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Narcoestructuras: el secreto encanto de la dolarización

Fuentes: Rebelión

La geopolítica del narco y la simple geografía determinan cuáles son las zonas sacrificiales de producción y tránsito de estupefacientes, pero es la política (o la narcopolítica) la que determina la extensión del fenómeno y sus consecuencias sociales. Publicado en Página/12 el 28 de febrero de 2024.

De la guerra contra las drogas a la sustitución de cultivos

Hace 20 años, una canción de la banda Molotov daba la clave de bóveda para abordar la cuestión del narcotráfico: “aunque nos hagan la fama de que somos vendedores, de la droga que sembramos, ustedes son consumidores”.

En efecto, la canción ponía el dedo en la llaga de las relaciones de México, uno de los principales productores de estupefacientes -y asiento de temibles cárteles como los de Sinaloa y Jalisco- y los Estados Unidos, gran demandante y consumidor global. El diagnóstico mantiene hoy la misma vigencia que hace dos décadas. La gran potencia global en declive es el primer consumidor de anfetaminas, el primero de opioides sintéticos, el segundo de marihuana, el tercero de cocaína y el décimo de éxtasis, según datos de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito.

En este mercado, como en todos los otros, la clave está en la demanda. Más aún si consideramos que el boom de las drogas sintéticas permite deslocalizar la producción, que ya no depende del cultivo de materias primas como la hoja de coca, la mariguana o la amapola, cuyo crecimiento supo condenar a ciertos países (en particular las naciones andinas) en la división internacional del trabajo ilícito.

Sin embargo, a esta tendencia histórica se suman algunos elementos que alteran por completo el mapa de la geopolítica del narcotráfico. En primer lugar, y según el Reporte Global de Cocaína de la ONU del año 2023, Europa superó a Estados Unidos como el destino privilegiado de los traficantes de cocaína. Por otra parte, el aumento exponencial de la producción y consumo de fentanilo y otros analgésicos opioides (como la célebre oxicodona a la que era adicto el Doctor House) viene contrayendo el mercado de la cocaína en Estados Unidos, barriendo incluso con el consumo de drogas recreativas. En el año 2022 el fentanilo representó el 96 por ciento de las muertes relacionadas a consumos problemáticos.

Otro dato no menor es la llegada al poder, en Colombia, de un gobierno progresista que promete acabar con la narcopolítica y que busca implementar la política de sustitución de cultivos que en esencia fue acordada en los Acuerdos de Paz de La Habana entre el Estado colombiano y las extintas FARC, acabando con el lesivo enfoque de la guerra contra las drogas. Una guerra sin combatientes que, paradójicamente, fue la más larga y mortífera de toda nuestra historia continental, y cuyo único resultado palpable fue sostener precios artificialmente altos que volvieron más y más rentables a las narcoestructuras.

Se trata en esencia de una estrategia pacífica, que descriminaliza al productor rural, similar a la adoptada por el gobierno del MAS en Bolivia, que tras expulsar a la DEA del territorio nacional en 2008, logró disminuir de manera drástica los índices de violencia y la producción de cocaína, así como reivindicar los usos tradicionales de la milenaria hoja de coca por parte del campesinado y los pueblos indígenas.

Dolarización y liberalización: la mesa servida

Si ese fue el camino virtuoso seguido por Bolivia y es el que ahora comienza a transitar Colombia, Argentina parece correr a contramano, hacia el mismo abismo en que comenzó a sumergirse Ecuador a partir del año 2017 (con las presidencias de Lenín Moreno y Guillermo Lasso), persiguiendo una peligrosa combinación de políticas económicas de shock, dolarización, liberalización financiera y retiro del Estado de sus funciones soberanas (desde la inteligencia militar hasta la política social).

Como dijo el presidente ecuatoriano Daniel Noboa, insospechado de progresismo, dos factores resultan clave para explicar el descalabro de su país: el desmantelamiento de los controles fronterizos y la dolarización. Gracias a esta última, los narcoterroristas “no tienen que cambiar moneda, simplemente entran dólares, salen dólares. No hay rastro cambiario”.

En esas facilidades para lavar activos y fugarlos al exterior reside, para las narcoestructuras, el secreto encanto de la dolarización que propone Javier Milei en Argentina. Claro que ese factor no alcanza. Si no no podríamos explicar los bajos índices de criminalidad y violencia registrados durante el decenio de Rafael Correa, con el que Ecuador -aún dolarizado- supo convertirse en el segundo país más seguro de la región.

Por eso lo más preocupante es que no se trata sólo de la dolarización: los liberal-extremistas, a conciencia o no, están haciendo muchas otras cosas para estimular las economías ilícitas. En relación a la ausencia de controles fronterizos que mencionaba Noboa, debemos recordar que el mega-decreto de “necesidad y urgencia” y la llamada “Ley Ómnibus” habilitan la privatización de ARSAT, una compañía satelital estatal de punta, y también de INVAP, una empresa pública que se dedica, entre otros rubros, a la producción de satélites y radares. El control civil y militar del espacio aéreo es clave para ejercer una soberanía efectiva (recordemos que el más resonante presidente de la narcopolítica regional, Álvaro Uribe Vélez, comenzó su carrera, no casualmente, como director de la Aeronáutica Civil, que resultó ser sumamente colaborativa con Pablo Escobar y el Cartel de Medellín).

Algo parecido sucede con los puertos, en particular los volcados sobre la estratégica “hidrovía”, privatizados en la década del 90, lo que impide la correcta fiscalización de embarcaciones y contenedores. Reparemos en un dato ilustrativo: según Gustavo Idígoras, de la Cámara Argentina de la Industria Aceitera, el país contrabandea 1.500 toneladas de soja al mes. ¿Qué no sucederá entonces con los mucho más modestos, pero críticos, volúmenes de la droga?

Argentina en la nueva geopolítica del narcotráfico

La caída en la demanda de cocaína en Estados Unidos y su aumento en Europa, permiten de por sí comprender el por qué del trazado de nuevas rutas por parte del narcotráfico. En esencia, éstas ya no sólo ascienden desde los grandes países productores como Colombia o Perú hasta los Estados Unidos, utilizando como estaciones de paso al istmo centroamericano o las islas caribeñas. Por el contrario, empiezan a desplazarse también en sentido inverso, buscando su salida a través del Pacífico para llegar a Australia y Asia, o a través del Atlántico para dirigirse a Europa y África, utilizando las grandes cuencas hidrográficas de Sudamérica.

Este fue el problema de Ecuador, país de buenas rutas y perfil costero navegable, y comienza a ser también el de Argentina, bendecida y maldita con su soberanía sobre el sistema fluvial conformado por los ríos Paraguay y Paraná. La “hidrovía”, que compartimos entre otros países con Paraguay, que por añadidura viene aumentando sus volúmenes de procesamiento de droga y se está convirtiendo en una suerte de distribuidor subregional, según los “Narco files” filtrados por el Centro Latinoamericano de Investigación Periodística (CLIP).

Pero si la geopolítica del narco y la simple geografía determinan cuáles son las zonas sacrificiales de producción, la política (o su reverso, la narcopolítica) se encargan de todo lo demás. Si algo demuestra la experiencia ecuatoriana, es que no es necesario ser un gran productor de estupefacientes para sufrir todos los flagelos sociales de la narcocriminalidad.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.