La muestra dedicada a Paolo Gasparini en el KBr barcelonés es el itinerario de una existencia dedicada a la fotografía y al compromiso con su tiempo, y el legado de su viaje de casi nueve décadas desde que empezó a mirar el mundo en los años desmesurados y crueles de Mussolini.
Más de trescientas fotografías se inician con un gran cartel mural que muestra una figura que forma con su mano una visera sobre los ojos para observar un avión que se aleja, como si fuera su propia vida, la de un italiano de Gorizia (muy cerca de la Údine de Tina Modotti) que hizo de Venezuela su hogar, aunque su mirada abarca toda América Latina, con fogonazos de otras tierras.
Gasparini fue discípulo de Paul Strand, y aprecia mucho el trabajo de Cartier-Bresson. Le han influido también William Klein, Walker Evans, Robert Frank, el cine de Eisenstein, Tina Modotti, el imaginario de las revoluciones del siglo XX, el neorrealismo que mostró la Italia pobre de su infancia. En Cuba, conoció a Joris Ivens, Agnès Varda, Chris Marker. Trabajó para la UNESCO, captó miles de escenas, las mezcló con voces, música y textos, creando fotomurales y fotolibros que aportaban una mirada y una propuesta para la acción y la vida, proyecciones audiovisuales que parecen traer una efímera luz de mariposas y el caos desdichado de la modernidad donde se mezclan asesinos de las SS nazis con el Papa polaco formando anteojos con sus manos para observar el mundo, niñas en bicicleta y transeúntes perdidos en el hormigón del más feroz capitalismo.
Llegó a Cuba en 1961 y vivió allí más de cuatro años, con el entusiasmo revolucionario, recorriendo La Habana con una Rolleiflex de 35 mm para acompañar al texto de Alejo Carpentier sobre la ciudad de las columnas, mientras su amigo Paul Strand le enviaba película Kodak desde París, exiliado de la caza de brujas en Estados Unidos. Algunas de sus imágenes inolvidables están registradas entonces: la escena donde dos jóvenes cubanas sonríen saludando al futuro; están también en libros: Para verte mejor, América Latina, donde aparecen los campesinos y trabajadores de los Andes, indios y gitanos, la dureza de la vida en ciudades descompuestas, epifanías con grandes imágenes, y la pobreza y la dignidad: esa que vemos en la familia de la refinería de Amuay, tomada en 1956 en la península venezolana de Paraguaná; los niños descalzos y desnudos, hijos de Bolívar, en la siderúrgica del Orinoco en 1955, el grupo de niños con su madre que Gasparini retrata en 1993 en el Cojoro de Zulia, casi en la frontera colombiana.
Volvió a Cuba en los amargos años noventa, cuando la isla vivía el peor momento bajo el bloqueo norteamericano, el período especial forzado por la desaparición de la Unión Soviética. Sus imágenes captan entonces los duros momentos de la penuria, la decepción, los rostros cansados, el retrato de Julio Antonio Mella a punto de caer en la sala de vistas de un tribunal habanero.
Toda su obra está ligada al compromiso político, al deseo de articular un discurso que organiza en contrastes, en series; de figuras en las calles, con guerrilleros cubanos protagonizando la historia, de pobres de Venezuela, Brasil o Nueva York, con la punzante denuncia de la vida en el capitalismo y las mentiras servidas por la fascinación publicitaria. Gasparini deja en Karakaracas su más de medio siglo de vida en la capital venezolana; en El suplicante, cuatro décadas de viajes mexicanos, y en Andata e ritorno, el testimonio de su mirada entre Europa y América a lo largo de sesenta años.
Declara ahora su decepción por el rumbo de Cuba, pero insiste en el discurso que contienen sus fotografías, hechas para reflexionar, dice, sobre la «amarga realidad que vivimos, cada vez peor». Parecen palabras de un militante cansado, porque el humilde barro de la historia está hecho también de decepciones; tal vez inevitables para alguien atrapado en el drama de los éxodos de pobres expulsados por la guerra o el acoso estadounidense, pero América Latina, que ha padecideo las dictaduras militares impuestas por Washington, no sería mejor sin la existencia de la revolución cubana, viva pese a los achaques, al bloqueo, e incluso a las resistencias internas a formular un nuevo horizonte que asegure el futuro del socialismo cubano.
Al salir, como si fuera un mensaje, me di cuenta de que el aviso musical que anuncia las paradas del autobús D20 del litoral eran notas de la sintonía de Radio Moscú que se escuchaban con sigilo en las noches del franquismo.
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