio, la opinión de las masas enajenadas. No veo de donde podría venir la salvación.» El 12 de abril escribe: «El Ministerio de Instrucción pública español le ha ofrecido a Einstein una cátedra en una universidad española, él ha aceptado. Éste es el chiste más memorable de la historia universal. Alemania establece la limpieza de sangre, España ofrece una cátedra al judío alemán.» El 9 de octubre de ese mismo año enumera sus deseos de cumpleaños: «Ver a Eva otra vez con salud, en su casa propia, sentada ante su armonio. No tener que temblar cada mañana y cada noche por miedo a sus ataques de llanto. -Vivir el final de la tiranía y su caída sangrienta.- Ver mi Siglo XVIII terminado e impreso. -No tener dolores de costado, no pensar en la muerte. No creo que se cumplan ni uno solo de esos deseos.»
En esta época, Klemperer observa críticamente el nacionalismo sionista que ve surgir a su alrededor: «Walter Jeski se ha marchado a Palestina (…) Yo no puedo evitarlo, pero simpatizo con los árabes de allá, a los que se les «compra» la tierra. La misma suerte de los indios de América (dice Eva).» En otro punto enfatiza: «Para mí los sionistas, que quieren empalmar directamente con el estado judío del año 70 d. C. (destrucción de Jerusalén por Tito), son igual de repugnantes que los nazis.» Al mismo tiempo empieza a consignar las anotaciones sobre la lengua del Tercer Reich que le servirían posteriormente para su Lingua Tertii Imperii, el más preciso estudio existente sobre la utilización del lenguaje por el totalitarismo nazi (hay versión castellana publicada por Minúscula en 2002). En el diario, toda la vida de Klemperer va desfilando ante nosotros: detalles de amistades y reuniones familiares, el lento avance de sus trabajos sobre literatura, rutinas domésticas y alimento de mascotas, burocracia académica… En 1934 la situación parece estabilizada y los Klemperer, tras conseguir una hipoteca afrontan la construcción de una casa en Dölzschen, en las cercanías de Dresde, a donde se mudan el 6 de octubre de ese año. Después sus condiciones empeoran, su sueldo es reducido y el 1 de mayo de 1935 es retirado de la cátedra. Su búsqueda desesperada de un profesorado en el extranjero es difícil, paradójicamente, «por ser un filólogo de lenguas modernas que no habla idiomas. Mi francés está completamente oxidado, tengo miedo de escribir y de hablar aunque sólo sea una frase. Mi italiano nunca fue gran cosa. Y mucho menos mi español. No sé nada útil.» En una huida hacia delante, sin embargo, asiste a clases de conducir y pasa el examen: «Volvimos a la Kulmstrasse, frené correctamente, también salí bien librado de la última parada en una calle en cuesta ayudándome con el freno de mano. «Una exhibición no ha sido, pero le doy el carnet.» Estaba tan hecho polvo que no pude ni alegrarme.» En 1936 recibe alguna ayuda de su hermano Georg, famoso médico establecido en Estados Unidos y entre cuyos pacientes estuvo Lenin, y sigue las noticias que llegan de España: «Tengo ahora realmente la impresión de que la guerra es inevitable; cada día nos la acerca un poco más, el asunto español no podrá quedar limitado a España, seguimos las noticias con desesperado interés y las comentamos después horas y horas.»
En 1940, tras el comienzo de la guerra, Eva y él son obligados a mudarse a una Judenhaus (gueto para judíos). El 6 de junio señala: «Estrechez, promiscuidad, caos apenas despejado, fregar continuamente y en condiciones dificilísimas por la estrechez (..) A la vez, enormes victorias de Alemania y un lenguaje de triunfalismo demente.» En 1941 cumple varios días de arresto por haber dejado por descuido una ventana iluminada durante la noche. A partir de septiembre de ese año un edicto de la policía establece que todos los judíos y judías de Alemania desde los seis años deben llevar cosida como distintivo una estrella de seis puntas de color amarillo en el lado izquierdo del vestido. En enero de 1942, el matrimonio con una mujer no judía le permite librarse de ir a un campo de concentración, aunque no sabe por cuanto tiempo. Se viven escenas patéticas con los deportados y sus familiares. El 6 de marzo llega la prohibición de viajar en tranvía «debido a la reiterada falta de disciplina de los judíos en el tranvía». A partir del 15 de abril «todas sus casas estarán marcadas por fuera con una estrella judía». La persecución tiene también anécdotas grotescas, y el 26 de abril se ordena que los judíos entreguen «maquinillas de cortar el pelo, tijeras de peluquería, peines en buen uso». Klemperer anota: «Los peines son un consuelo, revelan extrema escasez. Esta gente no retrocede ante ninguna mezquindad». Y después: «Poco a poco, ya es norma fija: al día siguiente de un registro domiciliario, suicidios (…) Al matrimonio Feuerstein, de la Altenzellerstrasse, los habían desvalijado, después fueron citados en la Gestapo, y allí apaleados y pisoteados; por la noche encontraron a la pareja muerta en la cocina donde seguía escapándose el gas.» Los casos se repiten día tras día.
En esta época, la leve dolencia cardiaca que sufre desde hace años manifiesta ya síntomas de angina de pecho que se suman a sus preocupaciones. El 8 de mayo, el excombatiente consigna: «La guerra anterior fue una cosa tan decente…». El 23 de mayo, estando él ausente, la casa es registrada y Eva insultada, abofeteada y escupida. Roban comida, sobres, tarjetas de visita, medicinas… Nada grave, y lleno de optimismo comenta: «Qué suerte que nuestra aspiradora esté arreglada y funcionando. -Así que, en conjunto, hemos salido esta vez relativamente bien librados y nos hemos jurado otra vez mutuamente no perder los nervios. Pero qué inconcebible ignominia para Alemania.» Algunas hojas manuscritas de su diario que aún no habían sido enviadas a su escondite en casa de una amiga de Eva afortunadamente no fueron halladas. Aunque en manos de la policía podrían haber significado la muerte de muchas personas, decide seguir escribiendo: «Ésa es mi heroicidad. ¡Quiero dar testimonio, y testimonio exacto!» En breve su sentido del humor aflora de nuevo, y analizando la lengua del III Reich dice: «Esa pobreza de insultos, ese pequeño registro, cualquier español lo supera con creces». El 23 de junio anota: «Estudio los escritos sionistas de Herzl. La más asombrosa afinidad con el hitlerismo. Solamente, Herzl evita dar una definición de la sangre. Para él, la nación es «un grupo histórico, reconocible por su coherencia y con un enemigo común». (Una definición bien inconsistente.)» Y poco después «Son los mismos razonamientos, a veces casi con las mismas palabras, es el fanatismo de Hitler.»
Al comienzo de 1943, tras la debacle rusa nace la esperanza de un final para la guerra y la tiranía. A partir de aquí una vaga luz apunta a veces al final del túnel, mientras la radio da noticias de un organizado repliegue ante las «hordas rusas». Las patatas son la base de su alimentación: «Engullir patatas tres veces al día, pelar patatas, ir a la caza de patatas y acarrear patatas». A partir de abril es obligado a trabajar con otros judíos en una empresa dedicada a pesar y empaquetar té. El 5 de mayo escribe: «En la fábrica dicen: Comoquiera que sea el final de la guerra, los judíos nunca volverán a vivir en paz aquí, el antisemitismo ha calado demasiado hondo. Yo: el antisemitismo se ha excedido, se ha desenmascarado. Habrá perdido su vigencia.» Las relaciones con la población son agridulces. A veces hay niños que le insultan en la calle, otra vez «un obrero ya mayor -en la medida en que pude distinguirlo a la luz del crepúsculo- va en bicicleta detrás de mí, pasa muy pegado a mí y dice con voz bondadosa, paternal: «Ya cambiarán las cosas, ¿verdad, camarada?… Ojalá que sea muy pronto»: acto continuo, retrocede haciendo una curva con la bici.» El 11 de julio consigna: «Ahora hay muchas ejecuciones con la guillotina en la Münchner Platz, porque últimamente los soldados alemanes amotinados ya no mueren fusilados -el piquete de ejecución parece que no guardaba el secreto-, sino guillotinados.»
Los bombardeos que asolan otras ciudades alemanas respetan Dresde y se hacen bromas al respecto; tal vez una tía de Churchill está enterrada allí. Son mudados a diversas Judenhäuser, y de la tercera señala: «Lo peor de aquí, la promiscuidad. Al recibidor dan las puertas de tres familias (…). Cuarto de baño y retrete en común.» El 1 de noviembre pasa a trabajar como «peón» en una empresa de cartonajes. A veces breves anotaciones en el diario insinúan historias terribles. A la esquela reproducida de un periódico, dando cuenta de la muerte de un soldado «súbita e inesperadamente a la hermosa edad de veinticuatro años», añade esta aclaración: «Su madre, divorciada del padre, era judía y fue detenida hace poco. (…) El hijo fue a la Jefatura de Policía diciendo que era comisario de la Gestapo, que quería hablar con la detenida y llevar a no sé qué sitio. Y en efecto, salió con ella hasta la puerta de la Jefatura de Policía. (…) Allí se dio de manos a boca con un funcionario de la Gestapo que lo conocía. La madre está ahora en Theresienstadt, el hijo se ha ahorcado en la celda.» Mientras en la fábrica le increpan con los peores modos por su torpeza, lee apesadumbrado como un mediocre colega, «la más perfecta nulidad entre los romanistas de mi generación, un maestro de escuela sin la menor idea propia», ha sido nombrado catedrático en Berlín. Pero su sentido del humor no decae, y cuando en los matrimonios mixtos como el suyo, la muerte del cónyuge no judío lleva aparejada la deportación del superviviente a un campo de concentración, anota: «Yo llamo a esto la quema nacionalsocialista de viudos. (¡Reanudación de la tradición indoárabe!)» La radio da noticias de ataques «terroristas» de los partisanos en Francia.
A los problemas cardiacos se les suma un grave trastorno en un ojo, y el 24 de junio queda exento de servicio por enfermedad. El 7 de julio hay alarma aérea: «Ya todos estamos completamente convencidos de que a Dresde la dejarán intacta, y bajar al sótano nos parece una molestia penosa e innecesaria». El atentado contra Hitler es reseñado con un comentario irónico: «toda Alemania llora junto al féretro vacío de Hitler» y también: «La mujer de Simon dice que Hitler no debe morir, que habría que ganar dinero con él llevándole por el mundo metido en una jaula. Entrada, un dólar, escupirle, dos, pegarle un bofetón, tres.» Mientras tanto, del frente llegan ominosas noticias de atrocidades con los judíos durante el repliegue alemán.
La parte del diario que describe la destrucción de Dresde el 13 de febrero de 1945 es quizás la parte culminante del relato, el punto donde los círculos infernales se cierran en una noche loca de sangre y azufre. Doce páginas de apretada escritura nos acercan al horror. Al salir del refugio: «Fuera la luz era como en pleno día. En la Pirnaischer Platz, en la Marschallstrasse y en la zona del Elba, en las orillas y por encima, las llamas lo envolvían todo. El suelo estaba cubierto de trozos de vidrio. Soplaba un terrible viento huracanado. ¿Natural o producido por el fuego? Probablemente ambas cosas.» Pierde a Eva en el tumulto y después la encuentra. «De muchas casas de la calle de arriba seguían saliendo llamas. De vez en cuando había cadáveres, pequeños, como un hatijo de ropa, diseminados por el camino. Uno tenía arrancada la tapa del cráneo, la cabeza era por arriba un cáliz rojo oscuro. Una vez había un brazo con una mano pálida, no exenta de belleza, como las piezas de cera que se ven en los escaparates de las peluquerías (…) Entre los cadáveres y los escombros de coches, pasaban siempre masas de gente, Elba abajo o Elba arriba, un desfile excitado y silencioso». Son llevados a Klotzsche, una base de la Luftwaffe, y allí decide quitarse la estrella, lo que con el caos imperante parece la decisión más prudente. Después Eva y él huyen buscando refugio en domicilios de conocidos, recorriendo diversas localidades hasta llegar a Múnich, donde Victor visita a su director de tesis: «Los Vossler siguen teniendo criada (…); nos pusieron sopa, un gran filete, como en tiempos de paz, con espinacas frescas y patatas fritas, un pudding.» Repasan el destino de colegas y amigos: demasiados muertos. Luego añade: «Los Vossler, sin embargo no pudieron encontrar solución al problema del alojamiento.» Después peregrinan por Baviera en busca de cobijo, en una zona ocupada por soldados jovencísimos de la Juventudes Hitlerianas. El 29 de abril en un paseo por un bosque encuentran a tres de éstos huyendo de los americanos que acaban de ocupar un pueblo próximo: «Esos soldados, encogidos y desamparados, eran como una alegoría de la guerra perdida. Y por muy vehementemente que hayamos deseado que se pierda la guerra y por muy necesaria que haya sido esa pérdida para Alemania (y, en verdad, para toda la humanidad), esos chicos nos dieron lástima.» Pocos días después ve por primera vez a los soldados americanos.
La nueva situación invierte las tornas, y en la aldea, los protectores se convierten en protegidos del Herr Professor, que ya sólo piensa en regresar a su hogar en Dölzschen. Sin embargo el viaje será largo. El 13 de mayo consigna: «Ayer vimos por primera vez desde el 1 de septiembre de 1939, desde hace casi seis años, ventanas iluminadas. Pocas ventanas, y sin embargo el pueblo en seguida parecía otro. Me causó gran impresión.» Después describe Múnich en ruinas en manos de los americanos: «Van en sus coches, indolentes y a toda velocidad, y los alemanes van humildemente a pie, ellos escupen por todas partes la masa de colillas y los alemanes las recogen (…) Me parece una crueldad cómo circulan los vencedores y vengadores por una ciudad que ellos han convertido en un infierno.» El 7 de junio entran en la zona ocupada por los rusos y al atardecer del 9 de junio llegan a Dölzschen, con lo que concluye el libro. Después de la guerra, Victor Klemperer pasa a ser una personalidad importante de la República Democrática Alemana, profesor en las universidades de Greifswald, Halle y Berlín y delegado del Kulturbund en el parlamento, publicando diversas obras, entre ellas la Lingua tertii Imperii (1947) antes mencionada, y la monumental Historia de la literatura francesa del siglo XVIII (en dos volúmenes, 1954 y 1966). Sus diarios han ido apareciendo tras su fallecimiento en 1960.
El carácter de Victor Klemperer desentonaba demasiado con el tiempo desquiciado que le tocó vivir. La Gestapo lo tenía fácil con aquel hombre sensato con una predisposición natural a la conversación amable y a disfrutar lo más selecto de la literatura y el arte que el diario nos permite adivinar. Su prosa incorpora muchas veces locuciones en latín, francés, griego, italiano, inglés… ¿Un pedante? Pensamos más bien en una mente aguda y sensible que trata de contraponer a la brutalidad la muralla de la expresión sugestiva y la referencia culta. Ello le permite no perder nunca la calma, pues para cada tormento hay siempre una ironía salvadora, como auténtica consolatio philosophiae. Su capacidad de observación y el reto de no abandonar nunca, ni en los peores momentos, el placer de una escritura elegante nos hicieron ganar un documento que hoy resulta casi único.
Los diarios de Klemperer nos agobian a veces con su derroche de vida cotidiana y trivial, pero comprendemos que éste es el precio para que captemos la íntima realidad de aquel tiempo. Así, con sus amigos conocemos las formas de reaccionar frente a la barbarie, los que dudan y se convierten en canallas simplemente porque tienen miedo, los que se entregan a la fe ciega en el líder, que suplanta la razón, también los que resisten, aunque sea sólo tomando nota cuidadosa de todo. Los paisajes de la tienda y la calle son imprescindibles para respirar aquella atmósfera opresiva. Sus discusiones y comentarios, o las notas de lectura que incluye cada poco, traslucen su sensibilidad y ojo crítico, y también la agudeza y humanidad de una víctima de los nazis que fue capaz de ver ya entonces el carácter racista y genocida del proyecto sionista. El campo de observación de Victor Klemperer era muy limitado, pero a través de él percibimos el horror de unos años en los que la manipulación de las imágenes del mundo por parte del poder consiguió algunos hitos notables. Y la rueda sigue girando. Los infinitos detalles de la vida de un hombre pueden aburrirnos, pero sabemos que su enumeración es una herramienta para resolver el enigma de su tiempo.