Uno de los teóricos de la comunicación más importantes del mundo sostiene que la Sociedad Global de la Información es un mito.
OJOS azules, delgado, un pelo blanco peinado a destiempo. Esos son los primeros rasgos que saltan en la figura del belga Armand Mattelart. Más bien parece un buen compañero de café y no el hombre que estremece al mundo entero con sus criterios.
Lo hace desde hace tiempo. Comenzó en 1971. Entonces, en Chile, junto con el argentino Ariel Dorfman, publicó Para leer al pato Donald, un estudio en el que demostraban cómo las historietas inocentes podían venir cargadas de toda la malevolencia posible. El resultado no se hizo esperar. Desde Washington llegó un mensaje: prohibida la entrada y circulación del libro en el territorio de la Unión. «Me hicieron un honor muy grande», cuchichea Mattelart.
Desde entonces, viene su inclusión en el bando de los Apocalípticos, denominación creada por el italiano Umberto Eco para nombrar a aquellos intelectuales, que vapulean a diestra y siniestra a los medios de comunicación. Luego vinieron momentos inciertos para Mattelart; sobre todo cuando tuvo que salir de Chile y ninguna universidad deseaba acogerlo, porque el futuro profesor de la Universidad París VIII no quería callarse.
Eran los tiempos del debate, que terminaron con la salida de Estados Unidos y de Inglaterra de la UNESCO y la aprobación del Informe McBride, elaborado por una comisión presidida por el irlandés Sean McBride, y en el que se denunciaban los peligros de la concentración de los medios de comunicación.
Ahora, a la vuelta de sus 70 años, de él dicen que es uno de los gurúes de la información. Pero un gurú que continúa con su mirada crítica y que acerca su ojo hasta los resquicios más minúsculos de la sociedad para ver por dónde se desliza la comunicación y le cambia la vida a los seres humanos. Ahí está su Historia de la Sociedad de la Información y La Comunicación-mundo: historia de las ideas y de las estrategias, un estudio abarcador, en el que examina los intercambios de información, a través de la lógica en que la cultura se relaciona con otras formas de organización social, en el mundo que surgió a partir de la primera crisis del petróleo, en los años 70 del siglo XX. La lista pudiera seguir, y lo único que haría sería confirmar a un gurú inquieto, enjuto, para nada acomodado en su trono de gran señor.
Él se ríe cuando le recuerdan su altura, y lo hace aturdido ante el acoso de los periodistas, que no le han dado descanso desde que desembarcó por el aeropuerto de La Habana, acompañado de su esposa Michelle. Ante el pedido de la entrevista, pide con una amabilidad firme: «Solo 20 minutos, por favor. Es de lo único que dispongo». No queda más remedio que sonreír: «Correcto, profesor, solo 20 minutos».
– Mucho se habla hoy de la Sociedad Global de la Información (SGI). Sin embargo, usted la refuta y dice que hablar de ella es un mito. ¿Por qué?
– El concepto aparece en 1995 por los días en los que andaba una Cumbre del G-7. Es decir, una reunión de los países más ricos e industrializados del mundo. Ya por ahí, usted puede sacar algunas conclusiones. En el momento en que nace, ya es evidente la fractura o desequilibrio del mundo en materia digital. Entonces, lo que se trataba era de dotarse de un instrumental técnico, con el que se pensaba superar las diferencias de desarrollo. Y por eso es un mito. Porque en el fondo, lo que subyace es una visión tecnocrática.
Muchas voces, a principios de este siglo, han planteado que no se puede hablar de la SGI, sino de Sociedades del Saber, que permiten incorporar los elementos técnicos, desde sus diferencias y sus culturas. A mí me parece que este concepto es el más correcto.
– En varias ocasiones usted ha encendido el bombillo de alarma ante la falta de un debate sobre las problemáticas de los cambios que ha traído la comunicación para las sociedades. ¿Por qué esa falta de discusión para un tema tan vital?
– Porque las agencias de la ONU no lo han puesto sobre la mesa de discusiones y, sobre todo, porque no se menciona, ni se denuncia la concentración financiera que se ha operado en los medios de comunicación y el modo en que eso atenta contra la identidad de los pueblos. Son pocos los que se atreven a hacerlo.
– Entonces, ¿cree usted que en estos momentos hace falta un segundo informe McBride, profesor?
– ¿Por qué no? Al menos, sería bueno retomar las grandes líneas del Informe McBride. Sobre todo uno de sus grandes principios: el de establecer una definición jurídica sobre los Derechos de la Comunicación, lo que para mí es más amplio que el concepto de Libertad de Comunicación. Lo que pasó con el Informe es que después le construyeron una leyenda negra. Y, sin embargo, hoy continúan latente muchos de los problemas que le dieron vida. El de la concentración de los medios es uno.
– ¿E Internet? ¿Acaso Internet no rompe con ese monopolio de la información?
– Internet es un instrumento formidable. Pero vamos a hablar claro. El cambio no se logra con guerrillas informáticas. Al menos, sino se plantea una de las cuestiones de fondo y que es establecer los marcos jurídicos en los que se debe mover la comunicación.
– En su artículo La Hipnosis de una Nueva Economía y el Progreso, usted señala el alejamiento que, históricamente, los intelectuales progresistas han tenido de los problemas de la comunicación. ¿A qué se debe ese distanciamiento, cuando el tema de la información se ha convertido en algo tan decisivo para las sociedades?
– Durante mucho tiempo las izquierdas que nacieron de los movimientos obreros, pensaron a los medios a partir de la noción agitación-propaganda. Para ellos, comunicar era propagandizar y lograr la agitación de las masas. Eso los hizo tener una visión recortada del problema y no se dieron cuenta de que en la comunicación también entran cuestiones tan elementales como el de la cotidianidad de las personas.
Yo tuve la experiencia de Chile durante el gobierno de Allende. Entonces, la televisión transmitía todo tipo de espacios y, entre ellos, la telenovela. Recuerdo a una: Simplemente, María. No había manera de competir con ella. Cuando empezaban a transmitirla, todo se detenía. Las amas de casas, los niños, los mismos obreros paraban todo lo que hacían y se sentaban a verla.
Y aquello nos hacía pensar: ¿cómo era posible que personas empeñadas en construir una sociedad nueva, se interesaran en algo que estaba en contra de los principios que ellos defendían? Esas contradicciones nos hacían plantearnos la interrogante sobre qué es la Comunicación de Masas.
– ¿Considera que la izquierda está hoy en condiciones de sostener un debate sobre los problemas de la comunicación?
– Creo que el debate dentro de ella avanza muy lentamente. En los Foros Sociales Mundiales el tema ha evolucionado, tiene un mayor peso en las últimas ediciones, incluso cuenta con un eje central: La Cultura y la Comunicación.
Sin embargo, cuando se trata de analizar la relación entre poder, cultura y comunicación enseguida aparece un signo de interrogación. En Europa prima un análisis economicista, sin que se den cuenta de que el problema debe abordarse también desde las identidades culturales, que son las que están en peligro.
– ¿Usted ha dicho que lo importante en estos momentos no es analizar los contenidos de las historietas del Pato Donald, sino las transformaciones que se han operado en las sociedades con la internacionalización de las comunicaciones. ¿Qué ha sucedido en el mundo de los medios de comunicación desde ese día de 1971, en el que apareció Para leer al pato Donald, hasta fechas más recientes en las que se publicó su libro Historia de la Sociedad de la Información?
– Ha sucedido una crisis en el modelo de acumulación capitalista. A partir de la década de los años 70 del siglo pasado se retiró la paridad del dólar con el oro, ocurrió la primera crisis petrolera y otros eventos, que obligaron a plantearse un modelo de desarrollo a partir de las Tecnologías de la Comunicación y la Información.
Esa propuesta nace ante la necesidad de lograr un nuevo modo de gobernar. En los años siguientes, los Estados Unidos lo convirtieron en el centro de sus intentos por imponer su hegemonía política y militar. Entonces la comunicación se vuelve un elemento central en medio de esa estructura de poder. Por eso vemos la captación de tantos profesionales para respaldar esa forma de dominación. Ellos son los que producen la información y con ella el conocimiento. ?
– ¿Y qué ha pasado con Armand Mattelart en todos estos años? ¿Qué ha cambiado y qué sigue permanente en él?
– No he perdido mi capacidad de indignarme. Pueden haber cambiado muchas cosas, pero no mi irritación ante los desniveles de equidad y frente a las injusticias. En eso sigo siendo el mismo de siempre.
– Profesor, leemos sus entrevistas y sus ensayos, y una interrogante nos asalta constantemente. ¿En qué medida continúan pesando en usted las experiencias que vivió en el Chile de Salvador Allende?
– Me marcó mucho, sobre todo por lo que me enseñó. Quise mucho ese tiempo y aún lo sigo haciendo.
– ¿Qué le enseñó el Chile de Allende?
– Trataría de resumirlo en lo siguiente: Primero, me mostró la debilidad de la izquierda frente a los problemas de la comunicación, en medio de una campaña de propaganda brutal contra el gobierno de la Unidad Popular. Teníamos necesidad de una teoría para entender los medios y no la teníamos a mano.
Lo otro que me mostró el proceso chileno fue algo que después se llamó el espacio global de la comunicación. Por las características de las fuerzas que integraban a la Unidad Popular, se permitió la entrada a chorros de las informaciones de múltiples agencias de prensa; que en vez de informar, atacaban y manipulaban. Allende fue muy lúcido y denunció el poder de las transnacionales, que era el que operaba detrás de ese poder global de la información.
– ¿Sabe que usted está incluido dentro del bando de los apocalípticos?
– Oh, sí…, me divierto mucho con esas cosas…
– Y cuando proclaman que Armand Mattelart es un apocalíptico, ¿en qué piensa?
– Esa es una caracterización que ha perdido la necesidad de la crítica. Con el concepto de Apocalipsis, se piensa en algo que necesariamente terminará en la fatalidad. Y yo, cuando investigo, lo hago sobre lógicas que existen y, sobre todo, para encontrar alternativas que nos alejen del desastre. Por eso lo digo: nunca seré un apocalíptico. De ningún modo.