El día de Navidad, mientras unos estén comiendo el tradicional cardo, otros anden atareados con los langostinos y otros trinchando el capón, se cumplirá el 10º aniversario del mayor desastre naval del Mediterráneo posterior a la Segunda Guerra Mundial. Sólo que Ud. y yo no nos enteramos, o no quisimos enterarnos: convertimos un naufragio en […]
El día de Navidad, mientras unos estén comiendo el tradicional cardo, otros anden atareados con los langostinos y otros trinchando el capón, se cumplirá el 10º aniversario del mayor desastre naval del Mediterráneo posterior a la Segunda Guerra Mundial. Sólo que Ud. y yo no nos enteramos, o no quisimos enterarnos: convertimos un naufragio en un «supuesto» naufragio de una «nave fantasma»: un «presunto siniestro» porque, al fin y al cabo, los desaparecidos no tenían pedigrí: eran sólo carnaza pakistaní, hindú o esrilanquesa.
El caso es que, en la madrugada del 25 de diciembre de 1996, dos naves, la Yiohan y la F-174, entre las cuales unos traficantes habían trasegado unos 300 emigrantes clandestinos, chocaron en el Canal de Sicilia frente a las costas de Portopalo. La F-174, último pasaje antes del desembarco soñado, se hundió y con ella 280 personas. Sobrevivieron los que aún esperaban en la Yiohan. A los supervivientes los desembarcaron en Grecia, donde denunciaron ante la policía el siniestro. El 30 de diciembre tanto las autoridades italianas como las maltesas estaban al corriente del supuesto naufragio.
Las agencias Reuters y Ansa lanzaron la noticia el 4 de enero; el 6 de enero, en el periódico El País, se leía la siguiente noticia: «Interpol investiga un supuesto naufragio en el Mediterráneo con casi 300 muertos». No es verdad que nadie sabía: todo el mundo sabía, pero sólo los familiares de los desaparecidos se pusieron manos a la obra, y en pocos meses, reconstruyeron lo acaecido y suplicaron al gobierno italiano que buscara los restos del naufragio. Sin embargo, convenía dejar en el fondo del mar esos restos… Y amainó la marejada de la «nave fantasma».
Hasta que en 2001 el Mediterráneo encrespó la conciencia de un heroico pescador, Salvo Lupo, que hizo llegar al periodista de La Repubblica Giovanni Maria Bellu un extraño documento de identidad -el de un tamil veinteañero de nombre Anpalagan Ganeshu- aparecido en unos pantalones que habían quedado atrapados en la red barredera de su barco pesquero. No tuvo que investigar mucho Bellu en Portopalo para darse cuenta de que todo el mundo, todos, desde el alcalde al párroco, del carnicero a los carabineros, sabían dónde y cuándo se había producido el naufragio.
En los primeros meses de 1997 sus redes pescaban cadáveres o restos de ellos a menudo. Y los devolvían a la mar, que se los volvía a devolver. Y nadie habló: no querían acabar en las redes de la burocracia. Además, las autoridades se mostraban escurridizas. La diferencia entre izquierda y derecha, dijo Bobbio, es que aquélla incluye, mientras que ésta excluye. Pero no: la masacre de Portopalo demuestra que esos clandestinos, a los ojos de la realpolitik, no pueden ni siquiera ser objeto de inclusión, pues ni existen, ni son, ni nada. Hace bien Bellu en enmarcar esta masacre en el cuadro político internacional italiano del momento: en el gobierno no estaba Berlusconi sino Prodi, y luego D’Alema; era ministro del Interior el actual Presidente de la República italiana; Italia había quedado fuera del tratado de Schengen; Italia debía hacer frente al problema albanés; en Italia había mucho mar de fondo a cuenta de la emigración clandestina…
Esto, mal contado, es lo que cuenta magníficamente Giovanni Maria Bellu en su libro recién reeditado I fantasmi di Portopalo (Mondadori, p. 252, €8,40): una obra importante en estos días de marejadas de cayucos y resacas de patrullas. Todo periodista debería leer este libro para tener claras dos cosas: que el periodismo no puede ser sino investigativo como la medicina ha de ser curativa o la nieve, blanca; y que los periodistas deben asumirse su responsabilidad en cuanto potenciales gurús del nihilismo dominante.
Prepárense: ésta es una historia que nos golpea hígado, ojos y alma contando los pormenores del lucrosísimo tráfico de los nuevos esclavos a nuestro servicio; es un himno a los héroes como Salvo Lupo, como los familiares de los muertos, como los premios Nobel italianos (Dario Fo, Renato Dulbecco, Rita Levi Montalcini, Carlo Rubbia), que hicieron un llamamiento para recuperar la nave, como la senadora Tana de Zulueta, que sigue el caso desde 1997, como el periodista Dino Frisullo comprometido en la defensa de los desheredados, como todos aquellos que sólo cuentan, como dice el rapero Frank T., con «la palabra, la palabra, la palabra como arma». Esta es una historia que revela el alto grado desontologizador de esta vampírica sociedad, sin sombra ni reflejos espectrales; es una historia que enseña cómo la Naturaleza -la Mar, el Viento, la Montaña- recuerdan y nos impiden olvidar, exactamente igual que las mutaciones genéticas de Hiroshima y Nagasaki o Bagdad, que, por más que quieran ser olvidadas, vuelven, como las mareas, como las lunas, como las olas.
Seguro que Benedicto XVI en su mensaje «Urbi et orbi» de la Navidad venidera olvida el aniversario de los muertos de Portopalo. Para muchos, los emigrantes, vivos o muertos, qué más da, son fantasmas; «atunes» dicen que los llamaban en Portopalo. Para quienes quieran saber, y quieran llorar, y quieran asumirse su miseria moral para reaccionar y obrar en consecuencia, estos mártires de este horrible mundo, servirán de acicate. Sobre todo uno, Anpalagan Ganeshu, que aun muerto, gracias a Bellu, ha revivido.
Gorka Larrabeiti es miembro de los colectivos de Rebelión y Tlaxcala.