2006 I Movimiento Hoy, ayer, hace unos momentos, dentro de unos segundos nada ha cambiado, nada parece querer cambiar. La desilusión histórica se respira en el enjambre de ruidos del mercado, entre fruterías y el humo de automóviles; entre sílabas y discursos presidenciables; entre los ojos que buscan a Dios y un sol […]
2006
I Movimiento
Hoy, ayer, hace unos momentos, dentro de unos segundos nada ha cambiado, nada parece querer cambiar. La desilusión histórica se respira en el enjambre de ruidos del mercado, entre fruterías y el humo de automóviles; entre sílabas y discursos presidenciables; entre los ojos que buscan a Dios y un sol que arde, quema, enceguece horizontes azulados. Quizás otro día. No, no hay ayer, ni mañana, todo queda, irremediablemente atrapado en el presente, olvidado. Parpadear es ya un acto de extravío y de apertura, siempre un final de partida.
Estamos rodeados de un mundo moderno, tenemos autos último modelo, celulares ultra-delgados, 80 canales de cable, Internet inalámbrico, máquinas que lo hacen todo, salvo salvar aquello que llamábamos humano. Estar sobre-informado asegura la inercia, la persistencia de que nada cambie. La crisis urbana es un reflejo directo de la crisis espiritual del hombre, estamos ante una nueva realidad cultural, ante una nueva sustancia nerviosa del hombre fundada en la tecnología, en el procesamiento mecánico de las realidades. El ritmo vital se ha intensificado tanto en nuestra época, en nuestra Honduras, que tal velocidad de acontecimientos superan nuestra capacidad receptiva. Adolf Loos lo resumió maravillosamente: el hombre moderno era el que vivía en el presente, y no en el pasado; era alguien que no era nostálgico, sino que abrazaba sin reservas el presente en el que vivía; el hombre moderno, en fin, era aquel que poseía un temperamento moderno, un sistema nervioso moderno, una sensibilidad moderna; el hombre moderno era el sujeto de su tiempo, y no el de cualquier siglo anterior.
Hoy vivimos un estado puro de civilización. O para ser más rotundo, un proceso civilizatorio que engendra una nueva cultura de producción y reproducción técnica de la realidad. Una que tritura y violenta la organización sentimental del hombre. La sensibilidad humana y su alma es parte del orden de la máquina. La máquina de producir, la ciudad-máquina, la máquina humana, la máquina de vivir y desvivirse: sin condiciones. Esta es la era de la máquina, la organización de un caos sometido bajo un orden susceptible de control. Sin embargo, yace debajo de esas líneas perfectas y rectas, bajo esa pulcritud aparente que da la reproducción de la realidad por medio de la máquina y la tecnología un estado alterado y sucio de las cosas. Es un ser humano desfigurado, sucio, golpeado, enajenado, enloquecido, definitivamente perdido. ¿Esta vivo? ¿Qué sobrevive de este ser? ¿Tiene historia, sentimientos no programados, risas y abrazos espontáneos? ¿Sangra? Las pantallas no lo hacen.
II Movimiento
Amanece el día, detrás de un sol geométrico, de saludos y sonrisas automáticas, detrás de transacciones diarias, de horarios y agendas, amanece el día calculado. Amanece otro día ezequielizado, callado de muerte y violento. Me miro en el espejo, reflejo un pincelazo tuerto, desfigurado, rojo, roto, negro, grueso, verde espeso. Esto es insoportable. Mejor maquillar el momento. Salgo a la calle triunfante, condenado a ser excelente, por supuesto.
Es impresionante lo que ya ha dejado de asustarnos. No, no lo es. Soy moderno, invencible, sin miedos. Soy parte del nuevo proyecto, de la nueva cultura. Mi identidad es única, se funda en la no-diferencia. Pienso que no me acuerdo quién fui hace unos momentos. ¿Existo?
III Movimiento
El maquillaje aplicado no resiste las lágrimas. Se disuelve, se esparce sobre mi faz deforme. Me revela, me desnuda ante el mundo que ignora. Nadie voltea, la sorpresa esta censurada. Mis ojos, como la cultura objetivada y la tradición, yacen estáticos, petrificados. No hay historia en mi historia, no hay memoria de la inmolación del pasado. En las calles se celebra la ruptura radical, más bien se obedece sin cuestionamientos. Siguiente.
Sobre la calle, en no sé qué coordenadas de mis honduras, me detengo. Observo una imagen diaria, otro día ezequielizado, maquillado hasta el cansancio. Este detenerme a media calle a medio espanto me recuerda una obra de Padilla: Mujer azul dando a luz. Ese el nombre que le asigno. Esta obra detalla la pobreza sumida en la indiferencia, rural o urbana, no importa. Es una obra de azules sobre azules, donde la misma persona se pierde en un paisaje lúgubre y sombrío que despiertan los matices de una misma gama. En ella se vislumbra apenas un cuerpo raquítico, desnutrido, en una palabra olvidado. Bien podría ser Honduras, como afirma Juana Pavón, quien siempre ha creído que Honduras tiene nombre de mujer. Y en efecto, es una mujer este personaje del primer plano de la obra, en posición de dar a luz, ese acto creador de vida. Sin embargo, desconcierta la gravedad de los pincelazos, su violencia. A veces me pregunto si este hombre llamado Ezequiel Padilla sufre más la fuerza gravitacional sobre Honduras que otros. ¿Por qué golpea el lienzo con esa fuerza devastadora como si estuviese esculpiendo sobre piedra? Después de todo, Ezequiel, ¿estas pintando o quitando maquillajes a fuerza de golpes graves esperando que alguien reaccione?
Esta mujer raquítica, cubierta en sufrimiento sobre sufrimiento y desespero, en posición de dar a luz, rodeado por el espanto, ¿a qué tipo de mundo esta trayendo esta mujer una vida, esta expresión de Honduras angustiada? ¿A que esta sometiendo la esperanza y el futuro de esa luz, cuando las tonalidades de su derredor la están absorbiendo y perdiendo en ese paisaje diario? Ese paisaje de desilusión que ha conformado la condición de vida del hondureño. Una vida sin utopías, sin esperanza.
Sin embargo, ese doloroso parto rompe con el esquema al estar dando a luz en medio de la lobreguez donde se ha perdido la esperanza. Pues ella, Honduras, esta muriendo durante el proceso. De su vientre azul y su cuerpo azul, de su mundo azul -ese color que apela a la tristeza e introspección-, nace en directo contraste de colores, unos impactantes girasoles amarillos, representados igualmente violentos y densos que el resto de la obra. Lo que llama la atención y renueva el argumento de la esperanza de vida, de futuro, de cambio, de utopías, es el hecho que los girasoles requieren del sol no solamente para vivir, si no que también lo requieren para girar, para enfrentar otras perspectivas y rumbos. En la obra no hay sol alguno, ni se vislumbra algún amanecer, al contrario se confirma la persistencia de esa oscuridad azulada. Se confirma, pues, la regla de nuestra modernidad: la creación es siempre un acto de destrucción. La madre, su luz, la oscuridad, el ciclo: es algo normal.
Una segunda silueta, mucho más discreta se adivina dentro de la obra donde la madre da a luz esos girasoles, mientras entrega su vida en el proceso. Es una silueta de una persona que no le asiste y solo mira. Por los trazos parece que este personaje tuviera la nariz y boca cubiertas, un estetoscopio quizás en su mano, como la de un doctor listo para proceder a una intervención. Sin embargo, su posición en la obra es totalmente pasiva, tal como nuestro sistema de salud, tal como nuestros políticos, nuestros ilustres líderes, nuestros preocupados con-ciudadanos.
Ella, Honduras, esta completamente sola y quizás, el médico en cuestión no la pueda ayudar: ella no es derecho habiente del sistema. No tiene dólares, solo humanidad. Resulta desconcertante y alarmante -mas no extraordinario en nuestro país- que esta persona, éste médico, objeto de una educación del mayor nivel posible yazga en un segundo plano: pasivo, apenas visible en ese sombrío paisaje azulado, tan sólo mirando como muere la vida que puede salvar con sus manos. Quizás este hombre de ciencia y estudio, enajenado como muchos hombres y mujeres demasiado preparados para ayudar al prójimo a salir de su pobreza, no le interese semejante tarea altruista. Y quizás si es que ayude por obra y gracia de un exabrupto de bondad, tan sólo sea más bien una forma de demostrar su poderío y decirnos al resto, yo soy más igual porque yo si tengo. Ese doctor preparado, ese salvador de vida que no participa nos representa a todos en la medida en que somos incapaces de dinamizar e interiorizar la condición humana del hondureño en su intimidad individual.
¿Acaso la luz de los girasoles es un símbolo de esperanza en medio de la oscuridad y desilusión insondable? ¿O es una advertencia que el ser humano como lo conocemos se autodestruirá a la par de sus grandes sueños y ambiciones codiciosas? ¿Es ella la última madre, la madre de la naturaleza que viene a relevarnos para siempre?
Esta es la estructura del desgarramiento, el horror diario del día ezequielizado: la experiencia del shock como experiencia estética que vivimos dentro de esos cuadros diarios de nuestra realidad. La sorpresa y la consternación representadas a través de la obra tienen como objetivo crear una transformación abrupta de la sensibilidad o de la conciencia del espectador. Sin embargo, dicho fenómeno del shock diario que vivimos, ya sea a través de una obra de arte o de un vistazo a nuestras calles rebasa su intención y lo neutraliza. Nos adaptamos repentinamente a esa nueva realidad inesperada. Nos adaptamos muy por debajo del umbral de una actividad reflexiva, de una manera fundamentalmente automática. De la misma forma como decimos, «hola, buenos (mismos) días» y despedimos sonrisas de nuestros labios, como quien se despide a diario de sí mismo. Send.