Hablar de pintura es, al menos para mí, tan complicado, cual hacer una canción utilizando el álgebra como argumento erótico. Con un esfuerzo sobrehumano podría tal vez comenzarla escribiendo: «Voy a disfrutar, desnudo ante tus dígitos, de ese logaritmo neperiano que nos invade cada noche…». Pero a buen seguro que ningún productor me contrataría. Escribir […]
Hablar de pintura es, al menos para mí, tan complicado, cual hacer una canción utilizando el álgebra como argumento erótico. Con un esfuerzo sobrehumano podría tal vez comenzarla escribiendo: «Voy a disfrutar, desnudo ante tus dígitos, de ese logaritmo neperiano que nos invade cada noche…». Pero a buen seguro que ningún productor me contrataría.
Escribir de pintura es, igualmente, embarazoso en extremo, pero cuando sientes un algo que te empuja a las teclas de la computadora, impelido por la contemplación de una obra pictórica, has de aceptar la gestación y levar anclas. Me explico. Hace un par de días acudí con algunos amigos a la más reciente exposición del artista cubano José Omar Torres (Matanzas, 1953)*, que tuvo lugar en la galería del Museo del Ron de La Habana, bajo el título de Variaciones en sepia, en la que reúne una espléndida muestra de un trabajo elaborado bajo la serena mirada de la convicción, aferrado al prisma diáfano de una incontestable seguridad en las tonalidades, las formas y las dimensiones.
Cuando una serie de obras pictóricas te atraviesan la mirada con la naturalidad e inocencia de un niño, el alma se torna transparente, el corazón quiere salir del pecho a golpes de aldaba, y los colores, certeros y estudiados a fondo, situados a miles de kilómetros de un excesivo cromatismo gratuito, se comprende en su dimensión absoluta la presencia de un poeta del pincel, que se inventa una ciudad donde los balcones y las olas semejan un arco iris original y único.
¿Cómo transmitir las sensaciones de tal placidez ante la urbe colgante, sobre un mar donde las sombras de los peces son rodajas difuminadas de un melón clavado en las ventanas? ¿Cómo expresar con palabras el indudable genio de un arquitecto, capaz de dominar el agua hasta hacerla espejo urbanita? ¿Tendré la suerte de hallar las palabras exactas, que posean el color preciso? Supongamos que el amarillo es el mar, el carmelita la tierra, el sepia el paisaje urbano, el negro su contorno, debiendo prescindir de azules, verdes, rojos o añiles. No hablaré pues de campo, ni ropaje, sangre y dolor. Me ciño a las olas invisibles de una urbe desnuda. Pero viva, pujante y húmeda, como la buena poesía.
Las atalayas desde las que José Omar contempla su mundo podrán tener la osadía del heterodoxo, obligada virtud del que quiere avanzar en ese camino de la búsqueda constante, pero te dejan clavado ante la tela, mientras meditas acerca de la posibilidad de asomarte a esas torres desde las que el artista mira la urbe y la funde con el mar.
Pocas veces me he sentido tan erizado (hermoso término cubano para retratar una emoción que va más allá de los ojos), como ante la visión de esos paisajes virados hacia el sepia, anclados en la cámara oscura, como recién salidos de una película magistral de Griffith. El arriba y el abajo no tienen por qué ser ni cielo, ni mar. Arriba están las atalayas, es decir, las Torres y abajo se encuentra el agua, o sea, Omar. Un Omar que se ha lanzado hacia la tierra como nauta sin barco, buscando otros horizontes donde escudriñar el futuro en el océano del asfalto.
Como señala con todo acierto David Mateo, museógrafo y curador de la muestra, estos nuevos trabajos del pintor matancero, «comienzan a infiltrar en las escenas una especie de añoranza, de levedad, que, más que coartar, enriquece las posibilidades interpretativas de las piezas, carga de nuevas sugestividades sus ya reconocidas visiones habaneras». Sin duda alguna, José Omar es una de las realidades más sólidas de la pìntura cubana de los siglos XX y XXI.
CARLOS TENA
*Nota.- Nace el 1º. de febrero de 1953. Es miembro de la Asociación Internacional de Artistas Plásticos y de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba y Director del Taller Experimental de Gráfica de la Habana. Realizó estudios de arte en la Facultad de Artes y Letras de la Habana y estudió la especialidad de grabado en el Instituto Superior de Arte.
Ha obtenido, entre otros, los siguientes premios y reconocimientos: II Premio de Grabado del Salón Nacional de Profesores de Arte. Museo Nacional de Bellas Artes, Ciudad de la Habana, Cuba; Mención en el II Salón Nacional de Grabado, galería Amelia Peláez, Ciudad de la Habana; Primer Premio de Grabado en el. Salón Nacional «13 de Marzo» organizado por la Universidad de la Habana; Medalla 25 Aniversario del Taller Experimental de Gráfica de la Habana; y Mención de Honor en la Bienal de Barranquilla, Colombia. Sus obras forman parte de importantes colecciones de arte México, Colombia, Suecia, Ecuador, Estados Unidos y otros países.