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Órdago en Nayaf

Fuentes: La Estrella Digital

Al observar los combates en Nayaf y otros núcleos chiíes de Irak, no hay que perder de vista que lo que allí está en juego estos días es, sobre todo, la carrera presidencial en EEUU, que condiciona la estrategia militar adoptada por Washington en Iraq. El resultado de esos enfrentamientos armados también influirá, naturalmente, en […]

Al observar los combates en Nayaf y otros núcleos chiíes de Irak, no hay que perder de vista que lo que allí está en juego estos días es, sobre todo, la carrera presidencial en EEUU, que condiciona la estrategia militar adoptada por Washington en Iraq. El resultado de esos enfrentamientos armados también influirá, naturalmente, en cómo evolucione la situación política en Iraq y en el inventario de fuerzas opuestas a la ocupación del ensangrentado territorio mesopotámico. Todo parece indicar que EEUU ha decidido echar el órdago definitivo, atacando a los rebeldes chiíes del insurrecto clérigo Múqtada al Sáder y su «panchovillesco» ejército.

Entre los variopintos enemigos que en Iraq se oponen a la ocupación militar, la elección del llamado Ejército de El Mahdi parece lo más apropiado para salvar la cara del gobierno títere de Alaui y la de sus mentores estadounidenses. Al contrario de los muyaidines que se enfrentaron con éxito al invasor en Faluya y otras localidades del Iraq suní, la mayoría de los desharrapados soldados de Al Sáder no procede del antiguo ejército regular iraquí. Basta contemplar con mirada crítica en las imágenes televisadas su indisciplinada actividad, el despilfarro de munición en sus alocados disparos al aire o el torpe manejo de un simple mortero ligero, que ni el más inexperto recluta sería capaz de empeorar, para advertir que esos combatientes, mal armados y peor instruidos, poco tienen que hacer frente a la máquina militar de EEUU, aparte del valor personal que pueda conferirles su fanatismo religioso.

Es también importante constatar que no gozan del apoyo unánime de la población. Al Sáder se ha enfrentado a otros líderes religiosos y su ambición parece haberle dejado, por ahora, sin el amplio crédito del que sí gozan otros dirigentes de su misma adscripción religiosa, como el Gran Ayatolá Sistani. No obstante, la situación podría cambiar si los errores de EEUU le convierten en un mártir o si los ataques a Nayaf violan ostensiblemente la sacralidad del lugar. Además, si se prolonga el enfrentamiento, aumentará el número de seguidores de Al Sáder, incluso entre los suníes; algunos de éstos que lucharon en Faluya ya están instruyendo a los combatientes de El Mahdi.

Así que una victoria rápida en Nayaf, aunque dejara un profundo poso de resentimiento que aflorase posteriormente (preferiblemente tras las elecciones de noviembre en EEUU) y generase situaciones todavía más peligrosas que las actuales, produciría un efecto inmediato: permitiría a Bush capitalizar electoralmente el triunfo militar. Los medios de comunicación que le apoyan podrían dejar de aludir al caos iraquí – lo que tanto daño le causa – y recrearse en el éxito de las armas victoriosas. El cuidado con que tales medios se refieren a la situación está calculado para no perjudicar más a un presidente cuya popularidad está en números rojos. El influyente Los Angeles Times anunciaba hace unos días: «Para mejorar la coordinación, las tropas de EEUU han tomado el ‘control operativo’ de la Policía y las tropas de la Guardia Nacional iraquí». En términos militares, tener el control operativo de una unidad es imponerle las misiones a ejecutar, es decir, ponerla plenamente «a las órdenes» de quien toma el control. Esto indica que el gobierno títere de Bagdad pronto ha sido privado de sus dos únicos instrumentos de fuerza.

De esa forma se intenta maquillar la dura realidad que deja en entredicho aquella frase de Bush cuando aterrizó, creyéndose ya victorioso, en la cubierta del portaaviones Abraham Lincoln: «Agradecemos a todos los ciudadanos de Iraq que han dado su bienvenida a nuestras tropas y se nos han unido en la liberación de su país». La bienvenida ha pasado a ser un recuerdo borroso y lo que ahora preocupa a la mayoría de los iraquíes no es liberarse de Sadam Husein sino de las tropas extranjeras que les han invadido y cuya sola presencia inflama los ánimos de la población, sin distinción de credo religioso.

La guerra ha cambiado de rostro: en un relevo de unidades militares de EEUU los salientes aleccionaban así a los entrantes: «Aprenderéis a odiar a esta gente [la población iraquí]». Uno de los recién llegados reflexionaba después: «Pensé que con esa actitud era natural que se lo hubieran pasado muy mal. Pero ¿sabe una cosa? ¡Tenían toda la razón del mundo!». Esto indica hasta qué punto ha fracasado también aquella estrategia que, en palabras de Bush y de sus más prominentes adláteres, tenía por objeto «ganar la lucha en los corazones y en las mentes del pueblo iraquí».

En Iraq ya no se intenta establecer una democracia: un gobierno impopular, que se irá deshaciendo al paso del tiempo, mal puede materializar el espíritu democrático restaurando la pena de muerte, censurando y prohibiendo medios de comunicación y mostrando su dependencia de la Embajada de EEUU. Y si, por otro lado, las actuales operaciones militares no terminan con un éxito fulgurante – además de poco cruento y muy respetuoso con la religión y sus lugares sagrados -, se hundirá para los iraquíes la credibilidad de EEUU y, lo que es peor, la del propio gobierno de Alaui. Además de prolongar la resistencia al invasor, esto fomentaría la guerra civil por el poder que haya de regir el Iraq del inmediato futuro.

Una vez más resulta cierto el viejo aforismo: «Lo que mal empieza, mal acaba». Como señalé en su momento, la invasión de Iraq empezó del peor modo concebible y, para vergüenza de los españoles, con el apoyo entusiasta de nuestro Gobierno, por mucho que ahora algunos pretendan olvidarlo.


* General de Artillería en la Reserva
Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)