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Relato de un testigo acerca del horror y las mentiras en la ciudad iraquí tras la ofensiva de EEUU

Lo que no se ha contado de Faluya

Fuentes: The Guardian/El Mundo

El 8 de noviembre, el Ejército de Estados Unidos desencadenó sobre la ciudad iraquí de Faluya, considerada una de las plazas fuertes de los combatientes rebeldes, el más importante de los ataques que haya lanzado hasta la fecha. EEUU informó de que el asalto había supuesto un enorme éxito, con la muerte de 1.200 insurgentes.La mayor parte de los 300.000 habitantes de la ciudad, mientras tanto, huyó para salvar la vida. ¿Qué es lo que ocurrió realmente en el asedio de Faluya? En una investigación conjunta para el diario The Guardian y el programa de televisión informativo Channel 4 News, el doctor iraquí Ali Fadhil ha recopilado las primeras informaciones independientes que han salido de esta ciudad en ruinas, en la que el médico ha encontrado decenas de cadáveres sin enterrar, perros rabiosos y una población peligrosamente amargada. Lo que sigue es un extracto del documental

Todo empezó en mi casa de Bagdad. Metí en la maleta mi equipo, la cámara y el trípode. Mi amigo Tariq me recomendó que no nos lo lleváramos. «Los combatientes», dijo, «podrían registrar el coche y pensar que somos espías». Tariq estaba aterrorizado con nuestro viaje, y eso que él es de Faluya y que teníamos permiso de uno de los grupos de combatientes para entrar en la ciudad bajo su protección. Sin embargo, Tariq se hace cargo mejor que nadie de que los combatientes ya no son sólo un único grupo.

Eran las nueve de la mañana cuando cruzamos la puerta principal de salida de Bagdad hacia el sur, con cuidado de acercarnos lo menos posible a las caravanas de vehículos de los norteamericanos.La salida sur es todos los días escenario de ataques de los insurgentes contra los norteamericanos, bien mediante coches bomba o mediante emboscadas con granadas propulsadas por cohetes.

Tardamos exactamente 20 minutos en llegar desde Bagdad a la zona conocida como el triángulo de la muerte, esa zona en la que se apoderaron del contratista británico Kenneth Bigley, a quien mantuvieron secuestrado y finalmente decapitaron en la ciudad de Latifiya. Se supone que es una zona bajo dominio del Ejército norteamericano, pero los insurrectos han montado aquí puestos de control. A medida que la carretera iba avanzando por terrenos más rurales y más aislados me iba poniendo más nervioso porque, en cualquier momento, nos pararan salteadores de caminos y nos robaran el caro equipo que llevábamos. En un puesto de control, se acercó a la ventanilla del coche un encapuchado; llevaba al hombro un viejo fusil AK-47 y quería que le diéramos un donativo para la yihad (guerra santa). En total, los individuos eran seis, todos encapuchados. Tanto el conductor como Tariq le dieron un donativo; yo tenía miedo de que se pusiera a registrar el coche y de que encontrara la cámara, así que le enseñé mi documento iraquí que me acredita como médico, con la esperanza de que se conformara con eso. Pidió perdón y nos rogó que le disculpáramos.

A partir de entonces, no teníamos ya nada más por delante, salvo el cielo y el desierto. Era la una y media de la tarde, un mal momento para circular por esta carretera; nos habían comentado que los bandoleros eran particularmente activos a estas horas del día. Tariq señaló a cuatro hombres jóvenes vestidos de rojo, que habían dejado aparcadas dos motocicletas en la cuneta de la carretera. Estaban colocando un pequeño artefacto explosivo, de fabricación casera, hecho con una lata de aceite de cocina, destinado al primer convoy norteamericano que saliera de su base en las afueras de Faluya.

Dieron las tres y media de la tarde poco antes de que llegáramos a Habaniya, a orillas de un lago que se alimenta de las aguas del Eúfrates, un centro turístico que en tiempos estaba bajo el control de Uday, el hijo mayor de Sadam. Este era el destino al que venían de vacaciones los faluyanos, que solían ser gente de buena posición económica porque proporcionaban un número considerable de militares de alta graduación al Ejército de Sadam.

Ahora hacía muchísimo frío en aquel lugar, que estaba repleto de refugiados. Todas las casas de vacaciones estaban abarrotadas de gente, con casos de dos familias por habitación. La primera familia con la que nos cruzamos llevaba allí desde un mes antes de que empezara el asalto [a Faluya]. Se nos acercó un hombre que se llamaba Abu Rabe’e. Tenía 59 años y era constructor; dijo que quería lanzar un mensaje a nuestra cámara. «No queremos esta clase de democracia ni estos ataques a ciudades y a la población con aviones, con carros de combate y con humvees», dijo. El era también uno de los que había huido de Faluya junto con su familia.Estaban todos viviendo en un antiguo garaje de reparación de automóviles de Habaniya.

La mayor parte de las personas con las que hablamos en Habaniya eran pobres y analfabetos y habían huido de Faluya ante el esperado asalto de los estadounidenses. Algunos se alojaban en tiendas de campaña; otros compartían las antiguas suites nupciales a las que venían las parejas de recién casados cuando esto era un centro de vacaciones. Se peleaban entre ellos por convencerme de que grabara las condiciones en las que estaban viviendo.

Todavía seguía en pie el parque de atracciones de Habaniya, pero no había nada que funcionara. En medio de la pista de coches de choque, una señora mayor se había montado una cabaña con ladrillos y vivía en ella con su hijo. Intenté hablar con ella pero me dijo que me marchara de allí. En Habaniya no disponían de gas para cocinar, por lo que los refugiados faluyanos talaban árboles para darse calor y guisar la comida. Fue entonces cuando se presentó alguien que dijo que había llegado a oídos de los miembros de la resistencia que nosotros estábamos haciendo preguntas. Decidimos dejar la cámara a buen recaudo y marcharnos a una aldea más acogedora que conocía nuestro conductor. También estaba a rebosar de refugiados procedentes de Faluya.

Nos recibió un hombre de 50 años de edad, comandante de la Guardia Republicana iraquí en el antiguo régimen. En un apartamento había apretujadas cuatro familias, todas ellas ricas en otros tiempos.Al igual que tantos otros, el comandante había sido licenciado después de la liberación, cuando Estados Unidos disolvió el Ejército y la policía. Ahora estaba sin trabajo, su casa de Faluya estaba destruida y él no era más que un refugiado con cinco hijos y una mujer, no muy lejos de la ciudad en la que antes pasaba sus vacaciones. Echaba pestes de los norteamericanos, pero también de los rebeldes iraquíes, a los que acusaba, junto a los clérigos de la mezquita, de ser los causantes de la destrucción de Faluya.

«Los muyahidin y los clérigos son responsables de la destrucción que ha asolado nuestra ciudad; nadie se lo va a perdonar», afirmaba con amargura.

«¿Por qué les echa la culpa a ellos? ¿Por qué no echa la culpa a los norteamericanos y a Alaui?», le preguntó Omar, el propietario del apartamento.

«A los muyahidin les dijimos que nos dejaran en paz a los faluyanos normales y corrientes», comenta Ali, otro refugiado «pero esos malditos hijos de puta, los jeques y los clérigos, están todo el santo día pintando una especie de cuadro absolutamente enloquecido de paraísos y mártires y de la victoria de los muyahidin. Y claro, como es natural, los chicos se creen hasta la última palabra que pronuncian esos clérigos. Son jóvenes, y unos ingenuos, y se olvidan de que ésta es una guerra contra el poderío de la maquinaria del Ejército norteamericano. Así es como hacen que mueran todos estos chicos y que nuestras ciudades salten por los aires como si se las llevara el viento».

Se me ha ocurrido preguntarle al curtido veterano de la Guardia Republicana las razones por las que habían permitido que estos jóvenes muyahidin se hicieran con las riendas de la ciudad, pero la verdad es que no ha hecho falta que se lo preguntara. Recuerdo haber estado en Faluya precisamente antes de que empezaran los combates y de haber visto cómo una multitud se congregaba alrededor de un saco del que manaba sangre. En el saco había prendido un folio de papel blanco en el que se leía: «Aquí está el cadáver de un traidor. Ha confesado que había trabajado como observador para la aviación norteamericana y que le pagaban 100 dólares al día».

Mientras estábamos allí, de pie, mirando el saco, me enteré de que en cualquier tienda de discos compactos de Faluya se podía comprar un CD en el que aparecía el hombre del saco confesándolo todo antes de que lo decapitaran. Esos eran los tipos que ahora controlaban Faluya y no los viejos comandantes del Ejército de Sadam.

24 de diciembre

Por la mañana, desanduvimos el camino hacia Faluya y nos enteramos de que había colas de gente a la espera de que se les permitiera volver a entrar en la ciudad. El Gobierno había anunciado que la población de determinados barrios podía empezar a regresar a sus hogares; también había prometido que habría indemnizaciones.Alrededor del mediodía nos habíamos acercado a menos de dos kilómetros de la ciudad y comprobamos que se habían formado cuatro colas cerca de la base de los norteamericanos. Eran casi todos hombres, que estaban a la espera de que los militares de EEUU les facilitaran un documento de identidad para permitirles volver a sus casas.

Aquellos hombres estaban muy enfadados. «Esto es una humillación.No voy a decir más. Estos documentos de identidad no sirven más que para obligarnos a los faluyanos a doblar la cerviz en señal de deshonra», protestaba uno de ellos.

Estuve con el comandante Paul Hackett, un oficial de la Infantería de Marina, destinado como enlace en la base de Faluya. Me aseguró que las Fuerzas Armadas de Estados Unidos no pretendía humillar a nadie, en absoluto, pero que los documentos de identidad eran necesarios por razones de seguridad. «Lo que quiero decir es que, por lo que yo entiendo, al final van a poder colgar este documento de identidad en una pared y conservarlo como recuerdo», comentó.

Tomaron huellas dactilares de todos mis dedos, me sacaron dos fotografías de la cara, de perfil, y por último me fotografiaron el iris. A partir de aquel momento ya cumplía todos los requisitos para entrar en Faluya, exactamente igual que cualquier otro faluyano.

25 de diciembre

Alrededor de las ocho de la mañana, Tariq y yo íbamos en coche hacia Faluya. No nos creíamos que de verdad pudiéramos entrar en la ciudad.

En el puesto de control, los soldados norteamericanos estaban nerviosos. La vía de acceso al puesto de control estaba formada por cantos rodados, por lo que teníamos que circular muy lentamente.Los soldados emplearon 20 minutos en registrar mi coche y, a continuación, nos cachearon a Tariq y a mí. Me entregaron una cinta de color amarillo que tenía que colocar en el parabrisas del coche para indicar que había pasado el registro y que era titular de un contrato. Si no exhibía esta cinta amarilla, cualquier soldado norteamericano podía disparar contra mí por ser un vehículo del enemigo.

Hacia las 10 de la mañana entramos en la ciudad. Estaba completamente destruida y no había más que ruinas por todas partes. Parecía una ciudad fantasma. Faluya era una ciudad moderna; ahora no quedaba nada de ella. Dedicamos el día a andar por entre los escombros de lo que había sido el centro de la ciudad; no vi ni un solo edificio que estuviera en condiciones de uso.

Los norteamericanos habían tendido en las calles cintas blancas para impedir el paso a todos aquellos que merodearan por zonas en las que todavía no estaba permitido entrar. Me acordé del mercado que había antes de la guerra, cuando no se podía dar un paso por él por culpa de la muchedumbre que lo abarrotaba.Ahora todas las tiendas estaban marcadas con una cruz, lo que significaba que habían sido registradas por los soldados norteamericanos y no ofrecían peligro. Los cadáveres, sin embargo, algunos de paisanos y otros de insurrectos, se estaban pudriendo todavía dentro del edificio.

En esta zona había perros muertos por todas partes, tirados en medio de las calles. A Bagdad habían llegado noticias de que había rabia en Faluya, pero yo necesitaba encontrar un médico.

Los faluyanos son muy recelosos con los forasteros, de modo que me pareció sorprendente que Nihida Kadhim, un ama de casa, me invitara por señas a entrar en su vivienda. Ella acababa de llegar de regreso a la ciudad para comprobar el estado de su casa; el Gobierno había anunciado tres días antes a la población que todo el mundo tenía que empezar a volver a sus hogares. Me hizo pasar al cuarto de estar. Señaló con el dedo a un espejo en el que, con su barra de labios, habían escrito una pintada. La mujer no sabía inglés. Lo escrito decía «¡Al carajo Irak y todos los iraquíes!». «Es un insulto, ¿no?», me preguntó.

Me fui de allí y eché a andar hacia el cementerio. Volví a ver otra vez perros muertos. Un amigo mío de Bagdad, el doctor Marwan Elawi, me había comentado que en el Hospital de Enfermedades Infecciosas de Bagdad se registraba un caso de rabia a la semana.El problema era que otros perros se estaban comiendo los cadáveres y propagando la enfermedad.

En mi camino hacia al cementerio, noté el olor a muerte que salía de una casa. La puerta estaba abierta y lo primero que vi fue un automóvil blanco aparcado en el camino de entrada y, encima del techo del coche, un lanzacohetes para RPG.

Entré en la casa y el ruido que provocaba la lluvia sobre el tejado y la oscuridad del interior hicieron que me entrara mucho miedo.

La puerta estaba abierta, todas las ventanas estaban rotas y había un reguero de impactos de bala que recorría desde la entrada hasta un cuarto de baño, como si los disparos hubieran tratado de cazar algo o a alguien. El cuarto de baño daba paso a un dormitorio y, cuando entre en él, vi el cuerpo sin vida de un combatiente.Había perdido una pierna, le faltaba una mano y no quedaba intacto ni uno solo de todos los muebles de la casa. Cuando salí de allí vi un osito de peluche en el suelo, bajo la lluvia, y una mina explosiva de color verde.

Algunos de los combates más encarnizados tuvieron lugar aquí, en el centro de la ciudad, pero no se veía ni rastro de los entre 1.200 y 1.600 combatientes que los norteamericanos decían haber matado. Me habían dicho que en la ciudad, sin precisar dónde, había un cementerio especial para los combatientes, aunque la población aseguraba que la mayor parte de los cuerpos la habían retirado de la ciudad al término de la primera semana de enfrentamientos.Era preciso que encontrara a algún rebelde para que me contara la auténtica historia de lo que había ocurrido en la ciudad.Los norteamericanos habían anunciado que se había tratado de una gran victoria militar, pero yo no alcanzaba a comprender dónde habían enterrado a todos los combatientes muertos.

Después de haber visto aquel cadáver ya no me sentía nada a gusto con la idea de dormir en Faluya. Aquel lugar estaba desierto y contaminado por la muerte y por toda clase de armas. Imagínense dormir en un lugar en el que en cualquiera de las casas que lo rodean puede haber uno, dos o tres cadáveres. Quería salir de allí.

26 de diciembre

Volví por la mañana a ver si encontraba el cementerio y a buscar pruebas de los combatientes que habían perdido la vida. Eran alrededor de las cuatro de la tarde cuando llegué al cementerio de los mártires; no había podido llegar antes porque todo el mundo me abordaba, quería enseñarme sus casas destruidas y me preguntaba las razones por las que los periodistas no venían a Faluya y no mostraban al mundo lo que habían hecho los norteamericanos.También dejaban traslucir su cólera contra el primer ministro Iyad Alaui, por haber enviado a la Guardia Nacional, integrada principalmente por chiíes, a colaborar con los norteamericanos.

A la entrada del cementerio de los combatientes había un cartel en el que se leía: «Este cementerio es un tributo del pueblo de Faluya a los heroicos mártires de la batalla contra los norteamericanos y a los mártires de las operaciones yihadíes contra los norteamericanos, conforme a lo dispuesto y aprobado por el consejo de la Azora de los muyahidin en Faluya».

Cuando estaba entrando en el cementerio, trajeron los cadáveres de dos hombres jóvenes. Los rostros estaban putrefactos. El conductor de la ambulancia cogió los huesos de una mano; la piel, putrefacta, se había caído. «¡Dios es el más grande!» exclamó, «¿Qué tiempos son éstos que nos ha tocado vivir, que tenemos que recoger los huesos y las manos de nuestros hermanos?».

Empezó entonces a despotricar contra los miembros de la Guardia Nacional, a los que dedicaba insultos peores incluso que a los norteamericanos. «¡Esos hijos de puta, esos hijos de mala madre!».Fue a miembros de la Guardia Nacional a los que emplearon los norteamericanos para registrar las casas; para los faluyanos, los guardias nacionales pasaron a ser unos sicarios embrutecidos.En su inmensa mayoría, los voluntarios de la Guardia Nacional son chiíes pobres del sur. Son hombres que no encuentran empleo, lo suficientemente desesperados como para apuntarse a un trabajo que los convierte en objetivo de asesinato. «Los renegados nacionales», les llaman.

Conté las tumbas: había 74. Con los dos jóvenes más, sumaban 76. Los nombres de las lápidas estaban escritos con tiza y algunos se habían borrado. En una de las lápidas se leía: «Aquí descansa un heroico mártir tunecino que ha muerto», pero no vi ninguna otra prueba de los centenares de combatientes extranjeros que los estadounidenses habían afirmado que utilizaban Faluya como su cuartel general. Me hablaron de que había algunos yemeníes y saudíes, algunos voluntarios de Túnez y de Egipto, pero los combatientes eran faluyanos en su mayor parte. Los militares norteamericanos dicen que tienen centenares de cadáveres congelados en una fábrica de patatas fritas a cinco kilómetros al sur de la ciudad, pero nadie ha obtenido autorización para ir allí en los últimos dos meses, ni siquiera la Media Luna Roja.

Salman Hashim lloraba junto a la tumba de su hijo, que había sido uno de los combatientes de Faluya.

«Tenía 18 años. Quería empezar la carrera de médico o la de ingeniero cuando terminara este curso; era el último año que pasaba en el instituto», explicó. La madre del muchacho lloraba a los pies de esa misma tumba y recordaba a su hijo muerto, que se llamaba Ahmed. «La culpa la tiene Iyad Alaui» clamaba. «Si pudiera, le cortaría el cuello en pedazos». A continuación se volvió hacia el túmulo de tierra que cubría el cuerpo de su hijo: «Ya te decía yo que esos combatientes querían que te mataran». El padre del chico la conminó a estar callada en presencia de la cámara.

En la siguiente tumba estaba escrito un nombre femenino, el de una mujer llamada Harbiyah. Se había negado a marcharse de la ciudad, junto con su familia, a los campamentos de refugiados.Un pariente suyo estaba de pie junto a la tumba. Según dijo, él mismo la había encontrado muerta en su cama, con al menos 20 agujeros de bala en su cuerpo.

Vi otros cadáveres en estado de putrefacción que no tenían el aspecto de haber sido combatientes. En una de las casas del mercado había cuatro cuerpos dentro de la habitación de invitados. Uno de los cuerpos presentaba el pecho y el estómago abiertos en canal, como si los perros se lo hubieran estado comiendo. Le habían arrancado las manos a la altura de las muñecas y le faltaban carne de un brazo y partes de las piernas.

Traté de imaginar quiénes podrían ser estos hombres. Estaba claro cuáles eran las casas en las que había habido combatientes: eran las que estaban completamente arrasadas. En esta casa, sin embargo, no se veían impactos de bala por las paredes, tan sólo aquellos cuatros muertos en el suelo, hechos un ovillo los unos junto a los otros, y agujeros de bala en las redes mosquiteras que cubrían las ventanas. Me dio una impresión como de que estuvieran dormidos y les hubieran disparado a través de las ventanas. Eran los típicos jóvenes de la familia a los que por lo común se les encarga la misión de que se queden allí para vigilar la casa.Esa es la tradición en Irak: nunca dejamos vacía una casa. Aquellos cuatro hombres se habían echado a dormir conforme a la costumbre que tenemos de dormir cuando hay huéspedes, cuando extendemos nuestra mejor alfombra en la habitación de invitados y los hombres se acuestan los unos junto a los otros.

«Es la casa de Abu Faris. Creo que el cuerpo del más gordo es el de su hijo, Faris», comentó Abu Salah, cuya tienda de patatas fritas también quedó destruida en el bombardeo.

Durante el resto del día todo el mundo me siguió insistiendo en que les acompañara a ver sus casas. Una vez más, me preguntaban dónde se habían metido todos los periodistas. ¿Por qué no venían a contar lo que había ocurrido en Faluya? El caso es que, después de haber trabajado durante 18 meses con periodistas, yo me había dado cuenta de que para ellos era excesivamente peligroso venir a esta ciudad, que los consideraban espías y que podían terminar dentro de un saco. Como yo era allí la única persona provista de una cámara, todos querían enseñarme lo que había ocurrido con su casa. Tardé horas.

27 de diciembre

A eso de las nueve de la mañana me levanté en mi casa de Bagdad.Ya había tenido bastante de Faluya, aunque todavía me duraba la sensación de que no había llegado a comprender lo ocurrido allí. La ciudad estaba completamente destruida pero, ¿dónde estaban los cadáveres de los combatientes muertos por los estadounidenses?

Quise preguntar al doctor Adnan Chaichan sobre los heridos. Lo encontré al mediodía en el hospital central de Faluya. Me informó de que, al desencadenarse el ataque, a todos los médicos y al resto del personal sanitario los mantuvieron encerrados en el hospital sin siquiera dejarles salir para curar a nadie. La Guardia Nacional Iraquí, de acuerdo con las órdenes recibidas de los norteamericanos, le había tenido atado, tanto a el como a todos los demás médicos, en el interior del hospital. Los yanquis habían rodeado el hospital mientras la Guardia Nacional había confiscado todos los teléfonos móviles y los celulares. Parecía que Chaichan estaba más enfadado con los miembros de la Guardia Nacional que con nadie más.

Chaichan añadió que en el interior de la ciudad sí que funcionaban las líneas de teléfono, así que al hospital llegaban llamadas de heridos en demanda de ayuda y él intentó impartir por teléfono instrucciones a los centros sanitarios y a las mezquitas de la localidad sobre la forma de tratar las heridas. Sin embargo, nadie pudo acceder al hospital central, donde estaba todo el material sanitario, y la gente se desangraba hasta morir por toda la ciudad.

Estaba ya a punto de hacerse de noche cuando abandoné Faluya con mi coche de vuelta a Bagdad, con la sensación de que apenas si había levantado una primera capa superficial de lo que en realidad había ocurrido allí. Sin embargo, está claro que al destruir de forma total y absoluta esta ciudad suní, con la colaboración de una Guardia Nacional principalmente integrada por chiíes, el Ejército de los Estados Unidos ha aventado las semillas de una guerra civil que se avecina sin remedio. Si se celebran elecciones ahora y triunfan los chiíes, la guerra es inevitable. Todas las personas con las que he hablado no tenían ninguna intención de votar. Nadie de los que me he encontrado en estos cinco días tenía en su poder una papeleta electoral.

Una semana después de que yo llegara a Londres para realizar la película del programa Channel 4 News, llegó por la mensajería Federal Express la cinta de la última entrevista. Se trataba de la entrevista con Alzaim Abu, que había sido el jefe de los combatientes en el barrio de Shuhada, en Faluya, y que se había enfrentado a los norteamericanos en los primeros combates habidos en el centro de la ciudad. Habíamos empleado cerca de tres semanas en nuestro intento de dar con él. Posteriormente, en la misma noche en que yo salía para Londres, Tariq recibió una llamada de este hombre, en la que le anunció que estaba dispuesto a hablar.

De la entrevista sobraba un montón de paja; un montón de bravuconadas acerca de todos los norteamericanos que habían matado ellos, de que nunca se iban a rendir y de cómo se iba a producir la victoria final de los faluyanos. Reconocía que en la ciudad había habido unos pocos combatientes extranjeros, pero ninguno de ellos en las unidades que él mandaba; en su inmensa mayoría, todos los combatientes habían sido faluyanos.

Sin embargo, había algo que destacaba sobre todo lo demás y que explicaba la razón de que el cementerio estuviera vacío y de que no se encontraran los cadáveres. Afirmaba Abu que la gran mayoría de los combatientes recibió órdenes de abandonar la ciudad el 17 de noviembre, nueve días después de que comenzara el asalto.»La retirada de los combatientes se llevó a cabo en cumplimiento de una orden de nuestra jefatura suprema. No nos fuimos porque no quisiéramos combatir. Necesitábamos reagruparnos; fue un movimiento táctico. Los combatientes decidieron volverse a desplegar en Amiriya y algunos marcharon sobre Abu Ghraib», destacó

Los militares estadounidenses han destruido Faluya, pero lo único que han conseguido ha sido desperdigar a los combatientes. Han multiplicado además las posibilidades de que se declare una guerra civil en Irak al utilizar su nueva Guardia Nacional, integrada por chiíes, para eliminar suníes.

En cierta ocasión, cuando un corresponsal extranjero, un irlandés, me preguntó si yo era chií o suní. Le respondí que yo era suchí.Mi padre es suní y mi madre es chií. Siempre me habían importado un pimiento estas cosas. Ahora, después de lo de Faluya, sí que importan.