Traducido para Rebelión por Loles Oliván
Aplastado entre un basurero y el lecho de un río seco, Al Zuhur no tiene agua potable ni electricidad y los gitanos que viven aquí están en los márgenes del nuevo y ultra-conservador Iraq.
En los callejones malolientes bordeados por chozas de ladrillo sin ventanas ni puertas, los hombres vagan sin trabajo, una niña juega y las mujeres regresan un día más de pedir limosna en Diwaniya, a 180 kilómetros al sur de Bagdad.
En la distancia, el humo de la quema de basura ennegrece el cielo y cuando cambia el viento el olor nauseabundo es abrumador. Antes de 2003, bajo el régimen del partido Baath de Sadam Husein la situación era mucho mejor. El puño de hierro del dictador no pesaba sobre los gitanos o romaníes. Los hombres eran cantantes profesionales o músicos y las mujeres eran invitadas a bailar en las celebraciones, bodas y fiestas de Iraq, después de haber emigrado a Oriente Próximo desde la India hace siglos.
Con el auge de los islamistas radicales en 2004, sin embargo, han sido marginados, atacados y robados por el ejército del Mahdi, una milicia leal al clérigo radical y antiestadounidense Moqtada al-Sadr, que considera a los gitanos como moralmente repugnantes. Hoy, con el país devastado por la guerra y dirigido principalmente por líderes religiosos a diferencia de la sociedad mayoritariamente laica que existía bajo Sadam, la comunidad gitana se siente condenada al ostracismo. A pesar de ser musulmanes, la «Kawliya» -como se conoce a esta comunidad en Iraq- son vistos como parias. «Vivimos peor que los perros», dice Ragnab Hannumi Allawi, un aldeano, con una sombría mirada penetrante, rodeado por un grupo de mujeres y sentado sobre una alfombra polvorienta.
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