Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
Después de una década de combates, bajas, desplazamientos masivos, violencia persistente, aumento de la tensión sectaria y de la violencia entre chiíes y suníes, atentados suicidas periódicos y gobierno autocrático, parece inevitable hacer una evaluación negativa de la Guerra de Iraq como una acción estratégica de EE.UU., el Reino Unido y unos pocos de sus aliados secundarios, incluido Japón.
No solo el resultado de desestabilización regional -incluyendo un aumento maligno de la influencia diplomática de Irán- sino el coste para su reputación en Medio Oriente asociado a una intervención imprudente, destructiva y fracasada hacen que la Guerra de Iraq sea el peor desastre de la política exterior de EE.UU. desde su derrota en Vietnam en los años setenta.
Una contabilidad geopolítica semejante ni siquiera considera el daño ocasionado a las Naciones Unidas y al derecho internacional debido al uso de fuerza agresivo en flagrante violación de la Carta de la ONU, iniciado sin ninguna autorización legitimadora del Consejo de Seguridad.
La ONU dañó su imagen cuando no reforzó su negativa a autorizar a EE.UU. y su coalición, a pesar de gran presión de EE.UU. para lanzar el ataque. Esta falla posterior al ataque se complicí debido a que la ONU dio su apoyo a la ocupación ilegal dirigida por EE.UU. que tuvo lugar posteriormente.
En otras palabras, la Guerra de Iraq no fue solo un desastre desde la perspectiva de la política exterior estadounidense y británica y la paz y estabilidad en la región de Medio Oriente, sino también un serio revés al derecho internacional, la ONU y el orden mundial.
Después de la Guerra de Vietnam, EE.UU. supuestamente se agobió por lo que los políticos llegaron a llamar «el Síndrome de Vietnam». Se convirtió para Washington en una clave de las inhibiciones psicológicas para involucrarse en intervenciones militares fuera de Occidente debido al supuesto rechazo a ese tipo de empresas imperiales del público y el gobierno estadounidense, especialmente entre los militares, a los que se culpaba ampliamente del el resultado en Vietnam.
‘Síndrome de Vietnam’
Muchos militaristas estadounidenses de la época se quejaron de que el Síndrome de Vietnam fue el resultado combinado de una conspiración contra la guerra organizada por los medios liberales y una reacción a una conscripción impopular que requería que muchos estadounidenses de clase media combatieran en una guerra que carecía de apoyo popular o de una justificación estratégica o legal convincente.
Los féretros de los jóvenes estadounidenses muertos cubiertos por banceras se mostraban en la televisión, lo que llevó a reputados belicistas a sostener de un modo algo ridículo que «la guerra se perdió en las salas de estar de Estados Unidos». El gobierno hizo ajustes: se abolió la conscripción, desde entonces se confió en fuerzas armadas de profesionales voluntarios y se hicieron más esfuerzos para conseguir el apoyo de los medios en las operaciones militares ulteriores.
El Presidente George H.W. Bush dijo al mundo en 1991 inmediatamente después de la Guerra del Golfo para revertir la anexión iraquí de Kuwait que «finalmente nos hemos librado del Síndrome de Vietnam». En efecto, Bush padre estaba diciendo a los grandes estrategas en la Casa Blanca y el Pentágono que el rol del poder militar estadounidenses volvía a estar disponible para su uso en todo el mundo.
Lo que mostró la Guerra del Golfo fue que en un campo de batalla convencional, en el escenario de una guerra en el desierto, la superioridad militar de EE.UU. sería decisiva y podría lograr una victoria rápida con un coste mínimo de vidas estadounidenses. El nuevo entusiasmo militarista creó la base política para recurrir a la Guerra de la OTAN en 1999 para arrebatar Kosovo del control serbio.
Para asegurar la limitación de bajas, se confió en el poder aéreo, que tardó más tiempo de lo esperado, pero que vindicó aún más la afirmación de los planificadores de la guerra de que EE.UU. ahora podría librar y ganar «guerras con cero bajas». De hecho, no hubo muertes de la OTAN en combate en la Guerra de Kosovo.
Los planificadores de guerras estadounidenses más sofisticados comprendieron que no todos los desafíos a los intereses de EE.UU. en todo el mundo podían enfrentarse con el poder aéreo en la ausencia de combate en tierra. La violencia política que involucraba prioridades geopolíticas tomó crecientemente la forma de violencia transnacional (como en los ataques del 11-S) o se situó dentro de las fronteras de Estados territoriales e involucró la intervención militar occidental destinada a aplastar fuerzas sociales de resistencia nacional.
La presidencia de Bush confundió gravemente esta nueva seguridad propia sobre la conducta de la guerra internacional en el campo de batalla y su antigua némesis de los días de guerra de contrainsurgencia de la Guerra de Vietnam, también conocida como guerra de baja intensidad o asimétrica.
David Petraeus ascendió en las filas de los militares estadounidenses reformulando la guerra de contrainsurgencia en un formato post Vietnam basándose en un enfoque desarrollado por el destacado experto de la guerra de guerrillas David Galula. Éste afirmaba que en la Guerra de Vietnam el error fatal se debió a la suposición de que una guerra de ese tipo estaría determinada en un 80% por batallas en las selvas y arrozales y el 20% restante se dedicaría a la captura de los «corazones y las mentes» de la población indígena.
Galula argumentó que las guerras de contrainsurgencia solo se podrían ganar si se invertía esa fórmula. Eso significaba que un 80% de las futuras intervenciones militares de EE.UU. se dedicaría a los aspectos no militares de bienestar social: restaurar la electricidad, suministrar protección policial para la actividad normal, construir escuelas y dotarlas de personal, mejorar el saneamiento y el servicio de basura y suministrar atención sanitaria y empleos.
Afganistán, y luego Iraq, se convirtieron en los campos de ensayo de esas lecciones de ‘construcción de la nación’ de Vietnam, solo para revelar a través de sus prolongados, destructivos y costosos fracasos que se habían aprendido las lecciones equivocadas.
Estos conflictos eran guerras de resistencia nacional, una continuación de las luchas de independencia contra la dominación colonial centrada en Occidente. Sin que importara si la matanza era complementada por programas sociales y económicos sofisticados, todavía involucraban un desafío pronunciado y letal por intereses extranjeros a los derechos de autodeterminación que incluía la muerte de mujeres y niños iraquíes y la violación de sus derechos más básicos mediante la mecánica, inevitablemente dura, de la ocupación extranjera.
También resultó imposible separar el 80% planificado del 20% ya que la hostilidad del pueblo iraquí contra sus supuestos libertadores estadounidenses se demostraba una y otra vez, especialmente ya que muchos iraquíes que colaboraron con los ocupantes resultaron corruptos y brutales, provocando la sospecha popular e intensificando la polarización interior.
El «error fatal» cometido por Petraeus, Galula y todos los propugnadores de la contrainsurgencia que han seguido ese camino, es que no han reconocido que la resistencia popular se moviliza cuando los militares estadounidenses y sus aliados atacan y ocupan un país no occidental -especialmente en el mundo islámico- y comienzan a dividir, matar y controlar a sus habitantes,
Es precisamente lo que ocurrió en Iraq, y los atentados suicidas hasta la fecha sugieren que los terribles modelos de violencia no se han detenido ni siquiera con el final del papel directo de EE.UU. en los combates.
EE.UU. fue culpable de una mala interpretación fundamental de la Guerra de Iraq, evidenciada ante el mundo, cuando George W. Bush declaró teatral y prematuramente el 1 de mayo de 2003 la victoria desde la cubierta del portaaviones estadounidense USS Abraham Lincoln, con el tristemente célebre letrero que proclamaba «misión cumplida» claramente visible detrás del podio mientras el sol se ponía sobre el océano Pacífico.
Bush celebró ese malentendido al suponer que la fase de ataque había sido toda la guerra, olvidando la más difícil y prolongada fase de la ocupación. La verdadera Guerra de Iraq, en lugar de terminar, estaba a punto de comenzar, es decir, la violenta lucha interna por el futuro político del país, dificultada y prolongada por la presencia militar de EE.UU. y sus aliados.
Esta secuela de contrainsurgencia de la ocupación no se decidiría en el tipo de campo de batalla en el cual se enfrentan contingentes militares ordenados, sino más bien a través de una guerra de desgaste librada por fuerzas interiores iraquíes que atacaban por sorpresa, apoyadas por voluntarios extranjeros opuestos a las tácticas de Washington. Una guerra semejante tiene un comienzo tenebroso y un fin incierto, y es, como en Iraq, como resultó ser antes en Vietnam, un cenagal para las potencias intervencionistas.
Crimen contra la paz
Cada vez hay más razones para creer que el actual dirigente iraquí, Maliki, se parece más al estilo autoritario de Sadam Hussein que al supuesto régimen liberal constitucional que EE.UU. pretendía establecer antes de partir y que el país se orienta hacia una lucha continua, incluso a una desastrosa guerra civil.
La guerra de Iraq fue una guerra de agresión desde el comienzo ya que, sin mediar provocación, se utilizó la fuerza armada contra una Estado soberano en una situación que no era defensica. Los Tribunales de Crímenes de Guerra de Núremberg y Tokio declararón después de la Segunda Guerra Mundial que una guerra de agresión semejante constituye un «crimen contra la paz» y procesó y castigó como criminales de guerra a los dirigentes políticos y militares supervivientes de Alemania y Japón.
Podemos preguntar por qué George W Bush y Tony Blair no han sido investigados, acusados y procesados por su participación en la planificación y realización de la Guerra de Iraq. Como nos enseñó hace tiempo el cantante de folk Bob Dylan, la respuesta está «En el viento», o en lenguaje más directo, los motivos de una impunidad semejante concedida a los dirigentes estadounidenses y británicos es un obsceno despliegue de geopolítica, sus países no fueron derrotados y ocupados, sus gobiernos nunca se rindieron, y semejantes fallas (o éxitos) estratégicos están exentos del escrutinio legal.
Estos son los dobles raseros que hacen que la justicia penal internacional tenga más que ver con la política del poder que con la justicia global.
También existe la cuestión de la complicidad de países que apoyaron la guerra con despliegues de tropas, como Japón, que envió 1.000 miembros de sus unidades de autodefensa a Iraq en julio de 2003, para ayudar en actividades de no combate de la ocupación. Ese tipo de acción constituye una violación evidente del derecho y la moralidad internacional.
También es inconsecuente con el Artículo 9 de la Constitución japonesa. Se combinó con el apoyo diplomático de Tokio, de principio a fin, a la Guerra de Iraq dirigida por EE.UU. y el Reino Unido. ¿No debería producir alguna consecuencia adversa semejante historial de participación?
Parece que por lo menos Japón debería revisar la idoneidad de su participación cómplice en una guerra de agresión y en qué medida eso disminuye la credibilidad de cualquier pretensión japonesa de respaldar las responsabilidades de la calidad de miembro en la ONU. Por lo menos da al pueblo japones la oportunidad de una introspección nacional para pensar en qué tipo de orden mundial logrará mejor la paz, la estabilidad y dla ignidad humana.
¿Hay lecciones que aprender de la Guerra de Iraq? Creo que existen. La lección abrumadora es que en este período histórico de intervenciones de Occidente fuera de su ámbito, especialmente cuando no las autoriza el Consejo de Seguridad de la ONU, pocas veces logran sus objetivos declarados.
De un modo más amplio, la guerra de contrainsurgencia que involucre un enfrentamiento fundamental entre fuerzas invasoras y ocupantes occidentales y un movimiento nacional de resistencia no se decidirá sobre la base de pura superioridad militar. Sino más bien por la dinámica de la autodeterminación asociada con la parte que tenga las credenciales nacionalistas más verosímiles, que incluyen la voluntad de persistir en la lucha por mucho que dure,y la capacidad de capturar la razón moral más elevada en la continua lucha por el apoyo público interior e internacional.
Solo podremos tener alguna esperanza de que se estén aprendiendo las lecciones correctas de la Guerra de Iraq cuando presenciemos el desmantelamiento de muchas de las más de 700 bases militares en el extranjero repartidas por el mundo reconocidas por EE.UU. y veamos el fin alde las repetidas intervenciones militares de EE.UU. en todo el mundo.
Hasta entonces habrá más intentos por parte del gobierno de EE.UU. de corregir los errores tácticos que afirma que explican los fracasos del pasado en Iraq (y Afganistán), e indudablemente se propondrán nuevas intervenciones en los próximos años, llevando probablemente a costosos nuevos fracasos y a nuevas controversias de «¿por qué?» combatimos y por qué perdimos.
Es poco probable que los dirigentes de EE.UU. reconozcan que el error más básico es el propio militarismo, por lo menos hasta que sea cuestionado por fuertes fuerzas políticas antimilitaristas que actualmente no existen en la escena política.
* Richard Falk es Profesor Emérito de Derecho Internacional en la Universidad de Princeton y Distinguido Profesor Visitante de Estudios Globales e Internacionales en la Universidad de California, Santa Bárbara. Es autor y editor de numerosas publicaciones a lo largo de cinco décadas, y recientemente editor de «El Derecho Internacional y el Tercer Mundo: reformulando la Justicia» (Routledge, 2008).
Fuente: http://www.aljazeera.com/indepth/opinion/2013/03/2013361029140182.html
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