Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
En brazos de papá, huyendo de la Ciudad Vieja de Mosul el 2 de julio de 2017 (AFP)
Con sólo 15 años, los ojos negros de Anyia parecen revelar conocimientos demasiado intensos para su edad. Después de tres años viviendo bajo el Dáesh, eso no constituye sorpresa alguna. Su padre, Ibrahim, trabajaba como magistrado local en Mosul hasta que los combatientes del Dáesh irrumpieron en la ciudad en el verano de 2014, decidiendo que ese sería su bastión en Iraq.
El Dáesh obligó al padre de Anyia a dejar su trabajo, sustituyendo el tribunal en el que actuaba por uno islámico. Un combatiente extranjero procedente de Nigeria fue quien recibió enseguida su puesto de magistrado.
Durante dos años y medio, Ibrahim siguió pidiéndole a Anyia y a su hermana que no dejaran de sonreír. Un hábito, les decía, que no deberían perder porque un día las injusticias se acabarían finalmente y sus vidas podrían recobrar la normalidad.
Su padre, un abogado muy culto y aficionado a la lectura, tuvo que trabajar como carpintero para poder llegar a fin de mes.
«Todos los días leíamos una media hora, mi padre escondió los libros cavando un agujero en el suelo, donde también ocultó su teléfono móvil», dice hoy Anyia, mientras camina por las estrechas calles de Al-Yasair, el distrito oriental de Mosul donde la familia ha regresado tras la liberación de esa zona, de donde tuvieron que escapar al final en enero de 2017.
«Sacaba esos libros como si fueran un amuleto, un secreto que no podía ser corrompido por las enseñanzas y creencias del Dáesh», cuenta la muchacha.
Yad, de 13 años, con su hermano Maher en brazos, de 4 años, en el interior de una tienda de campaña en un campo para personas desplazadas donde actualmente viven tras huir de su hogar en el oeste de Mosul (Ahmad Barudi/Save the Children)
Perdonar, por el futuro de Iraq
«Nos dijo que los niños somos el futuro de Iraq y que deberemos perdonar, seguir adelante y reconstruir el país.»
Una vez que el líder del Dáesh, Abu Bakr al-Baghdadi, y sus partidarios se instalaron en Mosul, Anyia dejó de asistir al colegio.
Las únicas lecciones que recibió durante los últimos años fueron las historias que le contaban sus padres y los ejercicios secretos de escritura que hacía con ellos cada día.
«Una tarde, alrededor de las siete, mi hermana y yo fuimos juntas a una tienda del barrio para comprar algo de harina. Nada más regresar a casa, cuatro mujeres de la Jansa, la policía femenina del Dáesh, aporrearon nuestra puerta gritando que éramos unas pecadoras porque habíamos salido solas a la calle, sin un guardián masculino. Decían que el vestido de mi hermana era haram.»
La hermana pequeña de Anyia, que tenía 12 años en aquel momento, había ofendido a las policías porque no se había puesto guantes en las manos.
«Mi hermana empezó a llorar cuando le gritaron a mi padre que éramos unas pecadoras y que debería azotar a mi hermana.»
Al día siguiente, recuerda Anyia, dos de las policías volvieron a la casa, llevándose a la calle a rastras a su hermana.
Llamaron a todos los vecinos para que salieran de sus casas, exigiéndoles que presenciaran cómo castigaban a la niña. La obligaron a tumbarse en el suelo, cuenta Anyia, y la azotaron treinta veces delante de su familia y de todo el vecindario.
«Cuando finalmente pudo levantarse del suelo, le dijeron que la próxima vez la matarían», añade Anyia desafiante, claramente orgullosa de que, finalmente, hubieran podido sobrevivir a tanta brutalidad.
«Era como si estuviéramos rodeados de oscuridad, nada de lo que veían nuestros ojos tenía apariencia de luz. No podíamos caminar solas, no podíamos vestirnos con ropa de colores», dice Anyia. «Una oscuridad infinita por todas partes, dentro y fuera».
Se espera que el Dáesh afronte una derrota total en cuestión de días en Mosul al creer que en la última bolsa de su presencia en la ciudad quedan tan sólo unos cuantos cientos de militantes.
Casi 900.000 habitantes de la ciudad se hallan aún desplazados, según los datos más recientes publicados por el gobierno iraquí; la mayoría de ellos han perdido a sus seres queridos, o son ellos mismos víctimas del terror, las amenazas y la violencia.
Quienes tuvieron que quedarse fueron en su mayoría utilizados por el Dáesh como escudos humanos para evitar los ataques aéreos de la coalición.
Según UNICEF, la agencia de la ONU para la infancia, el Dáesh ha asesinado a más de 1.000 niños en Iraq desde 2014, y sólo en los últimos seis meses, han muerto 152 y 255 han resultado heridos.
Niños reclutados para el combate
Y aunque Anyia siente que ha perdido parte de su infancia por culpa del Dáesh, también perdió un amigo, un compañero de clase reclutado por el grupo.
«Era un niño como yo, su nombre era Adnan y le conocía desde que teníamos ocho años», dice, con una madurez consciente en su voz.
Pocos meses después de la llegada del Dáesh, Adnan volvió a casa desde el colegio en estado de shock, el nuevo plan de estudios le tenía aterrorizado.
«Su madre lloraba en brazos de la mía y le contaba que el niño había vuelto a casa preguntando si era verdad que para tener contento al profeta tenía que matar con sus propias manos a los infieles», recuerda Anyia.
Huyendo del hogar en la Ciudad Vieja de Mosul el 4 de julio de 2017, en medio de los combates en curso (AFP)
Adnan dejó de asistir a clase, pero una mañana los militantes fueron a por él a la mezquita de Al-Nuri -el lugar donde Baghdadi declaró su califato y que el grupo destruyó recientemente cuando su derrota estuvo clara- y le obligaron a prometer lealtad al grupo y a cambiar de nombre.
No volvieron a oír nada de Adnan hasta seis meses después, cuanto un militante fue hasta la puerta de su madre para decirle que Adnan era un mártir que había muerto en nombre de Alá.
Y cuando hoy habla de Adnan, los ojos de Anyia se llenan de lágrimas y parece de nuevo una niña. Como intentando encontrar algún sentido a la realidad de la situación, Anyia sigue repitiendo que «sólo era un niño».
Aunque la liberación total de Mosul parece inminente, lo que privaría al Dáesh de su capital iraquí, este hecho no va a poder borrar fácilmente los factores profundamente arraigados que desde el primer momento facilitaron su ascenso: la pobreza, las disputas sectarias y las rivalidades internas iraquíes, advierten los observadores.
Las ONG que trabajan con niños en Iraq y en los campos de refugiados en el Kurdistán iraquí subrayan ante todo la necesidad de un proceso sólido de desradicalización de cientos de miles de niños potencialmente adoctrinados por el Dáesh.
Niveles tóxicos de estrés
Save the Children publicó el miércoles un informe en el que documentaba el alcance de los traumas psicológicos en los niños y jóvenes que han vivido bajo la férula del Dáesh.
Tal exposición a niveles tan extremos de violencia y privaciones ha hecho que todos los niños entrevistados muestren claros signos de una situación conocida como «estrés tóxico», explica el informe titulado «Los niños de Mosul están mentalmente marcados por un conflicto brutal».
Pero el tan necesario apoyo psicológico a los niños, y a sus padres, es crónicamente insuficiente, dice la ONG, y las necesidades para 2017 están sólo financiadas en un 2%. Y el Plan de Respuesta Humanitaria de la ONU para este año contiene menos de la mitad de una financiación muy básica.
Marcia Brophy, asesora de salud mental de Save the Children para Oriente Medio, dice que los niños con los que hablaron rara vez sonreían.
«Era como si hubieran perdido la capacidad de ser niños. Y lo que resultaba más impactante era ver cuán introvertidos y replegados en sí mismos se habían vuelto», dice.
«Cuando les preguntábamos qué era lo que les gustaba de ellos mismos, los niños decían a menudo cosas como ‘Estoy tranquilo’, ‘Me quedo en un lugar seguro’ o ‘Obedezco órdenes’. El tiempo pasado bajo el Dáesh y el tener que escapar a vida o muerte, les ha cobrado un peaje verdaderamente terrible.»
«Esos niños no van a sanar en semanas, ni siquiera en meses. Necesitarán apoyo a lo largo de los próximos años.»
Aprendiendo a contar con balas
Mustafa tiene diez años y nunca ha salido de su distrito de Wadi-Ayar, al oeste de Mosul; ni siquiera abandonó su hogar durante los días de los combates más duros en la ciudad.
«Mi padre dice que es mejor que nos muramos de hambre en nuestra casa que mendigar comida en un campo de refugiados», dice a MEE.
Mustafa camina a través de los escombros que invaden su zona, mirando alrededor temerosamente, como si el Dáesh no hubiera desaparecido del todo aún.
«Nos obligaron a asistir a las escuelas islámicas, destruyeron nuestros libros y los sustituyeron con sus programas. Nos enseñaban matemáticas sumando balas, una bala más otra bala. Cuando algunos de nosotros nos resistíamos, enviaban a sus hijos a convencernos. Eran ya adultos, eran violentos, iban armados y nos amenazaban», cuenta Mustafa.
«Un día, en la clase, un profesor del Dáesh me dijo que ya estaba preparado para que me enviaran a un campo de entrenamiento», recuerda Mustafa.
«Le dije que no quería ir y se rio muy alto y me contestó: ‘¿Es que no quieres aprender a disparar como mi hijo? Tiene 11 años y ya utiliza un kalashnikov’. Le dije que no.»
«A partir de ese día, mi padre me escondió en la casa y no volvió a enviarme más al colegio.»
Mustafa recuerda que los militantes del Dáesh y sus hijos reunían a los chicos en las calles prometiéndoles dinero, coches y todo lo que pudieran desear; daban juguetes y comida a los más pequeños y dinero a los demás para persuadirles de que se unieran al Dáesh y después fueran a los campos de entrenamiento.
«Enseguida empezaron las ejecuciones. Reunían a los vecinos alrededor de la zona universitaria y colgaban a la gente, nos arrastraban a todos fuera de casa obligándonos a asistir diciendo que cada uno de los ahorcados podíamos ser nosotros si no nos manteníamos fieles a los preceptos del Califa. Incluso asesinaron a nuestro vecino, que sólo tenía 30 años. Lo sacaron de su casa gritando que era un espía del ejército iraquí y lo ahorcaron.»
«Algunas noches me despierto pensando en esa escena, no creo que pueda olvidarla nunca. Nunca olvidaré su cara.»
Yasmina escapó recientemente de los combates en Mosul. Vive ahora en el campo de Hamam Al Alil, apoyado por Save the Children. Un francotirador del Dáesh asesinó a su hermano de 14 años de un tiro en la cabeza (Mark Kaye/Save the Children)
También Fatma, de 14 años, tuvo que ser testigo de una violencia sin precedentes.
«Antes de que nos invadieran, todos teníamos grandes sueños. El Dáesh ha destrozado nuestras vidas, lo ha destruido todo, hundiéndonos en la miseria», dice.
Cuando empezó la ofensiva, Fatma y su familia se encontraron atrapados en su hogar en el Nuevo Mosul, en la zona oeste de la ciudad.
El Dáesh obligó a la familia de Fatma, junto con otras docenas, a permanecer en el edificio durante diez días, utilizándolo como escondite y empleando a los civiles como escudos humanos.
«Las mujeres mayores gritaban, los niños no sabían qué hacer, pedían comida y no había nada. Los niños lloraban más, las madres lloraban más.»
«Y nadie se atrevía a pedirle nada a la milicia. Se guardaban para ellos la poca comida que quedaba.»
Fatma recuerda el ruido constante de los disparos de los francotiradores que acompañaron los días de la batalla, recuerda la esquina de la habitación donde pasó días enteros sin poder moverse, temiendo ser alcanzada por un disparo de mortero.
«El día en que escapamos fue el día de mi liberación y del mayor de los dolores. Sabíamos que el ejército estaba llegando», dice.
«Los militantes del Dáesh obligaron a los hombres a hacer agujeros en las paredes para que ellos pudieran escapar sin ser vistos.»
«De repente, se oyó el sonido de un disparo, sólo después comprendí que había sido un mortero. Intentamos huir pero mi padre estaba herido por la metralla. Murió.»
«Cuando pienso en ese día, creo que el Dáesh no sólo ha destruido mi vida, sino que ha destruido el futuro de toda una generación.»
Francesca Mannocchi es una periodista italiana que trabajó muchos años en la TV de Italia y escribe ahora para una serie de revistas italianas e internacionales, como Focus, L’Expresso, Al Jazeera English, Gente y Sette.
Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar a la autora, a la traductora y a Rebelión.org como fuente de la misma.