La morgue de Bagdad es un temible lugar de calor, pestilencia y duelo; el llanto de familiares resuena a lo largo del fétido y estrecho callejón detrás del edificio amarillo pálido del Centro Médico en que las autoridades teienen sus archivos computarizados. Llegan tantos cadáveres que los restos humanos se amontonan uno sobre otro. Los […]
La morgue de Bagdad es un temible lugar de calor, pestilencia y duelo; el llanto de familiares resuena a lo largo del fétido y estrecho callejón detrás del edificio amarillo pálido del Centro Médico en que las autoridades teienen sus archivos computarizados. Llegan tantos cadáveres que los restos humanos se amontonan uno sobre otro. Los cuerpos no identificados deben ser sepultados después de unos días por falta de espacio. La municipalidad de Bagdad está tan rebasada por el número de asesinatos en la ciudad, que ya no tiene vehículos ni personal para llevar los restos a los cementerios locales.
Julio fue el mes más sangriento en la historia moderna de Bagdad, cuando mil 100 cuerpos fueron traídos a la morgue capitalina, la mayoría de ellos eviscerados, apuñalados, golpeados, torturados hasta la muerte, pero esta cifra es un secreto.
Se supone que no debemos saber que el número de muertes de iraquíes registrado el mes pasado es menor, por 700, al número de muertos estadunidenses en Irak desde abril de 2003. De los muertos, 963 eran hombres -muchos de ellos con las manos atadas, los ojos cubiertos con cinta y balazos en la cabeza- y 137 eran mujeres.
Las estadísticas son tan vergonzosas como aterradoras, pues estos son los hombres y mujeres a los que supuestamente veníamos a «liberar», y cuya suerte, ultimadamente, no nos importó.
Las cifras de este mes aún no pueden calcularse, pero el pasado domingo, la morgue recibió 36 cuerpos, había hombres y mujeres, todos muertos con violencia. A las ocho de la mañana del lunes, ya se habían recibido otros nueve cadáveres; para el mediodía la cifra era de 25.
«Considero que este es un día tranquilo», me dijo quedamente un funcionario de la morgue mientras mirábamos a los muertos. Así que en sólo 36 horas, del amanecer del domingo, al medio día del lunes, 62 civiles iraquíes habían sido asesinados. Ningún funcionario occidental, ningún ministro del gobierno iraquí o servidor público, ningún boletín de prensa de las autoridades y ningún periódico mencionó esta cifra terrible.
Los muertos en Irak, como lo han sido desde el principio de nuestra invasión ilegal, simplemente no están en el guión. Oficialmente no existen.
De la misma forma se ha mantenido oculto el hecho de que en julio de 2003, a tres meses de la invasión, 700 cadáveres fueron traídos a la morgue de Bagdad. En julio de 2004, la cifra en el mismo mes se acercaba a los 800. Según los archivos de la morgue, desde junio de este año han muerto violentamente 879 personas; 764 hombres y 115 mujeres. De los hombres, 480 han sido asesinados por arma de fuego al igual que 25 mujeres. Nunca son identificados entre 10 y 20 por ciento de los cuerpos, y desde enero de 2005 las autoridades médicas han tenido que sepultar más de 500 cadáveres sin identificar y sin que nadie los haya reclamado. En muchos casos, los restos fueron despedazados en explosiones -posiblemente eran atacantes suicidas- o bien, fueron desfigurados deliberadamente por sus asesinos.
Los funcionarios de la morgue con frecuencia quedan asombrados por el grado de sadismo que presentan las víctimas que reciben últimamente. «Tenemos a muchos que evidentemente fueron torturados, sobre todo hombres», me dice uno de ellos. «Presentan terribles quemaduras en manos, pies y otras partes del cuerpo. Muchos traen las manos atadas a la espalda con esposas y cinta adhesiva en los ojos. Tienen disparos en la cabeza; en la nuca, en el rostro, en los ojos. Son ejecuciones».
Si bien el régimen de Saddam acababa con sus opositores ejecutándolos, la anarquía a gran escala que vemos en Bagdad, Mosul, Basora y otras ciudades no tiene precedente. «Las cifras de julio son las más altas jamás registradas en la historia del Instituto Médico de Bagdad» comenta un alto administrativo a The Independent.
Queda claro, tanto por los registros como por los cadáveres que se pudren en este momento en el calor de Bagdad, que hay escuadrones de la muerte merodeando en las calles de la ciudad que supuestamente está bajo control del ejército estadunidense y el gobierno electo de Ibrahim Jaafari, apoyado por Washington.
Nunca en la historia reciente hubo una anarquía tal amenazando a los civiles de esta ciudad, pero las autoridades occidentales e iraquíes no tienen interés en dar detalles sobre esto. La redacción de la nueva constitución iraquí -o el fracaso en completarla- es lo que ahora ocupa el tiempo de diplomáticos y periodistas occidentales. Los muertos, por lo visto, no cuentan.
Pero deberían. La mayoría de los fallecidos tienen entre 15 y 44 años -la juventud de Irak- y si este factor lo aplicamos al resto del país, los mil 100 muertos en Bagdad del mes pasado deben equivaler a un número mínimo mensual de muertes de 3 mil, o quizá sea más realista calcular 4 mil. En un año, esto nos lleva a un mínimo de 36 mil muertos, vuelve mucho más modesta la cifra de 100 mil muertos desde la invasión, y que tanta controversia causó en su momento.
No hay forma de distinguir las razones de estas miles de muertes violentas. Algunos hombres y mujeres recibieron disparos en puestos de control estadunidenses, otros fueron asesinados, sin duda, por insurgentes o ladrones. Como causa de muerte de algunos de ellos se cita «golpe con objeto contundente», y que pudieron morir en accidentes de tránsito.
Algunas de las mujeres probablemente fueron víctimas de «asesinatos de honor» a manos de familiares suyos que pensaron que mantenían relaciones ilícitas con el hombre equivocado. Pero otras pudieron haber sido asesinadas por sospecharse que eran «colaboradoras», o porque sicarios pro gubernamentales sospecharon que simpatizaban con la insurgencia.
A los médicos se les ha dado la instrucción de no practicar exámenes post mortem a los cuerpos traídos a la morgue por las fuerzas estadunidenses (con el argumento de que los estadunidenses ya llevaron a cabo esta formalidad).
Mueren tantos civiles en Bagdad que la morgue tiene que recurrir a voluntarios de la ciudad santa de Najaf para transportar a chiítas musulmanes no identificados al cementerio de la ciudad, cuyas fosas son donadas por instituciones religiosas.
«En algunos cuerpos hemos encontrado balas estadunidenses», me dijo un trabajador de la morgue. «Pero podrían ser balas estadunidenses disparadas por iraquíes. No sabemos quién mata a quién; no es nuestro trabajo averiguarlo, pero los civiles se matan unos a otros. El otro día recibimos un cuerpo y sus parientes dijeron que lo habían matado porque fue parte del viejo régimen del Baaz. Luego dijeron que el hermano del difunto había sido asesinado semanas antes porque había sido miembro del partido religioso Shia Dawa, el partido enemigo de Saddam. Pero esta historia es real, los asesinatos. No quiero morir con una nueva constitución. Quiero seguridad».
Uno de los problemas para llevar el registro de la cifra diaria de muertes en Bagdad es que la radio gubernamental aquí declina consignar las explosiones que se escuchan toda la ciudad. El lunes, por ejemplo, el tronar distante de una bomba en el barrio de Karada nunca se explicó oficialmente. Apenas el martes se descubrió que un atacante suicida entró al popular restaurante Emir, se hizo estallar y quedó partido a la mitad mientras mató a dos policías que comían regularmente en el sitio e hirió a 81 personas.
Otra explosión, supuestamente causada por un mortero, resultó ser una mina colocada debajo de una pila de sandías al paso de una patrulla estadunidense. Un civil murió en el ataque.
Nuevamente, no hubo recuento oficial de estas muertes. No las registró el gobierno ni los ejércitos de ocupación ni, desde luego, la prensa occidental. Al igual que los cuerpos en la morgue de Bagdad, no existen.
© The Independent
Traducción: Gabriela Fonseca