Con la muerte del celebérrimo terrorista de origen jordano Abu Musad al Zarqawi, los coligados invasores de Iraq -entiéndase en primer término estadounidenses y británicos- han perdido el mejor de sus colaboradores internos. ¿Paradoja, esto que afirmamos? ¿Gesto ampuloso, boutade, de diletante con ínfulas de comentarista separado del montón? Frío, frío, frío. La razón se […]
Con la muerte del celebérrimo terrorista de origen jordano Abu Musad al Zarqawi, los coligados invasores de Iraq -entiéndase en primer término estadounidenses y británicos- han perdido el mejor de sus colaboradores internos.
¿Paradoja, esto que afirmamos? ¿Gesto ampuloso, boutade, de diletante con ínfulas de comentarista separado del montón? Frío, frío, frío. La razón se impone. Con el concertado bombardeo de dos aviones del Pentágono ha sido sacrificado un peón que, quiéralo o no esa gran prensa ahora como enloquecida de felicidad y júbilo necrófilo -alguien lo calificó de esta manera-, representaba el enemigo deseable, porque había reproducido con su persona el proceso de propaganda satanizadora (en este caso contra toda la resistencia) que se siguió con Saddam Hussein, según un atinado editorial de la digital Gara.
Enemigo extinto que, extrañamente, conservó toda su osamenta, al extremo de que sus restos se hicieron la mar de identificables, cuando sus siete compañeros de secreteos en una casa recoleta y «segura» resultaron convertidos en polvo, y no precisamente de estrella. (Mal pensados hay que creen a pie juntillas el testimonio de cierto iraquí, Mohammed Ahmed, sobre el hecho de que, inmediatamente después de lanzadas las bombas, vio a un hombre barbudo sobreviviente tendido al lado de una acequia. Y vio más. Vio que soldados norteamericanos sacaron al herido de la ambulancia donde los aldeanos lo habían subido, y lo patearon y golpearon, dice, por no revelar el nombre, hasta dejarlo muerto… Pero eso sí: de cuerpo presente, entero como para que nadie dudara: «Caramba, si ese es Zarqawi, el de los vídeos, el mismísimo jefe de Al Qaeda en Iraq».)
Aseverábamos que se tornaba imprescindible ahora la desaparición del Príncipe de los Infiernos, sobrenombre que le discutió en buena lid al propio Bin Laden, porque otro príncipe, no precisamente del paraíso, sino de… la Casa Blanca, ha conseguido un oportuno (¿oportunista?) éxito ante la espiral de infaustas noticias que socavan la paciencia de los norteamericanos en cuanto a la presencia de sus tropas en la Mesopotamia.
Albricias. Era menester algo que contrarrestara los informes sobre la acumulación de cadáveres en la morgue de Bagdad -ah, el desatado odio religioso-, la investigación de la masacre por marines gringos de decenas de civiles en el pueblo sunita de Haditha -para muchos, reedición del My Lai vietnamita -, la imposibilidad de que el flamante primer ministro Nuri al Maliki lograra consenso dentro de su «gobierno de unidad nacional» para nombrar a los tres titulares clave en la seguridad. Que contrarrestara incluso -afirma el comentarista Jim Lobe, de la agencia IPS– la creciente convicción en el Congreso de USA de que «el gobierno gasta casi dos mil millones de dólares semanales en una causa perdida», causa que acarrea un imparable goteo de bajas -dos mil 500 de ellas, mortales- entre los soldaditos americanos.
Sí, muerte oportuna como la más. Ahora. Y subrayo el adverbio tras leer, en artículo del analista Chris Floyd (sitio web Rebelión), fuente digna de crédito, que «en junio de 2002, fuerzas usamericanas habían ubicado el emplazamiento de Zarqawi. Prepararon un detallado plan de ataque que habría destruido la banda terrorista. Pero su solicitud de permiso para atacar fue rechazada no una, sino dos veces por la Casa Blanca. Funcionarios del gobierno temían que el ataque complicara las cosas en su esfuerzo de relaciones públicas por fomentar la histeria bélica contra el régimen de Saddam».
Claro, la destrucción del barbado demonio habría revelado que el luego depuesto mandatario no estaba en capacidad para acabar con su odiada Al Qaeda -recordemos el laicismo de Hussein- en su propio territorio, y, por consiguiente, la opinión pública internacional habría comprendido que las fuerzas iraquíes no podían, entonces, amenazar a vastos ejércitos enemigos dentro de sus fronteras, menos en países vecinos o el resto del mundo. «También habría puesto al descubierto que los únicos terroristas islámicos que operaban en suelo iraquí se encontraban en áreas controladas por USA y sus aliados.» ¿Casualidad de casualidades?
El factor resistencia
George W. Bush, Tony Blair y otros líderes occidentales están contra reloj. Tal afirma el diario francés Le Fígaro, las próximas semanas dirán si el gobierno de Al Maliki puede imponer su autoridad y destrenzar la insurrección sunita. Una sensible tregua ofrecería a los norteamericanos y sus adláteres pretexto plausible, o menos increíble, para reducir sus tropas antes de las elecciones de noviembre en el Congreso; dispondrían, además, de más tiempo para concentrarse en Afganistán, en camino de convertirse de nuevo en santuario para Al Qaeda y los talibanes, y tal vez para ocuparse de Somalia, que, «ante la indiferencia general, acaba de caer en manos de los islamistas».
Pero, en inusual asomo de lucidez, el presidente estadounidense se mostró cauto al comentar la muerte de Zarqawi. «Debemos suponer -señaló- que los terroristas e insurgentes seguirán sin él, que la violencia continuará.» O sea: aunque la «sabiduría» no le alcanzó para diferenciar el terrorismo fundamentalista de la lucha de liberación nacional -¿peras al olmo?-, el hombre coincidió, de facto, con aquellos analistas para los que «no va a cambiar en forma significativa el curso de la guerra entre los invasores y la resistencia iraquí».
Para observadores como Txente Rekondo (Rebelión), «la desaparición de Al Zarqawi puede abrir la puerta hacia la colaboración de las diferentes organizaciones de la resistencia iraquí y hacia la configuración de un movimiento de liberación nacional unificado, algo impensable con la actitud y estrategia que representaba la política de Al Zarqawi».
Nada, que quizás finiquiten, de una vez por todas, la tensión y la violencia sectarias, en aras de las cuales el terrorista de los rehenes decapitados -¿recuerdan?- utilizaba argumentos ideológicos y religiosos, tales presentar a los chiitas todos como desviacionistas y quintacolumnistas. Puede que, embistiendo contra la comunidad chiita, en no pocas ocasiones haya conseguido una respuesta arrebatada de esta hacia los sunitas. Se trataba de que Iraq se trocara en un campo de batalla ingobernable para los Estados Unidos y sus aliados. A toda costa. Incluso al precio de la sangre derramada entre hermanos.
En este contexto, atinados comentaristas pronostican que la muerte de Al Zarqawi no terminará con la resistencia, puesto que él siempre representó una parte minúscula de esta. De acuerdo con el escritor Tariq Alí, «mientras la situación en el país siga deteriorándose, Zarqawi pronto será olvidado». Además, «la ocupación todavía no puede garantizar -después de tres años y un gasto de más de 200 mil millones de dólares- el suministro cotidiano de agua corriente y de electricidad a la población a la que ha sometido. Las fábricas continúan paradas. Los hospitales y las escuelas apenas funcionan. Los ingresos procedentes del petróleo han sido saqueados sistemáticamente por los secuaces locales de Estados Unidos (…) las mínimas condiciones de seguridad son puro espejismo».
Y, como si fuera exigua la lista, lo más importante: en medio de estas escenas infernales, la moral de los ocupantes muestra signos de estar cediendo. «Abandonado el lujo de un ataque sin víctimas (propias) desde más de nueve mil metros de altura, las tropas norteamericanas están en punto muerto, confinadas en los cuarteles, emprendiendo misiones solo con poderío aéreo o guareciéndose tras una pantalla vegetal ultraprotectora (la Zona Verde), pero siguen perdiendo vidas a diario.»
No en vano, según el mismísimo Pentágono, en 2005 el número de ataques de la resistencia ascendió a la «irreverente» cifra de 34 mil 131, casi cien al día. Y de ese astronómico número, solo el ¡uno! por ciento fueron coches bomba o actos suicidas (400 aproximadamente), lo que obliga a considerar a los terroristas islámicos una brizna en un campo de trigo.
Si así no lo fueran, quizás Washington se avendría a revertir una situación que, conforme a muchos, lo pone en solfa: no obstante la exigüidad de los medios de combate de la resistencia, en lo que va de año los Estados Unidos han erogado en las agresiones a Iraq y Afganistán una cifra récord, equivalente a todo el gasto del resto del planeta en armamentos: el 48 por ciento de los mil 118 billones de dólares invertidos a nivel mundial. Y acaban de aprobar una nueva partida presupuestaria, de casi 66 mil millones, destinadas a las fuerzas destacadas en esos territorios.
Tantos son el miedo y la afrenta, que la «benemérita» USA se vio compelida a sacrificar a quien consideramos el mejor de sus colaboradores internos en la antigua Mesopotamia. Puede que, en secreto, alguien lo esté llorando en una capilla improvisada allá en la Casa Blanca.