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Un soldado norteamericano en Irak describe el horror de Faluya

«La ventaja más importante de los rebeldes iraquíes es el apoyo popular»

Fuentes: Indymedia Italia

Un soldado americano en Irak, conocido como hEkLe, describe el horror del ataque estadounidense contra Faluya. La carta fue publicada por GI Special, un periódico electrónico que ofrece informaciones y noticias a los soldados americanos y a sus familias, y por Socialist Worker on line el 3 Diciembre 2004. Traducido para Rebelión por Rafael Morales

Son días terribles para los militares estadounidenses en Irak. Parece que por dondequiera que se mire hay siempre más soldados muertos, heridos y mutilados en los combates con los rebeldes. La rebelión aumenta en las ciudades de Bagdad, Mosul y Baquba. La guerrilla está bien organizada y utiliza técnicas y armas muy avanzadas. Después de la batalla que ha dejado Faluya totalmente destruida, los rebeldes han vuelto firmemente resueltos a vencer o morir. Muchos empiezan a pensar que no conseguiremos ganar esta guerra. Pero, ¿De verdad alguien ha creído que la victoria fuera posible? Las fuerzas militares estadounidenses siguen ganando terreno y en cada nueva frontera asesinan a civiles y militares a espuertas. No obstante, los rebeldes han vuelto como un enjambre de abejas enfurecidas y atacan con frenesí, violentamente.

Estuve en Faluya los últimos dos días del ataque final. Mi misión era diferente de la de los valientes soldados y marines empeñados en los combates. Era una misión de escolta. Tenía que proteger, acompañado por un batallón, a un oficial de alta graduación en la zona de combate.

Un oficial un poco fanático. Se plantaba ahí, arrogante, a mirar la última batalla y parecía un espectador durante el final de un partido de fútbol. Cuando llegamos al campo de batalla de Faluya, ocupado por los marines, nos dimos cuenta de que los disparos de la artillería se dirigían hacia la ciudad. El tipo en seguida se empeñó en jugar un papel activo en la batalla que convertiría a Faluya en cenizas. Se rumoreaba acerca de él. Se decía que lo que quería era tener un fusil en las manos, demostrar a todos que era el cowboy más duro al este del Eufrates. De tipos así hay un montón en el ejército: militares de carrera que han pasado los primeros veinte años de servicio patrullando el muro de Berlín o protegiendo la zona desmilitarizada entre Corea del norte y del sur. Oficiales que podrían haber luchado en la primera Guerra del Golfo, aunque la mayoría de ellos se dedicaba a disparar a los «rag heads». Estos tipos de aspecto feroz y gatillo fácil han vivido los últimos veinte años de Guerra Fría con un frenesí bélico que, una vez acabada ésta, les ha dejado un vacío dramático. Pero ahora tenemos la Nueva Guerra, la «Alerta Roja» sin fin, llena de acción, en la cual la amenaza comunista ha sido sustituida por la «guerra contra el terrorismo». Los soldados más jóvenes, aquellos que han crecido en una época relativamente pacífica, piensan que para estos tipos la guerra representa una especie de compensación por las oportunidades perdidas. Pero para la generación anterior, la del gatillo fácil, es la verdadera gran oportunidad: finalmente la ocasión de llevar a la práctica los adiestramientos efectuados desde los años sesenta en adelante y de convertir todos esos juegos fantásticos que les han enseñado en algo tangible, en algo útil. Por fin había llegado la hora.

En el frente se habían establecido algunas normas de seguridad, síntoma de la intensidad de la batalla en la ciudad. Los vehículos más ligeros que podían pasar eran los carros de combate Bradley. Después de inspeccionar nuestros Humvee blindados, el comandante nos ha dicho que no estaban bien. Los Humvee blindados son robustos, prácticamente impenetrables al fuego de armas de pequeño calibre, pero no resisten tanto como un carro fuertemente blindado los ataques de los misiles y las bombas. Las informaciones provenientes del frente hablaban de duros ataques con misiles y de una insurrección armada que actuaba en cada callejón buscando objetivos fáciles. El comandante le dijo a nuestro entusiasmado oficial que no entrara con los camiones en la zona porque, con la oscuridad, sería un suicidio. Le sugirió entrar en acción e»inspeccionar los daños» al día siguiente, una vez acabados los ataques aéreos.

Mientras tanto el sol había dejado sitio a un nebuloso horizonte rosado y la artillería seguía

machacando lo poco que había quedado en pie de la devastada Faluya. Durante la noche llegaron muchas unidades. Se preparaba un ataque aéreo sin precedentes que podría durar hasta doce horas. Nuestro grupo se encontraba en el aparcamiento de los Humvee. Alimentábamos las ametralladoras y vigilábamos la zona en busca de actividad enemiga. Se suponía que era un área de operaciones bastante segura, justo en el límite de la zona de combate. Sin embargo, no había ninguna protección, salvo algún carro de combate colocado aquí y allá, y si el que estaba de guardia no prestaba atención al menor detalle hubiera podido ocurrir cualquier cosa. Un soldado me ha dicho que tan solo dos noches antes sorprendieron a un rebelde que merodeaba por los alrededores. Estaba armado. Uno de los carros de combate lo había visto y lo había destrozado. Claro está que nos sentíamos lo bastante tranquilos como para fumarnos un cigarrillo, pero teníamos que estar muy atentos a lo que ocurría alrededor si queríamos seguir vivos el día siguiente.

Al anochecer, mientras la artillería seguía disparando, una danza macabra iluminó el cielo: habían llegado los cazabombarderos dando inicio a un grandioso espectáculo de bombardeos aéreos masivos. Con cada bomba y con cada disparo de la artillería el cielo iluminaba la ferocidad y la destrucción. Primero se veía un relámpago en el horizonte, como si una cerilla hubiera caído en un depósito de dinamita, después una explosión tremenda que te sacudía el cuerpo, te hacía salir los ojos de sus órbitas y te golpeaba en el estómago como un puñetazo. Las bombas caían a no más de cinco kilómetros de distancia, pero era como si te llegaran directas a la cara. Al principio era imposible no estremecerse con cada estruendo, pero después de varias explosiones, todas ellas fortísimas, empezamos a acostumbrarnos, casi a aceptarlas. A veces los aviones volaban bajo, retumbaban sobre la ciudad y después abrían fuego con misiles más pequeños pero extremadamente precisos. Era justamente el espectáculo que le faltaba a nuestro Top Gun cada vez más enorgullecido y entusiasta de los extraordinarios efectos sonoros. Los misiles rugían siniestros como unos fuegos artificiales en una botella de plutonio, después no se oía nada más. Tras pocos segundos una colosal explosión estremecía el aire: en tierra quedaban devastación, gritos y terror. Después tocaba a la artillería: disparaba fósforo blanco, el NAPALM de nuestros días, que despedía relámpagos de luz. De vez en cuando, cerca del área de los bombardeos, se oía a los carros de combate disparar con las ametralladoras y los cañones. Era increíble que alguien pudiera sobrevivir a un ataque semejante. En seguida llegó por radio el visto bueno a la petición de «revienta búnkeres». Parecía que la artillería no consiguiera penetrar algunos reductos de los rebeldes. No sabía cuando se utilizarían los «revienta búnkeres». Más tarde me dijeron que las tremendas explosiones provenían de ellos, de esos misiles del tipo «solución final». Desde mi Humvee he seguido mirando el ataque final a Faluya durante toda la noche. Examinaba el vasto cielo con gafas para la visión nocturna. Durante toda la batalla, una serie de helicópteros seguía dando vueltas en torno a la ciudad. Los más devastadores, equipados con lanzamisiles en batería, eran los cobra y los apache. Gracias a la visión nocturna podía verlos mientras daba vueltas sobre la carnicería y escrutaban el terreno con rayos infrarrojos que parecían tener un radio de acción de varios kilómetros. Una vez avistado el objetivo, resonaba una rápida serie de disparos y del terreno llegaba un ra-ta-ta como el de una traca ordenada de petardos. Todavía más artillería, más carros de combate, más tiros de ametralladora, más bombardeos espantosos que arrasaban lo que fuera una ciudad… no era una guerra, era una matanza. Si recuerdo aquellos ataques que duraron hasta la mañana siguiente, no puedo dejar de sorprenderme frente a las tecnologías modernas y no puedo dejar de sentir náuseas por el uso que de ellas se hace. Muchas veces se me ha ocurrido pensar que mientras la resistencia de Faluya combatía valerosamente con las armas arcaicas de la Guerra Fría, nosotros volábamos alto sobre sus cabezas lanzando la furia de Thor, de un poder destructivo y de una precisión dignos de una guerra nuclear. Era como si los iraquís estuvieran combatiendo contra los tanques con un palo. Y sin embargo y a pesar de todo la resistencia continuaba, muchos lucharon hasta morir. ¡Qué determinación!

Algunos soldados dicen que los rebeldes son estúpidos porque piensan que tienen alguna probabilidad de derrotar al ejército más potente del mundo. Yo los considero valerosos. No combaten por una victoria inmediata. ¿Qué queréis que valga una victoria convencional en una guerra no convencional? Es completamente evidente que ésta guerra se le escapa de las manos a los Estados Unidos. Hemos convertido a Faluya en polvo. Hemos cantado victoria y le hemos dicho al mundo que Faluya estaba totalmente bajo nuestro control. Nuestros militares han declarado que las víctimas civiles habían sido pocas y que los rebeldes muertos habían sido millares. La CNN y la Fox News han proclamado que la Historia tendría que considerar la batalla de Faluya un éxito extraordinario, testimonio de la supremacía de los Estados Unidos en las guerras modernas. Todos estábamos seguros de tener la situación controlada y ya nos disponíamos a concentrar nuestra atención en otra ciudad difícil: Mosul. Pero una vez pasado el temporal, mientras los generales se dedicaban a fumar y a celebrar la victoria cómodamente sentados en sus despachos, las líneas del frente de Faluya han sido atacadas de nuevo. Los rebeldes combatían las fuerzas de los EE.UU. y de la coalición con morteros, fusiles y armas ligeras. Tuvimos que volver a Faluya.

¿Mentían el Ministerio de Defensa y la prensa nacional, cuando hablaban de una nueva victoria de la guerra preventiva? No necesariamente. Convencionalmente hablando la victoria era nuestra ¿Quién hubiera podido negarlo? Habíamos destruido la ciudad y matado a millares y millares de personas. Pero la verdadera cuestión, que ni los militares ni la gente comprenden lo suficiente, es que ésta es una guerra de guerrillas. Totalmente. A veces me pregunto si los oficiales de West Point habrán estudiado alguna vez la intrincada y simple eficacia de la guerra de guerrillas. He tenido la ocasión de preguntar a tenientes y capitanes si han oído hablar de la guerra de guerrillas del Che Guevara. Casi la mitad de ellos contestaron que no. ¡Increíble! Quizás tengamos que hacer frente durante años a una guerra de guerrillas y la dirección militar no sabe ni lo que es. Cualquiera puede decirte que un guerrillero es alguien que utiliza la técnica del ataque por sorpresa para intentar vencer a un ejército convencional más fuerte. Pero lo que importa en una campaña de la guerrilla es la pasión política que la motiva. Históricamente ha habido muchos ejércitos guerrilleros que han tenido éxito, incluso en nuestro país durante la lucha por la independencia. Tendríamos que haber aprendido la lección sobre la guerra de guerrillas hace treinta años durante la Guerra de Vietnam, pero la Historia tiene un extraño modo de repetirse. La Guerra de Vietnam es un ejemplo perfecto de cómo ataques rápidos y letales contra un ejército convencional pueden, a largo plazo, convertir la guerra en algo impopular determinando así su fin. Che Guevara en su libro «La guerra de guerrillas» ha escrito que el elemento más importante en una campaña guerrillera es el apoyo popular. Si lo consigues la victoria es casi segura. En este sentido los iraquís van bien encaminados. No solo poseen una fuente aparentemente inagotable de armas y municiones, sino que también cuentan con la ventaja de moverse en su terreno, ya se trate de un mercado o de un denso palmeral. Los rebeldes iraquís han utilizado al máximo estas ventajas pero la ventaja más importante, la más relevante es el apoyo popular. Lo que los militares y el gobierno de EE.UU. tendrían que comprender es que cada uno de nuestros errores favorece a la insurrección iraquí. Cada vez que en una acción militar, deliberada o no, se asesina a hombres mujeres y niños, la insurrección se refuerza. Incluso cuando un civil inocente muere a manos de los rebeldes, será considerada responsable la fuerza ocupante. Los rebeldes seguirán siendo considerados combatientes del pueblo. Todo en esta guerra es política… cada emboscada, cada atentado, cada muerte. Cuando un trabajador o un soldado de la coalición son secuestrados y ajusticiados, el pueblo iraquí siente que se ha hecho justicia, mientras que los ocupantes son presa de la furia y la desazón. Los medios de comunicación también contribuyen a nuestra perdición. Cada vez que revelan una atrocidad, desaparece nuestro dominio sobre esta nación que en tiempos pasados fue laica.

En EE.UU. crece con el tiempo la inquietud entre la población por las imágenes de muerte violenta de sus hijos en armas y las justificaciones del gobierno para continuar esta sangrienta catástrofe son cada vez más débiles. Son los errores inevitables del poder convencional, por eso la campaña de guerrilla tiene el éxito asegurado. La destrucción de las fuerzas armadas de EE.UU. es imposible pero la tenacidad de la guerrilla conseguirá echarnos. Este será el resultado inevitable de la guerra. Hemos perdido muchos soldados en la batalla final de Faluya y muchos más han sido gravemente heridos. Hemos devastado la ciudad solamente para tenerla controlada. ¿Qué sentido tiene que tantos soldados sigan muriendo todavía para controlarla?

No puedo olvidar la cara de un soldado americano cuando le pregunté por la guerra. Me contó historias de sangre y de muerte violenta como para poner los pelos de punta. El y su batallón hicieron sacrificios infinitos. Lucharon todos los días sin poder dormir y sin una comida caliente. Tan siquiera tuvieron el tiempo para mandar un telegrama a sus familiares diciendo que se encontraban bien. Algunos del batallón tendrán que visitar a las familias para decirles que sus muchachos han muerto. Mientras hablaba el soldado tenia una mirada profunda y desconsolada, profundamente turbada. Me describió con todo detalle la muerte de algunos iraquís causada por los tiros de bazuka del ejército o cómo las balas de calibre 50 volaban la cabeza a otros y otros aún eran aplastados por los carros de combate. Me relató la muerte de uno de sus mejores compañeros ocurrida justo delante de él. Estaba escondido detrás del muro de una callejuela. Cuando salió para disparar le tiraron una granada en las tripas. Algunas esquirlas hirieron a mi interlocutor. Me mostró la carne quemada. Después, una vez finalizado su relato, me dijo que el era sólo un chaval un poco tonto de California que nunca hubiera pensado que entrar en el ejército significara irse derecho al infierno. Me dijo que se sentía más sucio que el diablo y que sólo quería darse una ducha. Se fue caminando lentamente con el fusil debajo del brazo.