¿Qué límite se puede poner a la posibilidad de alterar los hechos históricos objetivos o las características más determinantes de una sociedad en una obra literaria? Los libros que tienen pretensiones de reflejar un tiempo concreto del acontecer humano obligan a plantear esta pregunta, y es razonable pensar que la fidelidad sólo debería ser […]
¿Qué límite se puede poner a la posibilidad de alterar los hechos históricos objetivos o las características más determinantes de una sociedad en una obra literaria? Los libros que tienen pretensiones de reflejar un tiempo concreto del acontecer humano obligan a plantear esta pregunta, y es razonable pensar que la fidelidad sólo debería ser postergada con vistas a algún fin superior. Muchos ejemplos pueden encontrarse de creaciones geniales que suministran modelos de gran valor artístico y se basan en una idealización irrespetuosa con la realidad. En el otro extremo no faltan más abundantes casos de tergiversaciones y visiones parciales o deformadas, tendenciosas y de nula calidad, gestadas muchas veces a la sombra de algún poder y que conforman variantes diversas de la propaganda. Tampoco suelen faltar voces que en aras de una supuesta excelencia literaria justifican o «comprenden» deformaciones que suponen una complicidad flagrante con los poderes más criminales de la historia.
Un ejemplo de este último tipo de literatura lo constituye sin duda la novela Madrid, de corte a cheka (Editorial Jerarquía, 1938) de Agustín de Foxa (1903-1959), diplomático y escritor que militó en las filas de Falange Española. Esta obra, encumbrada durante la dictadura franquista por presentar el retrato distorsionado de la realidad que al régimen le interesaba, ha sido reeditada recientemente, la última vez por Ciudadela Libros en 2007. La novela describe la vida de algunos personajes de la alta burguesía madrileña durante los años de la Segunda República y la Guerra Civil, y al hilo de su reaparición no han faltado voces que hablando desde una pretendida objetividad saludan la recuperación de un libro cuyos «valores literarios», dicen, merecen ser respetados por encima de su sesgo ideológico. No puede uno dejar de declararse sorprendido por la adjudicación de tales méritos a la obra. En una vieja lectura hace tiempo y en la segunda que he realizado estos días, confieso haber hallado en ella solamente caracteres anodinos y triviales en peripecias que muestran por parte del autor una visión simplista y maniquea de los acontecimientos de aquella época. La novela carece de cualquier capacidad notable para enseñarnos, conmovernos, deleitarnos o iluminarnos en ningún sentido, por lo que a juicio de este lector no puede ser considerada más que como pésima literatura. Ha de ser útil, como mucho, a alguien interesado en explorar lo que sentían y pensaban los fascistas en aquellos años: «Madrid sin rey experimentaba una extraña sensación de orfandad y temor», o cómo idealizaban sus estrategias políticas:
«Después de almorzar, José Félix tomó un taxi.
-A la calle de Serrano, número 86.
Tenía prisa por llegar.
Salió a recibirle sonriente José Antonio.
-Qué madrugador. ¿Qué deseas?
-Vengo a hacerme de Falange.
-Me parece muy bien. Esta noche dormirás con la conciencia más tranquila.
Le llevó a su despacho y le hizo la ficha. (…)
Yo mismo te presento.
Firmó y le entregó la pluma.
Pensó que acaso iba a firmar su sentencia de muerte. Se acordó de los tres ataúdes junto al yeso del depósito. Pero vio también los ojos seguros, serenos, de José Antonio, que prometían la victoria de la juventud.
Y firmó serenamente.»
El odio hacia los combatientes republicanos impregna la parte de la novela que trata de la guerra y la aleja de cualquier perspectiva razonable, aunque su alineamiento extremo resulta a veces más bien patético: «Era el gran día de la revancha, de los débiles contra los fuertes, de los enfermos contra los sanos, de los brutos contra los listos. Porque odiaban toda superioridad. En las «chekas» triunfaban los jorobados, los bizcos, los raquíticos, y las mujerzuelas sin amor, de pechos flácidos, que jamás tuvieron la hermosura de un cuerpo joven entre las manos.» Sin apenas méritos literarios, la obra se convierte en un panfleto de la más torpe propaganda. El lenguaje y la prosa cuidados han de ser al final los únicos argumentos de los que la defienden, pobres argumentos sin duda cuando esto es el simple envoltorio de un contenido deplorable.
Poco tiene que ver la adaptación de la historia para construir obras artísticas de valor universal con la visión interesadamente miope del Conde de Foxá. Hay una literatura sin duda que ayuda y ennoblece al ser humano, y a su lado no puede dejar de existir otra que confunde y desinforma a sus lectores y degrada a su autor, al que hace encubridor y cómplice de los crímenes más brutales. Y lo más sorprendente es que una sola palabra designe por igual frutos tan diversos del espíritu humano.