Quizás nunca el socorrido símil popular haya encajado mejor. El vicepresidente estadounidense, Dick Cheney, acaba de realizar una visita a Bagdad «como alma que lleva el diablo», por lo inesperado y rápido de esta, y por la trastienda de quien desea hacer creer que su país, con mentalidad de metrópoli eterna, busca de buena fe […]
Quizás nunca el socorrido símil popular haya encajado mejor. El vicepresidente estadounidense, Dick Cheney, acaba de realizar una visita a Bagdad «como alma que lleva el diablo», por lo inesperado y rápido de esta, y por la trastienda de quien desea hacer creer que su país, con mentalidad de metrópoli eterna, busca de buena fe la reconciliación de los iraquíes.
Y no es que uno de los principales artífices de la invasión de la añosa Mesopotamia no desee la pacificación…bajo el ocupante. Ella constituye anhelo de las élites de poder en Washington. Élites que aplaudieron con entusiasmo la reciente reducción de la violencia en la ciudad de las Mil y una noches, a causa de los refuerzos gringos, el alistamiento de sunitas como «auxiliares de seguridad», la tregua de la fundamental milicia chiita -la del clérigo Al Sadr-; élites que, tras la euforia, vuelven a ponerse nerviosas, por obra y gracia de la subsiguiente serie de atentados, los cuales han situado las bajas de soldaditos yanquis en un umbral de pánico: la cercana cifra de cuatro mil estremece a más de uno entre los halcones, que miran con aprensión a la opinión pública norteamericana.
Claro que el viejo Dick exhortó a los dirigentes locales a un acuerdo político sólido, buscado por la Casa Blanca desesperadamente, a juzgar por maniobras como la reinserción de funcionarios y militares del régimen de Saddam Hussein, algo que podría haber concitado el agradecimiento de la minoría sunita, pero que no parece causar buen efecto entre los chiitas, que hacen votos por mantener la supremacía otorgada por la Casa Blanca.
Pero, en puridad, el llamado a que las facciones se avengan lleva toda una tramoya, una carga de segundas intenciones. Y es que, como señala Alberto Cruz en el sitio digital Rebelión, Iraq constituye la baza de USA para evitar el derrumbe del dólar. Derrumbe que constituye un hecho más que un anuncio.
De fondo, el oro negro
¿Por qué esta baza? El analista citado recuerda un panorama en que descuella el pedido hecho por Irán y Venezuela -en el seno de la OPEP, en octubre pasado- de abrir un debate sobre el dólar como pago del barril de petróleo. Como si fuera poco, el reclamo pasará a la agenda de la organización, tal se ha pregonado, y ¡lo más significativo!: Teherán ya ha cortado toda transacción en esa moneda, al poner en marcha su propia bolsa del hidrocarburo. Para mayor inri, Qatar ha anunciado una reducción de su reserva en el billete verde y su paso a divisas como el euro, al tiempo que se espera la misma actitud de los Emiratos Árabes.
Sucede que, con una tasa de poco más de uno y medio por euro y una depreciación constante respecto al yen, el dólar está a punto de la quiebra total. «De hecho el dólar como principal divisa en el comercio internacional, y como tal principal moneda de reserva de los bancos centrales de los diferentes países, ha perdido casi siete puntos desde 1999, pasando del 71 por ciento en ese año al 64,5 por ciento» de hoy, reseña Cruz, quien nos hace reparar en que la «llave del fin del sistema tal y como hoy lo conocemos la tiene China», país que, con 1,4 billones de dólares en las arcas, se apresta a «reajustar y diversificar su política monetaria en las transacciones financieras y económicas de ámbito mundial», porque, en el decir de sus dirigentes, «estamos a favor de las monedas fuertes»
Así de simple. Monedas fuertes, como el euro, con el cual el gigante asiático ya está comprando petróleo al «díscolo» Irán. Entonces, ¿la «tabla de salvación»? Ese mismo: Iraq, que tendría que incrementar la producción petrolera a ultranza, conseguir el reingreso definitivo en la OPEP, y, sobre todas las cosas, reforzar con su presencia a los sauditas, «cada vez más presionados por el resto de los países integrantes del cártel petrolero para que no sea solo el dólar la moneda de transacción».
Eso es lo que, de acuerdo con diversas fuentes, está persiguiendo Washington. La visita de Cheney devendría uno de los argumentos de esta afirmación, porque el vice debió de presionar para la aprobación de la ley de petróleo de Iraq, que dejaría en manos de las multinacionales con capital mayoritariamente gringo ese sector estratégico, y contribuiría a conjurar la hecatombe del dólar.
No de balde la Oficina Oval pujó por la reducción de los atentados a los oleoductos, deseo logrado al extremo de que, con 2,4 millones de barriles diarios, casi se cumple el programa del año 2007, ascendente a 2,8 millones. Y para conseguirlo al Imperio no le han temblado las manos. ¡Qué va! Las mismas añagazas de siempre. Entre ellas, la compra de sunitas, para integrar las milicias Despertar, que enfrentan a los insurgentes, sirviendo de escudo a los invasores…
Pero las artimañas no han bastado, pues, aunque a fines del año pasado disminuyeron un tanto las acciones rebeldes con respecto al primer trimestre, pongamos por caso, en todo el país se han mantenido las arremetidas contra ocupantes y mercenarios. Y, según encuestas de los propios colaboracionistas, a pesar del juego del Gobierno «nacional» en pro de los Estados Unidos, el 70 por ciento de los iraquíes está contra la entrega de la soberanía nacional, lo cual podría atarle las manos a colonialistas y cipayos.
Ello inclina a pensar que la resistencia se extenderá en el tiempo y el espacio. Más aún cuando, a todas luces, la administración de Bush-Cheney ha optado por reactivar una guerra que, por cierto, puede acabar costando 60 veces más de lo estimado inicialmente. Si en un momento la erogación se previó entre los 50 mil millones y los 60 mil millones de dólares, hoy la auditoría externa de un premio Nobel de economía como Joseph Stiglitz la calcula en nada menos que tres billones, hasta el 2017 aproximadamente.
Y por supuesto que no afirmamos gratuitamente lo de la continuación de la vía bélica. No, señor. Recordemos la reciente renuncia dizque voluntaria del almirante William J. Fallon, la máxima autoridad norteamericana en el Oriente Medio, quien se puso a «desvariar» sobre la guerra en Iraq e Irán solo como último recurso, y acerca de que incluso así esta le resultaría «una mala opción, un probable callejón sin salida inducido por Washington sin conocer bien la realidad del terreno.
Un entendido como el francés Thierry Meyssan se resiste a tragar el bulo de la dimisión; defiende el criterio de que Fallon resultó despedido, por aquellos que pulsean con esa parte del stablishment que se avino a la invasión y la ocupación con la esperanza de sustanciales ganancias económicas, y que paulatinamente se fue desilusionando, en vista de la relación costo-beneficio, cargada en el primer elemento, dados el excesivo despliegue de tropas, el creciente aislamiento diplomático y el drenaje (más bien hemorragia) financiero.
Al parecer, con signos como el mutis del almirante y el viajecillo de Cheney a Bagdad se entierra un intento de repliegue «digno» como el estipulado en el informe Baker-Hamilton, que condenaba el proyecto de rediseño del Oriente Medio y aconsejaba una retirada militar de Iraq en coordinación con el acercamiento con Teherán y Damasco.
Y, bueno, ahora los observadores coinciden en que probablemente se dispare el accionar de la insurgencia, y tal vez, sí, tal vez el viaje de Cheney quede en el desesperado gesto del náufrago que no atinó a encontrar la tabla de salvación entre los derrelictos, o sea, entre los restos de un buque que se viene a pique.