Abu Ali abrió de nuevo su almacén en Medina al-Sadr hace algunos días, pero nada es ya como antes para este hombre de cincuenta años. «Con este muro, este muro de miseria -explica- vivimos en prisión, como en un gueto». Ante él se levanta un imponente muro de más de tres metros de altura que […]
Abu Ali abrió de nuevo su almacén en Medina al-Sadr hace algunos días, pero nada es ya como antes para este hombre de cincuenta años. «Con este muro, este muro de miseria -explica- vivimos en prisión, como en un gueto».
Ante él se levanta un imponente muro de más de tres metros de altura que divide en dos este extenso y popular barrio del noroeste de Bagdad, bastión del joven dirigente chiíta Moqtada al-Sadr.
La tienda de Abu Ali, que vende aceites de motor, tiene las marcas de los combates que acompañaron, en abril y mayo, la construcción de esta muralla por parte de unidades militares estadounidenses.
Los enfrentamientos, hasta el acuerdo de alto el fuego logrado el 10 de mayo, causaron la muerte de más de mil personas. Como consecuencia del pacto, las armas callaron y las tropas iraquíes, hasta entonces ausentes, entraron en este sector que cuenta con más de dos millones de habitantes.
«La calma volvió», agrega Abu Ali, «pero es una nueva vida. Una vida aún más dura».
Su comercio linda con una de las dos «puertas» que tiene el muro para permitir el paso entre el norte del barrio y su zona meridional, completamente cercada y a donde el acceso de vehículos está prohibido.
La comandancia del Ejército de Estados Unidos explicó que quería impedir la infiltración de los insurgentes que lanzan cohetes y obuses de mortero contra la «zona verde», donde se ubican el Gobierno iraquí y la mayoría de las embajadas, entre ellas la estadounidense.
«Todos los días perdemos entre tres y cuatro horas para salir del barrio y regresar», se lamenta Abu Ali describiendo el recorrido de los combatientes impuesto a todos los habitantes: embotellamientos a 40 grados; check-points, largas caminatas a falta de transportes. «Las ambulancias no pueden volver a entrar en Medina al-Sadr. ¿Qué hacemos con nuestros enfermos?», se pregunta este pequeño comerciante.
La presencia de los militares iraquíes se concentra alrededor de los dos puntos de paso, el principal de los cuales es el «cruce 55», el corazón de Medina al-Sadr.
Lenta recuperación
La tensión se palpa y las trifulcas entre soldados iraquíes y los transeúntes exasperados por la larga espera bajo un sol que cae a plomo estallan regularmente.
Con todo, la vida se reanuda lentamente a lo largo del muro de Medina al-Sadr: los comerciantes han reinstalado sus puestos y las mujeres vestidas de negro espantan a las moscas que se posan sobre sus verduras.
Incluso han surgido nuevos oficios: por unos pocos dinares, algunos espabilados improvisan taxis y transportan de un sector a otro del barrio a mujeres y niños sobre carros enganchados a sus motocicletas.
Pero para Oum Riadh, un horticultor de 50 años, el muro es una calamidad: «Nos impide trabajar, nos asfixia», se queja. Y responsabiliza, como los otros comerciantes, al Ejército estadounidense. Sin embargo, mantienen silencio, cómplice o a veces temeroso, sobre el Ejército del Mahdi, la potente milicia de Moqtada al-Sadr.
Solamente Bassam Abu Karar, un funcionario de 35 años, es más elocuente. «No podemos hacer nada contra los milicianos, están armados», denuncia. «Ellos vinieron a disparar sus obuses desde nuestra calle, son forajidos, pero el Ejército estadounidense no debe ponernos en el punto de mira», dice.
Durante ocho días vivió con sus hijos y otras tres familias, dieciocho personas en total, en un habitáculo de diez metros cuadrados esperando que finalizaran los combates. «No salíamos, teníamos agua pero no electricidad», recuerda.
Los enfrentamientos terminaron pero su mujer no está tranquila. «Mis hijos tienen miedo de seguir aquí, de morir si se reinician los combates», afirma.
Su vecino Rahima Oum Ahmed muestra su apartamento, una de cuyas habitaciones está totalmente quemada. Las paredes están negras de hollín, el olor pica en la nariz, los marcos de plástico de los retratos de los imanes Hussein y Ali, las dos figuras más veneradas por los chiítas, se fundieron por efecto del calor.
«Nos refugiamos en el sur del país, pero era necesario volver. No podemos dejar Medina al-Sadr. No tenemos los medios para hacerlo», se lamenta.