Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.
«Esto es un acto de limpieza étnica, casi un genocidio, por así decirlo», advertía un funcionario militar de EEUU. Se estaba refiriendo a los bombardeos que mataron a casi 800 miembros de la secta minoritaria yasidí en el norte de Iraq. «Entre los heridos, uno de cada cinco sufrían lesiones graves» y sus «familias estaban tan conmocionadas por el ataque que insistían en llevarse a sus destrozados familiares de vuelta a sus aldeas, lejos de los hospitales que les estaban tratando», informaba The New York Times. Los funcionarios estadounidenses atribuían esta atrocidad a al-Qaida. Seguramente, sería necesaria una intervención calibrada, quizá una serie de ataques, para impedir una potencial carnicería.
Pero esos bombardeos se producían en agosto de 2007, años después del inicio de la invasión estadounidense. En esa fase de la ocupación, Bush «duplicaba la presencia estadounidense en Iraq» enviando «entre 150.000 y 170.000 mercenarios privados en apoyo de la misión allí, con poco o ningún conocimiento por parte del público o del Congreso, y menos aún consentimiento». Como describieron dos académicas estadounidenses: ese es el tipo de democracia preferido por Washington. Y sus políticas exteriores favoritas: «invadir, ocupar, debilitar y saquear Iraq», «llevaron a Al-Qaida al país», escribe Juan Cole, subrayando que la organización islamista tenía presencia cero en Iraq antes de marzo de 2003.
Es decir, que Iraq evolucionó siguiendo las expectativas de Washington. «Meses antes de la invasión de Iraq, las agencias de inteligencia de EEUU predijeron la posibilidad de que se desataran violentas divisiones sectarias que iban a proporcionar nuevas oportunidades a al-Qaida en Iraq y Afganistán», revelaba el Washington Post en mayo de 2007. Estos sombríos análisis «estuvieron circulando profusamente dentro de la administración Bush antes de la guerra», no obstante, siguieron adelante con sus planes, con los efectos devastadores de todos conocidos.
«Las tensiones sectarias y étnicas más graves en la historia moderna de Iraq se produjeron tras la invasión dirigida por EEUU en 2003», señalaba Sami Ramadani en The Guardian. «EEUU tenía su propia política de divide y vencerás, promoviendo organizaciones iraquíes basadas en la religión, la etnia, la nacionalidad y la secta en vez de en la política», continuaba. Sus observaciones reforzaban las que el analista político iraquí Firas Al-Atraqchi ofreció recientemente: «Desde la caída de Bagdad en 2003, la comunidad cristiana ha estado bajo ataque y desde entonces decenas de miles de sus miembros han huido del país por temor a las persecuciones religiosas».
Por ejemplo, «los mandeos o sabeos, una secta que sigue las enseñanzas de Juan el Bautista y del primer cristianismo y el islam en Iraq, se han visto forzados desde 2003 a huir en masa debido a una brutal campaña en su contra». Un estudio del Grupo Internacional por los Derechos de las Minorías concluía en 2008 que «los mandeos se enfrentaban a su extinción como pueblo». Y un informe de la Organización de los Pueblos y Naciones Sin Representación (UNPO, por sus siglas en inglés) de junio de 2013 -bien entrada la era Obama- determinaba que «la situación de los derechos humanos a que se enfrentan las minorías en Iraq sigue siendo terrible a todos los niveles: política, cívica y cultural. Las minorías religiosas y étnicas de Iraq, junto con otras poblaciones vulnerables, continúan teniendo que enfrentar amenazas de violencia, discriminación religiosa, exclusión y denegación de sus derechos de propiedad».
Así pues, los resultados de la política estadounidense indican el desprecio de Washington por las minorías religiosas de Iraq. Por otra parte, Obama afirmaba el 7 de agosto pasado que las preocupaciones humanitarias le llevaban a iniciar ataques aéreos, y estas palabras bastaron para convencer a la prensa de que el gobierno estadounidense se preocupa por los iraquíes perseguidos. «Hay informes de decenas de civiles asesinados», escribía The New York Times, por tanto, «no fue ninguna sorpresa escuchar al Presidente Obama anunciar su decisión de intervenir». «El Presidente Obama hizo bien en ordenar acciones militares para impedir un potencial genocidio», decidía el Washington Post, mientras que Los Angeles Times «no tenía duda de que el presidente estaba conmovido por el sufrimiento que el Estado Islámico había infligido a los yasidíes y a otras víctimas». La cobertura era incluso más crédula aún, si cabe, en páginas de Internet como Slate, donde William Saletan sencillamente transcribía las observaciones de Obama. «Estamos haciendo sólo lo que podemos en Iraq», insistía Saletan el 8 de agosto. Sabía esto porque «Obama dijo que EEUU debía intervenir», dadas sus «capacidades sin igual para ayudar a evitar una masacre». Enfrentados a un argumento tan poderoso, incluso un hábil polemista se batiría en retirada.
Pero los antecedentes de EEUU en Iraq revelan capacidades diferentes de las que Saletan identificaba. Por ejemplo, después de la Operación Tormenta del Desierto, el Enviado Especial de la ONU, Martti Ahtisaari, estuvo al frente de una misión en Bagdad. Los integrantes de la delegación estaban familiarizados con la literatura sobre los bombardeos, y en marzo de 1991 Antisaari escribió que eran «plenamente conocedores de los informes de los medios sobre la situación en Iraq», pero que tras su llegada comprendió de inmediato «que no habíamos visto ni leído nada que nos preparara para la forma particular de devastación, casi apocalíptica, que se ha abatido sobre el país», condenándolo a «una época preindustrial» en un futuro previsible. Ese era el nivel de destrozo existente cuando el Consejo de Seguridad de la ONU impuso las sanciones. Naciones Unidas sólo de nombre, aclara el filósofo político Joy Gordon, ya que «estaban condicionadas en todos sus aspectos por EEUU», cuya constante política era «infligir el máximo daño económico posible a Iraq».
A este respecto, tal política fue un éxito total. La ONU estimaba en 1995 que las sanciones habían matado a medio millón de niños iraquíes, algo que «valió la pena», en la infame valoración de Madeleine Albright en el programa 60 Minutes y que llevó a dos sucesivos Coordinadores Humanitarios de la ONU en Iraq, Denis Halliday y Hans von Sponeck, a dimitir. Halliday concluyó que las sanciones fueron «criminales y genocidas»; von Sponeck se mostró de acuerdo, encontrando pruebas de «violaciones conscientes de los derechos humanos y del derecho humanitario por parte de los gobiernos representados en el Consejo de Seguridad, sobre todo por los de Estados Unidos y el Reino Unido».
Pero la eliminación de cientos de miles de niños por inanición fue apenas la precuela de la ocupación, «el mayor desastre cultural desde que los descendientes de Gengis Kan destruyeron Bagdad en 1258», escribió Fernando Báez. Entre sus «logros» tenemos los ataques contra Faluya de abril y noviembre de 2004: un Grupo de Trabajo de Emergencia de la ONU valoró que «el 40% de los edificios y los hogares» de la ciudad estaban al final de los ataques «gravemente dañados», mientras «otro 20% presentaban ‘daños importantes'» y «el resto estaban ‘completamente destruidos'», explica la científica política Neta Crawford. Crawford, citando el libro No True Glory de Bing West, donde se relata cómo un alto general estadounidense, al llegar a Faluya tras la masacre de noviembre de 2004, «miraba arriba y abajo las calles, los postes de teléfono caídos, los escaparates reventados, los montones de hormigón, los esqueletos retorcidos de los coches calcinados, los tejados derrumbados y los muros caídos, lo que le llevó a exclama: ‘¡Hostias!'».
Los esfuerzos de EEUU para «liberar» a los habitantes de Faluya -al parecer de los avatares de la vida- supuso «una cascada de violaciones de los Convenios de Ginebra», según las expertas Elaine A. Hills y Dahlia S. Wasfi. Y también el congresista estadounidense Jim McDermott y el Dr. Richard Rapport escribieron sobre el ataque a las instalaciones sanitarias y de agua potable». El nivel de barbarie trae a la mente lo que la ONU ha descrito como la destrucción «sin precedentes» de Gaza por Israel. «Barriadas y pueblos enteros han sido barridos del mapa», informaba la Dra. Mona El-Farra desde la Franja, donde el alcalde de Beit Hanun, Mohammed al-Kafarna, dijo a The Guardian que su ciudad había sido machacada hasta el punto de resultar «inhabitable». El monzón de bombas israelí de seis semanas [renovado] ha asesinado a más de 2.000 personas, carnicería a cargo de los contribuyentes estadounidenses.
Desde la II Guerra Mundial, «EEUU ha aportado a Israel 121.000 millones de dólares (sin tener en cuenta la inflación) en ayuda bilateral», determinaba el Servicio de Investigación del Congreso en abril. «Casi toda la ayuda bilateral de EEUU a Israel es en forma de ayuda militar», y «el Presidente Obama prometió» en marzo de 2013 «que EEUU continuaría suministrando a Israel sus compromisos plurianuales de ayuda militar», es decir 3.100 millones de dólares dedicados a financiación militar extranjera.
Así pues, si es que nos empeñamos en ello, podemos tomar en serio los discursos que Obama hace ante las cámaras. Pero la crucifixión de Iraq y el apoyo al sadismo israelí por parte de Washington nos muestran el alcance real de los objetivos humanitarios que impulsan la política de EEUU.
Nick Alexandrov vive en Washington D.C.
Fuente: http://www.counterpunch.org/2014/08/21/crocodile-tears-for-iraq/