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Remontándonos a 1990

Memorias de una activista sobre la Guerra de Iraq

Fuentes: Global Research

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández

«Liberadores, dirigentes, hombres sabios… todo lo que les pido es un milagro: Que aprendan a decir adiós, nada más que un milagro: que digan adiós».

Ali Ahmad Sa’id (Adonis) -Victims of a Map-.

Después de cinco años de carnicería y destrucción de manos de la invasión dirigida por Estados Unidos y el Reino Unido (culpables del «crimen supremo internacional», según aparece definido por los Principios de Nuremberg), Amnistía Internacional ha descrito Iraq como un Estado de «carnicería y desesperación». En la historia moderna, este acto de casi inigualada criminalidad corre el riesgo de eclipsar a las anteriores maldades perpetradas por esos dos países.

La vida se detuvo para la mayoría de los iraquíes cuando en 1990, en el Día de Hiroshima, se impuso contra Iraq el más draconiano de los embargos jamás administrados por las Naciones Unidas. Claramente concebido para convencer a Iraq de que se retirase de Kuwait, el embargo encalló allí durante trece años hasta la invasión de 2003. Iraq importaba -en términos generales- el 70% de todas sus necesidades, siguiendo, irónicamente, los consejos de la Organización para la Alimentación y la Agricultura (FAO, en sus siglas en inglés) de las Naciones Unidas.

«El Precio Merece la Pena»

La retirada de Kuwait generó nuevas condiciones. Bajo las presiones que EEUU y Gran Bretaña ejercieron sobre la ONU, las sanciones se convirtieron en una guerra en la que los objetivos perseguidos variaban continuamente». Se vio claro el verdadero objetivo cuando el anterior presidente Bill Clinton anunció que no se levantarían las sanciones hasta que el Presidente Saddam Hussein dejara del poder. Hacía tiempo ya que se habían abandonado todas las legalidades a base de descaradas mentiras y de dossier poco fiables, junto a la «cruzada» del Presidente George W. Bush en marzo de 2003.

En 1991, menos de un año después de la imposición del embargo, se registraba ya una mortalidad tres veces superior en los niños menores de cinco años. En 1995, el índice de mortalidad ya era cinco veces superior. Ese mismo año, la consunción y la atrofia en los niños eran comparables a las del Malí, un país sumido en la pobreza. Sin embargo, los niños de Iraq morían, agonizaban y cojeaban frente a las segundas mayores reservas petrolíferas de la tierra (las ventas y la supervisión son ahora controladas por Naciones Unidas).

El entonces alto representante en Iraq de dicha organización mundial me dijo en una visita que la implicación de Naciones Unidas en ese infanticidio silencioso le merecía más la pena a la ONU que todo el resto de sus compromisos combinados por todo el planeta. La organización, cuyos principios fundadores tienen como objetivo «salvar a las sucesivas generaciones del azote de la guerra», estaba haciendo su agosto a base de matar niños.

En Iraq, el sistema de alcantarillado fue deliberadamente bombardeado siguiendo órdenes del Mando Central de EEUU durante la guerra de 1991, según la Interfaith Network of Concern for the People of Iraq y Citizens Concerned for the People of Iraq (1). El comité de sanciones del Consejo de Seguridad les negó cualquier tipo de pieza de repuesto. Volvieron a aparecer enfermedades como el cólera y el tifus, que habían sido casi totalmente erradicadas, mientras los índices de las enfermedades transmitidas por el agua se disparaban. Se bloqueó la importación de medicamentos y los que se permitían eran vergonzosamente inadecuados o llegaron demasiado tarde para muchos. A pesar de su extraordinaria ingenuidad, los iraquíes se deslizaron de lo imposible a lo apocalíptico.

En el programa de televisión «60 Minutos» (12 de mayo de 1996), cuando se le indicó a Madeleine Albright, entonces embajadora estadounidense ante las Naciones Unidas, que «medio millón de niños habían muerto… más que en Hiroshima», contestó que ese era el precio. «Pensamos que el precio merece la pena», dijo, refiriéndose al precio que los iraquíes tenían que pagar para librarse de su presidente. La «soberanía e integridad territorial» del país gobernado por ese dirigente quedaban garantizadas por la misma ONU, de la cual Albright había sido una antigua burócrata, una embajadora de antecedentes judíos que, para colmo de ironías, endosaba un holocausto silencioso.

Por desgracia, Iraq recibía muy pocos visitantes. Los ciudadanos estadounidenses estaban amenazados con cárcel y multas draconianas si iban a Iraq, especialmente si llevaban con ellos algún medicamento o equipo que pudiera salvar la vida de alguien. Gran Bretaña, como siempre, continuaba con amenazas similares en cuanto al envío de medicamentos o incluso copias de revistas y publicaciones de carácter médico. También se vetó el envío de juguetes, libros, artículos de escritorio y pizarras, y hasta se llegaron a vetar las compresas femeninas. Todo aquello que una sociedad civil tiene garantizado infringía las reglas del comité de sanciones.

Yasmin No Había Cumplido las Resoluciones de Naciones Unidas

¿Habría sentido lo mismo Madeleine Albright si hubiera podido contemplar a la madre de Yasmin, de siete años de edad? Esa madre salió gritando desde la sala de un hospital y echó a correr por una calle atestada de gente, consciente tan sólo de su agonía por la muerte, momentos antes, de su niña de siete años. Yasmin, llamada así por la flor amarillenta de dulce olor, había desarrollado una leve enfermedad del corazón cuando tenía dos años. Tan pronto como el embargo se levante, le dijeron los doctores, se podría controlar la enfermedad y la vida de Yasmin podría ser normal; no había nada que temer.

Cinco años después, la leve disfunción se había agravado y Yasmin murió mientras yo paseaba por el patio del hospital con un amigo iraquí: otro niño sacrificado a la vesania de Naciones Unidas. «Confío que antes de morir le hayan dicho que no había cumplido las resoluciones de las Naciones Unidas», dijo mi amigo con rabia y amargura.

Ali Lazam tenía tres años de edad cuando entró en otro hospital. En otra visita anterior, había en la misma sala un amigo de cinco años. Ambos padecían leucemia mieloide aguda. Ambos estaban cubiertos de hematomas y capilares que les sangraban bajo la piel. Estaban sangrando internamente. Lazam yacía rígido, con los ojos anegados de las lágrimas no vertidas. No había medicamentos, no había analgésicos, no había nada. Me di cuenta horrorizada de que sus lágrimas contenidas y su cuerpo rígido estaban así porque, en su intratable dolor, se había enseñado a sí mismo a no llorar porque eso hubiera destrozado aún más su pequeño cuerpo.

Al salir, me incliné para acariciar el rostro del niño de cinco años, hinchado de edema, y capté que su agonía era igualmente palpable. Respondiendo a mi afecto, apretó mi mano con el gesto infantil de los niños de cualquier lugar. Fue un gesto que debió causarle un dolor más allá de toda imaginación. Dejé la sala, me apoyé contra la pared, y mientras escribía supe que era posible morir de vergüenza.

Las familias vendían todo lo que tenían para sobrevivir o para intentar proporcionar a sus enfermos medicinas compradas en el mercado negro, que se vendían sin ningún control de seguridad. El equipamiento de los laboratorios se había venido abajo hacía tiempo. Apenas había bancos de sangre. La falta de equipo de laboratorio, junto con la electricidad suministrada de forma esporádica, habían estropeado los productos sanguíneos y reducido las reservas farmacéuticas que necesitaban refrigeración.

En Iraq, que una vez tuvo un nivel de alfabetización y educación muy alto, estimado en un 94% en 1990, los niños se habían tenido que dedicar a mendigar y a trabajar como limpia-zapatos. Se habían convertido en productos vendidos en las calles en lugar de ser estudiantes en sus colegios. Y cuando no quedó nada por vender, familias enteras se suicidaron.

Estados Unidos y Gran Bretaña, también de forma rutinaria (e ilegal) bombardearon el país a lo largo de los trece años de embargo, aterrorizando aún más a la «población infantil más traumatizada de la tierra», según los expertos.

Entonces, según se aproximaba el segundo milenio, la psique nacional experimentó una metamorfosis casi milagrosa. El aeropuerto de Bagdad, y poco después los de Basora y Mosul, se volvieron a abrir. A pesar del embargo y las carencias, habían sido silenciosa y decididamente reconstruidos poco a poco desde los escombros de su destrucción en 1991. Si algo había ilustrado el aislamiento de Iraq, fue deambular año tras año por la zona de Bagdad donde se ubicaban las cerradas oficinas de las compañías aéreas. Atisbando por las rejas de seguridad, se podían ver montones de formularios con programas de vuelos que seguían depositados sobre escritorios polvorientos. Todos databan de agosto de 1990.

Con la apertura de los aeropuertos fue como si la psique nacional se hubiera regenerado. Se pintaron de nuevo las tiendas, se abrillantaron las ventanas y se limpiaban las calels al amanecer. Volvió a florecer la vida vespertina en las aceras; se recuperaron los juegos de tablero y el sonido del clic de las piezas, a la vez que se servían pequeños vasos de aromático té. Por las calles danzaban los aromas de la comida rápida al estilo iraquí, cocinada en improvisados hornillos en medio de una atmósfera cálida. Las familias se socializaban en parques y plazas mientras las fuentes bailaban y las farolas se reflejaban de nuevo en los grandes ríos. Bagdad resplandecía de nuevo como una ciudad llena de luz durante horas esporádicas. Parecía haberse superado toda una larga década de depresión colectiva.

«Hay lágrimas en nuestros ojos cada vez que un avión aterriza», me dijo un amigo. «Para nosotros, se acabó el embargo» era el estribillo repetido por todo Iraq, mientras el embargo se desmoronaba. Se veían de nuevo toda clase de productos y abundaban los nuevos negocios. Sólo unos cuantos podían permitirse comprar, pero por todas partes se regeneraba todo. Florecían las galerías exhibiendo las soberbias pinturas y esculturas locales, y surgían evocadores edificios con los materiales tradicionales hermosamente actualizados. La esperanza había vuelto.

Y Entonces se Produjo la Liberación

Aunque las amenazas de Estados Unidos y Gran Bretaña no habían dejado de aumentar, los iraquíes sabían desde principios de 2000 que sólo un milagro podría evitar un bombardeo masivo o algo peor. Las mentiras alumbradas por parte de la administración Bush y el gobierno Blair para justificar esa posibilidad podrían tener ocupado durante las décadas venideras el banquillo de los acusados en el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya.

El 5 de febrero de 2003, me encontraba en un pequeño hotel en la cornisa de Mosul cuando el General Colin Powell presentó sus increíbles falsedades para justificar la invasión de Iraq ante la ONU, donde aseguró: «Colegas, cada declaración que hago hoy se apoya en fuentes, en sólidas fuentes. Estas no son afirmaciones. Lo que les estoy dando son hechos y conclusiones basados en sólidas informaciones de inteligencia».

El personal del hotel y los huéspedes estaban todos pegados al televisor. Cuando Powell acabó, se miraron fijamente unos a otros, sin hablar, sabiendo que Iraq no tenía nada con lo que defenderse. En ninguna parte era más evidente la vulnerabilidad del país que en la carretera Bagdad-Mosul, donde EEUU y Gran Bretaña habían bombardeado las bases militares hasta reducir a escombros hasta el último tanque y vehículo militar de los años anteriores. No había fuerza aérea alguna.

Al mes siguiente, la operación «Conmoción y Pavor» arrasó la tierra y la gente, y según el General Mark Kimmitt, «no resultaba productivo» contar los muertos iraquíes Los británicos entraron entonces en Basora, con la bandera de los Cruzados (la de San Jorge) revoloteando por encima de sus tanques y vehículos. Poco después, aparecieron las fotos de soldados británicos torturando y abusando de los iraquíes.

La «liberación» se ha llevado 1.250.000 vidas en cinco años, según los sondeos realizados por el respetado Oxford Research Bureau (ORB) y por la Escuela Bloomberg de Salud Pública de la Universidad Johns Hopkins. Se estima que hay cinco millones de huérfanos, unos dos millones de viudas y cuatro millones de personas desplazadas desde el 20 de marzo de 2003. El presidente legítimo del país, sus hijos y nietos fueron asesinados por las tropas estadounidenses. Sus compañeros y otros integrantes del gobierno han sido linchados y otros están desaparecidos.

Se encarceló al debilitado anterior primer ministro adjunto Tariq Aziz sin someterle a juicio alguno, pisoteándose el derecho internacional en medio del polvo de Mesopotamia. En la «cuna de la civilización», toda una sociedad civil ha sido destruida junto a la misma historia de la humanidad».

Los ilegales inmigrantes que habitan Iraq han presentado ante el mundo las cámaras de tortura de Abu Ghraib, un estigma que debería atormentar a EEUU y a la Administración Bush para siempre. Ahora están apareciendo más acusaciones sobre prisioneros empaquetados en el hielo y obligados a beber latas llenas de aguas fecales. Al parecer, y para vergüenza de EEUU, también se han encontrado huesos incinerados en ese monumento. Una se pregunta por lo que podría estar ocurriendo en las otras once prisiones iraquíes bajo el pervertido mando de los estadounidenses.

Las Mismas y Viejas Mentiras

A menudo se compara el desastre de la homicida campaña de EEUU en Vietnam con el de Iraq. Hace poco que fue el aniversario de otra atrocidad estadounidense: la masacre de My Lai. El entonces Mayor Powell mintió también sobre aquella acción, y sus declaraciones sobre Vietnam, como las de tantos otros, parecen haber salido directamente de la guía del Pentágono para servir de comentario a lo acaecido en Iraq.

Después de My Lai, Powell escribió que los soldados estaban imbuidos de la importancia de tratar con cortesía a los vietnamitas. Los vietnamitas, dijo, apreciaban realmente los muchos proyectos cívicos de mejoras emprendidos por los estadounidenses. Dijo: «De vez en cuando reconstruimos un colegio, un hospital, alguna instalación que habíamos volado en pedazos».

Powell era optimista sobre «casos aislados de malos tratos hacia civiles y POWs (prisioneros de guerra)». Según él «esos hechos no reflejan en nada la actitud general de las divisiones del ejército… Las relaciones entre los soldados estadounidenses y el pueblo vietnamita son excelentes». (2) Las atrocidades, añadió el secretario del ejército, eran una «aberración».

Como en Faluya, Tal Afar, Hadiza, Baquba, Nayaf, y tantas y tantas ciudades, las masacres nunca afectaban a las relaciones entre invasores e invadidos. Las víctimas eran claramente «muertos agradecidos». La última y gran corresponsal de guerra Martha Gellhorn lo veía de forma diferente: «Después de todo, corazones y mentes habitan en los cuerpos», escribió de Vietnam. (3)

Las matanzas indiscriminadas eran una «aberración», «sucesos trágicos» y «no representaban en absoluto la forma en la cual nuestras fuerzas actúan en las operaciones militares en Vietnam», y entonces como ahora aparecieron estas palabras sobre la indecible barbaridad de lo que sucedió en My Lai: «Estados Unidos se centró en el pesar de la nación por lo que la guerra le había hecho a sus chicos sin prestar casi atención a lo que sus chicos le habían hecho a los vietnamitas». (4)

En realidad, los chicos de Estados Unidos consideraban que ellos iban allí a «matar pendejos», al igual que en Iraq, donde dicen que están allí para matar «negros de las arenas», «harapientos» y «hayis». Es también de Iraq de donde se sacaron y publicaron en páginas pornográficas de Internet fotos de iraquíes muertos a cambio de poder acceder a las mismas.

«Los estadounidenses lo están destruyendo todo», dijo un oficial vietnamita, «Si desde un pueblo les llega algún tiro, llegan y lo arrasan». (5) Entonces, como ahora, los estándares requeridos para incorporarse al ejército habían caído tan bajo que, en pruebas normales de inteligencia y en circunstancias normales, se habría excluido a todos los reclutados.

Incluso los ilusorios tópicos eran los mismos. Cuando Vietnam descendió a los infiernos, el General William Westmoreland anunció una «nueva fase» «hemos alcanzado un punto importante donde el fin empieza a vislumbrarse» (6), dijo. Señalando el quinto aniversario del absoluto desastre de la Operación de la Liberación Iraquí (OIL, en sus siglas en inglés), el Presidente Bush dijo: «Son innegables los éxitos que podemos ver en Iraq».

«¿Quieren Bush y Blair sacrificar a todos nuestros niños?», me preguntó un padre mientras observaba agonizando a su hijo de diez años días antes del comienzo de la guerra. Cinco años después, la respuesta es ineludible. Y aquel símbolo de libertad y esperanza, el Aeropuerto Internacional de Bagdad, es ahora una inmensa prisión: una metáfora para todo el Iraq «liberado».

NOTAS:

  1. Interfaith Network of Concerní for the People of Iraq and Citizens Concernid for the People of Iraq: «On Destroying Civilian Infraestructure During the Gulf War and Consequences for the Civilian Population». Seattle Community Network, 12 de enero de 2003. (Acceso 25 de marzo de 2008)

  2. Michael Milton y Kevin Sim, «Four Hours in My Lai: A War Crime and Its Aftermath» (Penguin, 1993).

  3. Ibid.

  4. Ibid.

  5. Louis A. Wiesner : «The Uncensored War : The Media and Vietnam» (Oxford University Press US, 1986).

  6. Daniel C. Hallin: «The Uncensored War: The Media and Vietnam» (Oxford University Press US, 1986).

Felicity Arbuthnot es periodista y activista. Ha visitado Iraq en numerosas ocasiones desde la Guerra del Golfo de 1991. Ha escrito y efectuado numerosas emisiones sobre Iraq; su trabajo ha sido nominado para varios premios. Fue también investigadora en la elaboración del documental «Paying the Price, Killing the Children of Iraq», que ganó el premio John Pilger

Enlace con texto original en inglés:

http://www.globalresearch.ca/index.php?context=viewArticle&code=ARB20080408&articleId=8593