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Reflexiones sobre la película Metrópolis

Los Intoxicados

Fuentes: Diagonal

«¿Adonde llevaban estas escaleras? Las puertas se abrían rebotando contra los muros. ¿Los templos de las salas de las máquinas? Las deidades, las máquinas-dioses de Metrópolis. Todos los grandes dioses vivían en templos blancos. Baal y Moloch, Huitzilopochtli y Durgha. Algunos terriblemente sociables, otros espantosamente solitarios. Aquí, el carro divino de Juggernaut; allí, las Torres del Silencio; allá, la cimitarra de Mahoma; más allá, las cruces del Gólgota. Y ni un alma, ni un alma en las salas blancas. Las máquinas, las máquinas-dioses estaban terriblemente abandonadas. Pero todas vivían, sí, todas vivían realmente una vida mejor, una vida ardiente. Porque Metrópolis tenía un cerebro. Metrópolis tenía un corazón.» Thea von Harbou, «Metrópolis» p.144 Ed. Martínez-Roca.

Berlín revelará en su LX edición la copia restaurada de uno de los films míticos de la historia del cine y una de sus grandes obras maestras, Metrópolis (1926) de Fritz Lang. Después de su anterior restauración, en 2002, que añadía 22 minutos adicionales, se encontró en 2008 en Argentina una copia en 16mm que contenía 30 minutos más y que ha dado lugar a un nuevo montaje, con escenas esenciales que hasta ahora sólo han podido ser vistas en un pase especial en el teatro San Martín de Buenos Aires. La Berlinale, el 12 de febrero, proyectará esta versión en el teatro Friedrichstadtpalast acompañada de la Rundfunk-Sinfonieorchester de Berlín, que será muy cercana a la que se estrenó en Alemania en enero de 1927.

Ambientada en 2027 la película escrita por la compañera de Lang, la novelista Thea von Harbou, simpatizante de los nazis en esa época y más tarde, en 1933, militante del NSDAP, cumplía los objetivos del nacional-socialismo alemán para movilizar a una opinión pública muy tocada con la crisis económica. El partido de Hitler tenía un gran enemigo, el anarquismo, el socialismo y el comunismo alemanes, que predominaban en las clases trabajadoras, pero tenía un enemigo aún mayor, los judíos, los cuales precisamente eran muy activos entre la clase obrera, técnicos cualificados, intelectuales, artistas y miembros de los cuerpos más avanzados del cambio social en Alemania, lo que para algunos era «la decadencia de la patria». Siendo ese el objetivo era obvio que lo más fácil era señalar a sus más decididos activistas aliados con sus hermanos de religión, los financieros judíos, que provocaban las envidias de la burguesía alemana, favoreciendo de ese modo a los aristócratas y militares alemanes que habían perdido una guerra y que ansiaban tanto la desaparición de la agitación obrera como la de sus competidores económicos.

La copia de Metrópolis que tengo entre mis manos es la de dos horas y diecisiete minutos de duración, con música de Peter Osborne, del año 1988. Quizás la más ampliamente distribuida en la últimas dos décadas. Refutar hoy la obra de Lang como una astucia fascista sería minusvalorar su condición de obra de arte de la historia universal, pero resultará útil para el lector hacer una pausa detenida en cada una de sus secuencias iniciales y trasladar su inmortal valor de 1927 al siglo XXI, esperando que la profecía de Von Harbou no se cumpla dentro de 17 años. Invito al lector a acompañarme en lo que no es sino la visión cuidadosa de lo que la pantalla mostraba sin otra intención aparente que la de convencernos de un mero entretenimiento y aliviar las fatigas del ser humano de aquellos días con la imaginación que fomentaba el cine mudo.

Comienza el film declarando su radical modernidad con la especial tipografía de los números del reloj, un reloj de diez cifras, que no es otro que el del despacho del amo de la ciudad, en el que se empieza a contar la llegada del turno de día en Metrópolis. El ocho, sin embargo, se asemeja curiosamente al carácter ‘s’ de la tipografía gótica, la «Frakturschrift». Este detalle es especialmente interesante si se sabe que durante siglos católicos y luteranos en Alemania, y en toda Europa, utilizaban un tipo diferente en sus periódicos y libros, siendo el humanista para los católicos y el gótico para los luteranos, que los nazis convertirían en su tipografía de cabecera hasta que Hitler la prohibió en 1941 sospechando que hubiera sido creada por un judío por su parecido a los caracteres hebreos de un libro. Este detalle cobra importancia en una película de ciencia-ficción en la Alemania de aquella época y pone en antecedentes al espectador de que se trata no de un mero divertimento acerca del futuro sino que hablaba y ponía en valor las discusiones de una clase social concreta acerca del los tiempos que llegaban.

A continuación se muestra la entrada y la salida de los obreros a la fábrica, en una secuencia que ha quedado grabada en la memoria de los espectadores mucho más que la fundamental de los hermanos Lumiere. Resulta increíble que Fritz Lang la hubiera rodado sin otra intención que mostrar la alienación del trabajo; los operarios entran y salen como un ejército de sirvientes que han sido despojados del derecho a llevar la cabeza alta, conscientes de que su trabajo no sólo sostiene la fábrica sino al sistema mismo que atenaza sus vidas. Su simultaneidad, su sincronía, su mecanización, sólo puede devolvernos un mensaje opuesto al de los nazis y el comienzo de la última fase de desarrollo del capitalismo con la segunda guerra mundial, vista hoy. Pero realizada en 1926 la película buscaba compartir las bases proletarias del socialismo alemán y expresar la correspondiente preocupación por sus condiciones laborales por parte del partido de Adolf Hitler.

Lang, en un primer momento, filma a los obreros en la fábrica siguiendo una coreografía. La coreografía del orden. De espaldas a sus compañeros, pendientes únicamente de pulsar los botones necesarios para que la máquina siga en marcha. Hasta que el agotamiento puede con uno de ellos que no alcanza a impedir que la temperatura del artefacto suba y la máquina explote. Entonces la máquina aparece como el dios Moloch, en el que los trabajadores se inmolan y sus hijos reclaman su sacrificio desde lo alto de las escaleras. La visión es de Freder (Gustav Fröhlich) el hijo del amo, y apenas dura unos segundos. Le sucede la realidad, en que los obreros portan en su brazos a sus compañeros heridos en la explosión. La mecanización del mundo moderno, la crueldad de su procedimiento, logra un horror que para Freder, el hijo de los dueños de la fábrica, sólo puede ser narrado desde la religión, aunque se trate de la religión fenicia, donde Moloch es el fuego purificante al que los hombres han de ofrecerle su sacrificio.

A continuación, arquitectónicamente, la ciudad de Metrópolis se muestra cuajada de autopistas aéreas, surcada por aeroplanos y dirigibles, atravesada por unas cuadrillas de caminantes que surgen de las profundidades y que no son otros que los obreros que desempeñan algún tipo de tarea en los niveles más altos de la ciudad. El padre de Freder, Johhan ‘Joh’ Fredersen (Alfred Abel) al que éste ha ido a contarle su visión, es mostrado por la cámara como un hombre responsable, preocupado por sus decisiones, que conoce, sin cuestionarlas, las órdenes que dan forma al sistema. No hace mucho caso de Freder, «semejantes accidentes son inevitables», pero se toma muy en serio que su propio hijo haya entrado en la fábrica, penetrando en el mundo opuesto. «Quería ver a nuestros hermanos. Fueron sus manos las que construyeron nuestra ciudad, padre». Freder aparece como un alucinado, como un hombre que ha tenido una visión reveladora que el mundo no puede comprender porque, tanto la praxis marxista como la dinámica burguesa se muestran igual de implacables, no se ha de abandonar el mundo para el cual se ha nacido, ni siquiera para vislumbrar el que nuestros actos niegan.

Y la arquitectura de Metrópolis reaparece. Esta vez en sus edificios más altos, bellísimos, aparentemente imposibles. Es en estas tomas y no en su tejido moral, por otra parte muy contagiado del fascismo y plenamente contemporáneo en un mundo de alianza de clases y de promesas de que el trabajo nos hará libres, donde la película sigue manteniendo su vigencia como film distópico de ciencia-ficción. La ciudad en la superficie, el norte, es un mar de rascacielos, aún hoy, en la arquitectura actual, de plena vanguardia, mientras que la sociedad subterránea, el sur, es una ciénaga de bloques de unos cuantos pisos. En el norte existe tal libertad que los hombres vuelan en sus aeroplanos y dirigibles, en el sur, «los hermanos de los amos», se arrastran en la monotonía y la culpa. La producción divide los dos mundos, el que la crea y el que la disfruta.

La famosa toma de la cortina que se cierra sobre el mirador de la gran ciudad, que Blade Runner «coge prestada» de Metrópolis, está precisamente en ese momento, antecedida de unas reveladores palabras que la película de Ridley Scott contestaría años después de una manera muy diferente a la de el film que nos ocupa. Freder pregunta a su padre ¿qué harías si algún día se revelaran contra ti? Y el padre, el padre de Metrópolis, niega el mundo, que entra por los ventanales, oprimiendo un botón y cerrando las cortinas.

Entonces el capataz viene a revelarle una peligrosa confidencia a su amo, entra por la puerta el mundo sobre el que se han cerrado los visillos. Los obreros, como se sabrá después, elaboran planos de las catacumbas de la ciudad, muy por debajo incluso de los niveles inferiores donde viven los obreros, y un par han sido encontrados en los cuerpos sin vida de dos de ellos muertos en la explosión. El amo los lee y los mira con el mismo gesto, con la misma posición del cuerpo, y las manos, con que sus obreros entran y salen de la fábrica. Lang no rueda por casualidad ninguna de las secuencias, por ejemplo, la pareja protagonista es rodada en primeros planos repletos de luz y sus contrarios siempre de perfil y con un aire más oscuro en el encuadre, no plantea la disposición y la actitud de los personajes en el espacio escénico por casualidad. En aquel tiempo, en el tiempo de las revoluciones, como la tecnológica que se da hoy día, los apoderados, los constituyentes, se dan cuenta de la extrema fragilidad del mundo en el que viven, de la caducidad de su posición, de la tarea a la que está abocado el mundo nuevo que les relevará. El amo de Metrópolis lo acepta con su lenguaje corporal, él no es más que una pieza más del engranaje de los tiempos que será reemplazada, que culminará su tarea tomando el lugar de las que ahora dirige. Esta revelación, de origen marxista, esta determinación de las clases a su superación y desaparición, es uno de los rasgos de la primera mitad del siglo XX que Von Harbou combate con tenacidad, y que Lang ofrece en un primer momento. Pero el amo se rehace y son sus hijos, su hijo Freder y su secretario Joseph, los que ahora adoptarán la postura corporal de los asalariados.

Freder logra descender a la ciudad subterránea donde se encuentran los trabajadores. Allí volverá a darse de bruces con sus condiciones y la narración descubrirá la existencia de Rotwang (Rudolf Klein-Rogge) el inventor, que vive en una vieja casa en el centro de la ciudad. Rotwang (que está formado en el alemán por ‘Rot’, rojo, ‘wang’ mejilla, «mejilla roja») ha creado una máquina, a imagen del hombre, que sustituirá a los obreros («ahora ya no necesitamos más obreros vivos») y que está siendo mostrada al padre de Freder. Este plano, uno de los más famosos de la película, tiene la peculiaridad de que, en medio de tal abominación, aparece en el laboratorio de Rotwang, sobre el robot, un símbolo muy parecido a la estrella de David, lo que remitía directamente a las bases electorales del nacional-socialismo al odio a los judíos, sospechosos, por su inteligencia, de proyectos secretos que traicionaran a la clase trabajadora. Incluso el amo de la ciudad, la patriota burguesía alemana, duda unos momentos del invento del judío Rotwang y teme el holocausto de los obreros a manos de las máquinas, lo que resulta ser, en términos fílmicos, una peligrosa premonición de las mentiras que llevaron a los nazis al poder en 1933.

Rotwang acompaña a Johhan Fredersen a las catacumbas, mientras Freder, su hijo, empieza a percibir el agotamiento del trabajo y encuentra uno de esos mapas. Además alguien le ha dejado un gorro que le identifica, más si cabe, con la condición alienada de los trabajadores de la fábrica, vestidos igual, realizando idéntica mímica en sus puestos, a las órdenes de los engranajes de la gran máquina que hacen funcionar, los obreros se vuelven indistinguibles y por tanto reemplazables. Ellos bajan a las catacumbas a escuchar la profecía de María (Brigitte Helm) que anuncia el advenimiento de un «mediador» que haga de puente entre la clase dominante y los dominados y mejore su condición. El propio Freder, agotado, se encuentra entre ellos y escucha la revelación de María, que habla entre cruces cristianas y cirios, atenazado por sus palabras y arrodillado.

Mientras Joh ve la escena desde arriba, desde una cavidad que Rotwang le ha mostrado en los pasadizos, María cuenta a los obreros la historia de la torre de Babel: «Aquellos que concibieron la idea de tal torre, no podían construirla por sí mismos, así que contrataron a miles para que lo hicieran por ellos». Y entonces llega el colofón, la máxima de la novela de Von Harbou y de la película de Lang, de la que años más tarde, con los nazis derrotados, abominaría y reconocería que se había equivocado. «Entre el cerebro que planea, y las manos que construyen, debe de haber un mediador. Es el corazón el que debe de proporcionar un entendimiento entre ellos». Y ese no era otro que el fascismo, disfrazado de un humanismo que pretendía suplantar las ambiciones de una sociedad más justa por una estructura vertical donde los trabajadores no podían ser otra cosa que «manos que trabajan», los privilegiados «cerebros que planean» y el partido de Adolfo Hitler su mediador, el corazón de la patria. Recordemos la paradójica frase de Goebbels: «Gobernemos gracias al amor y no gracias a la bayoneta». En esa línea desaparecerían las protestas sindicales, las organizaciones de trabajadores y se perseguiría a izquierdistas, judíos, gitanos y miembros de la minorías hasta exterminarlos, por amor.

Las resonancias religiosas, proféticas, de la revelación de María comienzan por su propio nombre y se desencadenan en la puesta en escena, atiborrada de cruces y cirios, que hemos descrito. Pero acuden a nuestra memoria el sacrificio de los trabajadores en el dios pagano, la redención, la pureza, la revelación. Metrópolis juzga a los trabajadores incapaces de encontrar la verdad por sí mismos y les exhorta a buscarla en el sistema de relaciones jerárquicas de la religión, una religión del siglo XXI, donde el asalariado sólo puede aspirar a ser esclarecido por el iluminado, un iluminado que, casualmente, como se repite en el hecho religioso, sólo viene a reforzar el anclaje de la pirámide social en el devenir de los tiempos que cambian para que nada cambie.

 

Entre los obreros que bajan la cabeza acogiendo las palabras de María y se llevan las manos al corazón y se arrodillan, emerge uno que pregunta dónde está el mediador. Freder se siente inmediatamente concernido por esas palabras y María le observa para que reconociendo al hijo del amo de la fábrica. «Sed pacientes. Seguro que vendrá». A lo que le contestan «esperaremos, pero no por mucho», lo que anticipaba una estructura clásica de la publicidad, a la que tan aficionados eran los nazis, que puntualiza que primero se crea una necesidad y después se ha de ofrecer un producto.

Joh Fredersen ha observado todo esto y se preocupa. Recordemos que en aquella época aún no era posible despertar las simpatías de los trabajadores y de la burguesía al mismo tiempo. Se lleva las manos a los bolsillos y ordena a Rotwang que haga el robot con la apariencia de la chica. Debe secuestrarla y suplantarla por la máquina para que siembre la discordia entre los obreros. Rotwang lo hace y conduce a María hasta su casa, ella clama desde una claraboya y Freder, que pasea sin rumbo fijo, la escucha y se abalanza sobre la casa de Rotwang que tiene, bien visible, una estrella de David en la puerta. Esta imagen es fundamental, primero porque nos remite al consentimiento de la persecución a los judíos que ya había comenzado. Segundo porque la escena es deliberadamente ambigua y parece que Rotwang forcejea con ella en un intento de violación, lo que causa sospecha y alarma entre los espectadores. Freder entra a rescatarla y queda atrapado dentro de la casa; el inventor ha dispuesto una serie de artilugios en las puertas que impiden penetrar en su interior. Estas puertas trampa llevan así mismo la inscripción de la estrella de David en su hoja, recordando al espectador, en todo momento, en casa de quién se encuentran, las de los judíos tienen mil trucos y más valdría no visitarlos, ni conocerlos, sino desconfiar de ellos… Rotwang, el científico, prepara la transferencia de sus rasgos al robot. Se produce ahí uno de los planos más bellos del género de ciencia-ficción de la historia. Con un sorprendente efecto de unos anillos que giran en torno a él, la apariencia de María es replicada por la máquina que aparece sentada, hierática, predispuesta y que adquiere la apariencia de la vida de golpe, renacida.

Hasta ahí el inicio del recorrido en la película de Lang. ¿Qué sorpresas nos depara el nuevo montaje? ¿Qué otros criterios además de los comerciales determinaron el corte de tantas escenas del film? ¿Puede sostenerse que la obra del director austriaco era fundamentalmente estética y no le preocupaban los aspectos éticos de la cinta? Berlín nos proporcionará respuesta, a estas, y muchas otras preguntas, la historia del cine volverá a llenarse del asombro y la sorpresa.

(Una versión ampliada de este artículo se podrá encontrar en la revista Cuadernos para el Diálogo)

Fuente: http://www.diagonalperiodico.net/Los-Intoxicados.html