Traducido para Rebelión por Gorka Larrabeiti
Estoy todavía a oscuras. El viernes fue el día más dramático de mi vida. Había pasado muchos días secuestrada. Había hablado poco antes con mis secuestradores, quienes llevaban días diciendo que me iban a liberar. Vivía horas de espera. Hablaban de cosas de las que sólo después entendí la importancia. Hablaban de problemas «relacionados con los traslados».
Había aprendido a entender si corrían malos o buenos vientos a través de la actitud de mis dos «centinelas», los dos personajes que me custodiaban todos los días. Uno en particular, que mostraba atención ante todos mis deseos, estaba increíblemente decidido. Para entender lo que de verdad estaba sucediendo, le pregunté provocatoriamente si estaba contento porque me iba o porque me quedaba. Me quedé sorprendida y contenta cuando, era la primera vez que sucedía, me dijo «sólo sé que te irás, pero no sé cuándo». Como prueba de que algo nuevo estaba sucediendo, en un cierto momento entraron los dos en mi habitación como para confortarme y bromear: «Enhorabuena -me dijeron- te vas para Roma». Para Roma, lo dijeron tal cual.
Tuve una extraña sensación. Porque esa palabra me evocó inmediatamente la liberación, pero también proyectó dentro de mí un vacío. Entendí que era el momento más difícil de todo el secuestro y que si todo lo que había vivido hasta el momento era «cierto», ahora se abría un abismo de incertidumbres, a cual más dura. Me cambié de ropa. Ellos volvieron: «Te acompañamos nosotros, no des señales de tu presencia junto a nosotros, que si no, los americanos pueden intervenir». Era la confirmación que no habría querido oír. Era el momento más feliz, y al mismo tiempo, el más peligroso. Si encontrábamos a alguien, vale decir a algún militar americano, habría un tiroteo, mis secuestradores estaban preparados y responderían. Tenía que tener los ojos cubiertos. Ya me estaba habituando a una momentánea ceguera. Por lo que ocurría fuera, sólo sabía que en Bagdad había llovido. El coche marchaba seguro por una zona de pantanos. Había un chófer más los dos secuestradores de siempre. Inmediatamente oí algo que hubiera preferido no oír. Un helicóptero que sobrevolaba a baja cota justo la zona donde nos habíamos parado. «Estate tranquila, ahora vendrán a buscarte… Dentro de diez minutos te vendrán a buscar». Habían hablado todo el tiempo en árabe, un poco en francés y mucho en inglés macarrónico. También esta vez hablaban así.
Después se bajaron. Me quedé en esa condición de inmovilidad y ceguera. Tenía los ojos cubiertos con algodón, cubiertos con gafas de sol. Estaba quieta. Pensé… ¿qué hago? ¿Comienzo a contar los segundos que pasan desde este instante hasta el de la nueva situación, la de la libertad? Apenas empecé mentalmente a contar, me llegó una voz amiga a los oídos: «Giuliana, Giuliana, soy Nicola, no te preocupes, he hablado con Gabriele Polo, tranquila, estás libre».
Me hizo quitarme la «venda» de algodón y las gafas negras. Sentí desahogo, no por lo que estaba ocurriendo y no entendía, sino por las palabras del tal «Nicola». Hablaba, hablaba, era incontenible, una avalancha de frases amigas, de bromas. Sentí finalmente una consolación casi física, calurosa, que había olvidado hacía tiempo.
El coche continuaba su camino, atravesando un túnel lleno de charcos, y casi dando volantazos para esquivarlos. Nos reímos de manera increíble. Era liberatorio. Dar bandazos en una carretera llena de agua en Bagdad e imaginar sufrir un accidente de coche después de todo lo que había pasado era cosa de no contar. Entonces, Nicola Calipari se sentó a mi lado. El chófer había comunicado dos veces a la embajada y a Italia que nos dirigíamos hacia el aeropuerto, yo sabía que éste estaba supercontrolado por las tropas americanas, falta menos de un kilómetro, me dijeron… cuando… Yo recuerdo sólo fuego. En ese momento, una lluvia de fuego y proyectiles cayó sobre nosotros acallando para siempre las voces divertidas de pocos minutos antes.
El chófer empezó a gritar que éramos italianos, «somos italianos, somos italianos…». Nicola Calipari se echó sobre mí para protegerme, y, entonces, justo entonces sentí su último respiro, se me moría encima. Debí sentir dolor físico, pero no sabía por qué. Pero un recuerdo fulgurante me asaltó, volvieron inmediatamente a mi cabeza las palabras que me dijeron los secuestradores. Ellos declaraban sentirse totalmente comprometidos para liberarme, pero tenía que estar atenta «porque están los americanos, que no quieren que tú vuelvas». Entonces, cuando me lo dijeron, juzgué aquellas palabras como superfluas e ideológicas. En aquella hora, para mí, corrían el peligro de adquirir el sabor de la más amarga de las verdades.
El resto aún no puedo contarlo.
Este fue el día más dramático. Pero el mes que viví secuestrada, probablemente ha cambiado para siempre mi existencia. Un mes sola conmigo misma, prisionera de mis más profundas convicciones. Cada hora fue una comprobación despiadada de mi trabajo. A veces me tomaban el pelo, me llegaban a preguntar porqué quería marcharme, me pedían que me quedara. Eran ellos quienes me hacían pensar en esa prioridad que demasiado a menudo dejamos de lado. Hacían hincapié en la familia. «Pide ayuda a tu marido», decían. Y lo dije ya en el primer vídeo que creo que habéis visto todos. Mi vida ha cambiado. Me lo contaba el ingeniero irakí Ra’ad Ali Abdulaziz de Un ponte per, raptado con las dos Simonas, «mi vida ya no es la misma», decía. No le entendía. Ahora sé qué quería decir. Porque he sentido toda la dureza de la verdad, lo difícil que es de proponer. Y la fragilidad de quien la busca.
Los primeros días de secuestro no vertí una sola lágrima. Estaba simplemente furiosa. Les decía a la cara a mis secuestradores: «¿Pero cómo me secuestráis a mí, que estoy contra la guerra?». Llegados a ese punto, ellos abrían un diálogo feroz. «Sí, porque tú vas a hablar con la gente, no secuestraremos nunca a un periodista que está encerrado en el hotel. Además, el hecho de que digas que estás en contra de la guerra, podría ser una cobertura». Y yo rebatía, casi para provocarles: «Es fácil raptar a una mujer débil como yo, ¿por qué no probáis con los militares americanos?». Insistía en el hecho de que no podían pedir al gobierno italiano que retirara las tropas, su interlocutor «político» no podía ser el gobierno sino el pueblo italiano que estaba y está contra la guerra.
Ha sido un mes de vaivenes, entre fuertes esperanzas y momentos de gran depresión. Como cuando, era el primer domingo después del viernes del secuestro, en la casa de Bagdad donde estaba secuestrada y sobre la cual descollaba una parabólica, me dejaron ver un telediario de Euronews. Allí vi mi fotografía en una gigantografía colgada en el palacio del Ayuntamiento de Roma. Y me sentí alentada. Sin embargo, después, justo después llegó la reivindicación de la Yihad que anunciaba mi ejecución si Italia no retiraba las tropas. Estaba aterrorizada. Pero inmediatamente me tranquilizaron asegurándome que no eran ellos, tenía que desconfiar de dichos llamamientos, eran «provocadores». Solía preguntar a uno que, por su cara, parecía el más disponible, aunque, como el otro, tenía aspecto de soldado: «Dime la verdad, me queréis matar». Y sin embargo, muchas veces, había extrañas ventanas de comunicación precisamente con ellos. «Vente a ver una película en la tele», me decían, mientras una mujer wahabita, cubierta de pies a cabeza, daba vueltas por la casa y me atendía.
Los secuestradores me han parecido un grupo muy religioso, rezaban continuamente versos del Corán. Pero el viernes, en el momento de mi liberación, el que parecía más religioso de todos, uno que se levantaba a las 5 para rezar, me felicitó increíblemente apretándome fuerte la mano -no es un comportamiento usual para un fundamentalista islámico-, y añadió: «si te comportas bien, te marchas ahora mismo». Después, un episodio casi divertido. Uno de los dos guardianes vino a verme estupefacto porque la tele mostraba mis retratos colgados en ciudades europeas y hasta en la camiseta de Totti. Él, que se había declarado tifoso de la Roma, estaba desconcertado por el hecho de que su jugador favorito -sí, Totti- hubiese saltado al campo con una camiseta en la que estaba escrito «Liberad a Giuliana».
He vivido en un enclave en el que ya no me quedaban certezas. Me he encontrado profundamente débil. Me había equivocado en mis certezas. Yo sostenía que había que ir a contar aquella guerra sucia. Y me encontraba en la alternativa de estar en el hotel esperando o de terminar secuestrada por culpa de mi trabajo. «Nosotros no queremos a nadie más», me decían los secuestradores. Pero yo quería contar el baño de sangre de Faluya a través de las palabras de los prófugos. Y aquella mañana, los propios prófugos o alguno de sus líderes, no me escuchaban. Tenía ante mí la prueba puntual de los análisis sobre la transformación de la sociedad irakí a raíz de la guerra, y ellos me echaban en cara su verdad: «No queremos a nadie, ¿por qué no os quedáis en vuestra casa? ¿para qué puede servirnos esta entrevista?». El efecto colateral peor, la guerra que mata la comunicación, se me derrumbaba encima. A mí, que he arriesgado todo, desafiando al gobierno italiano, que no quería que los periodistas llegaran a Irak, y a los americanos, que no quieren que nuestro trabajo testimonie en qué se ha convertido el país con la guerra, a pesar de eso que llaman elecciones.
Ahora me pregunto. ¿Es un fracaso este rechazo suyo?