“Las moradas en la arena / son restos de que faltáis”, escribe Al-Maarri, el poeta sirio del siglo XI, recogiendo un tópico de la poesía clásica árabe, cuando el enamorado que sigue a su amada encuentra ya levantado el campamento en que ella estuvo. Esta reducción de la vida a vestigios que evocan una ausencia se me hacía presente al leer las novelas de Emil Habibi, quizá como ocurre en la obra de todos los escritores palestinos nacidos antes de 1948; pero más en su caso, pues él permanecerá en Haifa, sin partir al exilio, clasificado ya como árabe de Israel. Como un estribillo se repite en sus páginas: “Aquellos a quienes amé se han marchado”, y uno de sus yoes relata el destierro de todos sus hermanos y cómo su madre terminó sumándose a la mayoría pocos años más tarde porque no soportaba la separación. O el relato de las visitas de quienes han pasado cuarenta años fuera y, cuando vuelven, bucean entre los restos de su memoria, transformados en fantasmas. Un personaje es detenido por su actitud sospechosa, mientras recogía la caja de tofes, repleta de papelitos, en que intercambiaba mensajes con su amada adolescente y que ella siguió alimentando por un tiempo; se había apostado en el lugar cinco días con sus noches, por si ella regresaba. Lo político y lo personal, lo existencial y la historia se funden radicalmente entre los palestinos. Y la única espita también la evocan los versos de Al-Maarri que continuaban los anteriores: “Mas vuestra imagen no falta / de la morada del sueño”.
Tuve por primera vez noticia de Habibi leyendo uno de esos relatos de regreso a Palestina, el del poeta Mahmud Darwish en su autobiografía, En presencia de la ausencia. Habibi había nacido en 1922 y Darwish en 1941; vivían en la misma ciudad y, pese a la diferencia de edad, fueron amigos y militaron juntos en el Rakah, el partido comunista. Tras repetidos encarcelamientos, el poeta se exilió en 1970, prosiguiendo su militancia –ahora en la OLP– y consolidando su obra. Habibi le propone en 1996 una entrevista en la televisión y un permiso de estancia temporal, y le urge a aceptar porque está muy enfermo; Darwish ha cruzado ya la frontera cuando, de madrugada, le comunican la muerte de su amigo. El discurso fúnebre sustituye a la entrevista. Y el retrato que el libro hace del ya ausente, contradictorio y afectuoso, pródigo en los más delgados matices, me orientó hacia Habibi. Periodista, redactor-jefe del periódico comunista, diputado en la Kneset, el parlamento israelí, entre 1952 y 1972, es el único escritor que reunió el premio Al-Quods, entregado por Arafat, con el premio Israel. Radical y defensor de la tolerancia, escindido entre su responsabilidad política y su vocación literaria. Hablar de él, de sus dos libros traducidos pero inencontrables, de otros que leo en francés, de libros por tanto inexistentes aquí, enlaza con el destino de Palestina, con su relato silenciado, reducido a polvo como los 531 pueblos que las excavadoras eliminaron literalmente del mapa en 1948.
Las dos primeras novelas de Habibi –Los extraordinarios hechos que rodearon la desaparición de Saíd, padre de calamidades, el pesoptimista y Pecados– muestran desde el principio un escritor desconcertante, imprevisible. La mezcla, en la primera, de un habla tradicional, salpicada de fórmulas culturales, con la naturalidad del trato con extraterrestres; el monstruoso atasco del tráfico en Haifa, en la segunda, que desata toda clase de teorías estrafalarias –de la invasión alienígena de nuevo al socorrido terrorismo palestino– y acaba provocando un lanzamiento de paracaidistas de élite sobre los coches, despliegan argumentos sostenidos en lo inverosímil, personajes tan extremadamente grotescos que cuesta concebirlos, en una sociedad corrompida por la falsedad del lenguaje, la delación instituida, la desigualdad y el racismo.
Cada posición que va adoptando el lector se tambalea, minada por la corrosiva ironía que todo lo contagia, y por la voz del inclasificable Saíd, el pesoptimista, para quien “toda [su] vida es extraordinaria”, por la genuina razón de que cada vez podría haber sido peor. Su falta de inteligencia, su pobreza de espíritu, su incapacidad para entender situaciones y palabras, lleva a una cadena de errores y malentendidos que zarandea su destino desplazándolo de héroe a criminal, y viceversa, sin posible criterio de juicio. Confidente de la policía israelí por herencia de su padre, agente provocador infiltrado en los sindicatos, no deja de ser chantajeado y maltratado por sus propios amos, y ni en lo uno ni en lo otro –como tampoco en el amor o en la memoria de su propia vida– puede reconocer lo que le sucede. Este punto de vista, desasosegante en extremo, tiene una enorme eficacia para socavarlo todo, y no es vana la referencia a Cándido como origen, con el volteriano ejercicio de la reducción al absurdo y de la irrisión a través del sentido literal de los tópicos religiosos o ideológicos. Se trata, en palabras de Darwish, de “un humor y una sagacidad que ni el más vivo de los cazadores ni la más astuta de las tórtolas juntos” tienen.
Es notable la diferencia entre la primera vez que se lee –con su frenético ritmo de desatino e incredulidad– y las posteriores, cuando el argumento se llena de grietas que muestran la imagen de un país invadido, desposeído de sí mismo, humillado, sometido a la presión policial, privado de su cultura… Los extravagantes motivos de la trama aparecen como único modo de hacer sentir el relato de una vida insoportable. De que se manifiesten por sí todas las formas de la limpieza étnica, los infinitos detalles de una opresión que la historia parece haber eliminado. La “guerra de liberación” de 1948 se llamaría así, propiamente y en realidad, porque liberó al país de sus habitantes.
Aquí nace la corriente subterránea que alimenta la narrativa de Habibi. El monumental atasco de Haifa con el que empieza Pecados, después de ser objeto de una descripción tan patética como hilarante, acaba en un peculiar efecto de centrifugado, con los conductores corriendo y persiguiéndose en todas direcciones, hasta desembocar en el espacio abierto de la memoria. Es como si todos los itinerarios de este estallido condujeran a las laderas del monte Carmelo –tan simbólico que cuesta creer que tenga su lugar en el mapa– y a la adolescencia de quienes las habitaban en tiempos de los árabes. Amores perdidos quedan latentes durante una vida entera, y cuesta saber cuánto hay de sueño o de vigilia en su persistencia. La emoción estalla al final de Pecados, en el borroso recuerdo –la borrosa vida– de los amigos y amigas del barrio, y compone una asfixiante elegía, en plena retracción del acento irónico, en Soraya, hija del ogro, donde cada revuelta del camino, cada manantial o roca costera desde la que pescar, cada bosquecillo de pinos, está saturado de vida ausente. De la política al curso íntimo de los días, la vida es el tiempo que sucede al desastre.
En Habibi, en los grandes escritores, todo – de la sátira a la emoción– está en la escritura, en las opciones formales de la escritura. El trabajo múltiple y flexible de las recurrencias, las constantes digresiones e historias intercaladas, la presencia densa de la tradición árabe, el mito de la caverna en Platón luego leído por Lenin… Es el saber hacer del cervantino moro Cide Hamete Benengeli y de la narración popular: “me doy cuenta de que, en este ‘cuento de hadas’, me muestro como un digno heredero de mi abuela y de sus historias repletas de contradicciones y abiertas a otras historias que se abrían ellas mismas a su vez…” Los arrepentimientos, las constantes interrupciones, la negación de cualquier terreno firme, la equiparación de lo cotidiano y lo inverosímil, pasmoso: esta es la propuesta, la forma que Habibi dispone para su contramoderna novela moderna.
Y clave en ella es la constante ambigüedad en torno al yo y a todos los tú, él, ella que son convocados, superpuestos, escuchados, borrados, reencontrados. El desdoblamiento y la identificación, la doblez y la transparencia, son así un solo gesto, el que crea el tejido continuo de intimidad y distancia que distingue esta voz. Donde se oyen como acorde único el valor y la culpa del superviviente. Donde todo trae el impulso de la vida, y su sonido más intenso, el que se da al borde de la desesperación. Como en los poemas del heterodoxo Al-Maarri, que tan activos siguen en Habibi: “Al marcharse pusieron a este mi corazón / pendiente de la guía de una morosa estrella. / Y tanto ya me dura la noche que pregunto: / ¿será que no encanecen las jóvenes tinieblas?”
Lecturasa
– Abu L-Alá Al-Maarri, Chispa de encendedor. Traducción de Salvador Peña. Madrid, Verbum, 2016.
– Mahmud Darwish, En presencia de la ausencia. Traducción de Luz Gómez García. Valencia, Pre-Textos, 2011.
– Emil Habibi, Los extraordinarios hechos que rodearon la desaparición de Saíd, padre de calamidades, el pesoptimista. Traducción de Leonor Martínez. Barcelona, Muchnik, 1990.
– Pecados. Traducción de María Jesús Carnicero. Madrid, Muchnik, 1993.
– Soraya fille de l’ogre. Traducción al francés de Jean-Patrick Guillaume. París, Gallimard, 1996.
(Texto publicado en Tamtam Press)