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Pendientes de un sello

Fuentes: An Arab Woman Blues

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández


Cuadro del artista iraquí Mohammad Shammaray

El otro día tuve que hacer cola para «presentar y autentificar» un papel oficial…

La cola era larga, tediosamente larga…

Estábamos en fila como un rebaño de ovejas, esperando pacientemente el sello de los «funcionarios». Ese tan necesario sello que demostrará que todavía se nos acepta aquí…

O ese sello que nos permitirá tener un espacio donde respirar unos pocos meses más…

O ese sello que nos permitirá una libertad ilusoria en alguna legalidad transitoria…

O ese sello que nos otorgará un aparente sentido de pertenencia… Alguna ilusión de «hogar», no obstante efímero y fugaz, una ilusión…

Me quedé allí de pie como todos los demás, esperando mi turno, abrumada por un extraño sentimiento de estar tomando parte en un juego de Ruleta Rusa…

No paraban de de dar vueltas por mi mente todo un conjunto de pensamientos tremendamente aprensivos, bloqueando mi cabeza, latiendo con fuerza…

Si el funcionario se niega a ponerme el sello en el papel, si encuentra una excusa para no sellármelo, si aplaza el ponérmelo, si me exige más papeles, si… ¿qué ocurrirá entonces?

Estoy casi segura de que no soy la única que se entretiene tejiendo esos pensamientos nefastos. Y sí, son nefastos, porque ocurre que eres un iraquí pendiendo de un hilo…

Dos hombres suspiran delante de mí, al unísono… Pienso para mí si no será algún mal augurio presagiando noticias aciagas…

Cada simple acto, movimiento, murmullo, exclamación, expresión… alrededor mío, está cargado de significado, como un jugador obsesivo-compulsivo que va perdiendo, que trata de controlar las señales, infundiéndoles supersticiosamente mala suerte, desgracia y nuevas pérdidas…

Me di cuenta de que todos los ojos estaban fijos en la persona que había delante… de pie, en primera línea de la Ruleta Rusa. Y podríamos decir que estaban pendientes de su reacción, de cómo se desenvolvería a continuación su destino…

Si dejaba la ventanilla con una sonrisa y una expresión relajada en el rostro, eso significaba que su ejecución se retrasaba un par de meses. Pero si se marchaba de la ventanilla con el ceño fruncido o los ojos brillantes de lágrimas, entonces sabíamos que su sentencia de muerte se había firmado ya. Que tendría que retornar, también, al Infierno.

La tercera alternativa, lo que considero como una especie de purgatorio, es cuando el funcionario te dice con voz severa pero monótona, como si hubiera ensayado mil veces su papel: «Astana» (¡Espere!).

Si pronuncia esa palabra «Astana», estén seguros que te puede tener sentado en algún sillón roto de plástico o de pie durante horas, cuando no días…

Tanto poder en manos de algún funcionario, que algunas veces sujeta tus documentos moviéndolos arriba y abajo… Tanta autoridad en manos de ese hombre, casi siempre con bigote, que tiene la última palabra sobre tu vida o tu muerte…

Su estatus exige un comportamiento casi reverencial por parte del que está pacientemente esperando… esperando que se dicte su última sentencia. Que será proclamada por el juez y jurado que preside tu vida… Y te encuentras a su merced. Sin poder hacer nada.

Ni que decir tiene que todos los que están haciendo cola son iraquíes. A lo mejor se lo habían preguntado ya… o quizá no. Sabiendo cuán pocos de Vds. conocen NUESTRA realidad, pensé que no debía olvidar mencionarlo.

Finalmente llegó el turno de los dos hombres, y el mío, detrás de ellos…

Me invadió un sentimiento de eternidad, de horas y minutos interminables que pasaban con lentitud espantosa…

Y observé, como hago habitualmente. Uno de los hombres llevaba un traje discreto, como si se hubiera vestido para la «ocasión». Pero no pude menos que notar también que el cuello de su camisa parecía como si estuviera mordido, desgastado… Miré sus zapatos, y me di cuenta del brillo discreto de unas grapas metálicas que sujetaban las suelas de goma al cuero. Observé su chaqueta, las mangas eran demasiado largas y cubrían sus enrojecidas manos, manos que habían estado apretando los papeles con ansiedad… agarrando la vida… ese trozo de papel hambriento de un sello.

Ese hombre había cuidado todo lo que pudo su apariencia para el oficial… quizá confiando en que eso jugaría en su favor. Pero habíamos quedado en que se trataba de una Ruleta Rusa, ¿no es así?

Por otra parte, el segundo hombre no había hecho esfuerzo alguno para influir en el veredicto final del juez. Parecía rudo, sin afeitar, cansado, con los ojos muy enrojecidos, como si no hubiera dormido en años… parecía muy agotado, muy deprimido, muy desesperado…

También el primer hombre parecía desesperado y agotado, desesperado y… resignado.

Sobre aquella larga cola flotaba un silencio espeluznante, extraño… Pero los ojos, los ojos decían lo que las lenguas no podían pronunciar…

Toda esa intolerable tristeza, tan difícil de traducir en palabras… tan penosa.

Es como si la tristeza le hubiera consumido a uno hasta alcanzar los niveles más profundos del propio ser…

Una profunda tristeza, una tristeza colectiva… que va más allá del nombre, edad, género, antecedentes, estatus, profesión, apariencia, religión, secta…

Unidos por la Tristeza, nuestro común denominador, nuestra marca registrada… nuestro sello colectivo.

Tan difícil de describir, tan difícil de transmitir con palabras…

Pero quizá aquellos que nos han mirado a los ojos, que de verdad nos han mirado, saben exactamente lo que quiero decir.

Una tristeza teñida de desesperación. Una tristeza entreverada de amargura. Una tristeza cubierta de rabia. Una tristeza reprimida… esperando pacientemente, en fila…

El turno del hombre del traje había llegado. Dio unos cuantos pasos tímidos, vacilantes, hacia la ventanilla, donde el funcionario aparecía rígidamente sentado…

Examinó sus papeles, inspeccionó el ordenador, examinó de nuevo los papeles, miró de nuevo el ordenador, levantó la cabeza de su estrecho y abarrotado escritorio y dijo: «Anta, Astana» (Tú, ¡espera!)

El hombre se encogió y su traje parecía aún más grande, más amplio, hasta tragárselo…

Esperar, ¿cuánto, hasta cuándo…? Esperar.

Entonces llegó el turno del segundo hombre.

El mismo procedimiento. Examinar, inspeccionar, examinar de nuevo, inspeccionar de nuevo. Con gran severidad, dictó el veredicto final: «Anta, Marfudh» (Tú, ¡Denegado!)

«Leish, Leish?» (¿Por qué?) El segundo hombre gritó y su grito sonó como el del animal herido que acaba de ser alcanzado por la fecha envenenada de un cazador…

Y continuó, con su acento iraquí: «Shaku, goli shaku» (¿Qué pasa, dígame qué pasa? ¿Qué es lo que está mal en mis papeles? ¿Qué es lo que está mal? ¿Qué pasa conmigo?) «Leish, leish…?»

Y el funcionario del bigote repitió sin pestañear: «Anta, Marfudh!»

El hombre trató de razonar con el funcionario sin resultado… Y empezó a alejarse lentamente con un aspecto terriblemente desorientado, como un criminal acusado que tiene que enfrentar su sentencia de muerte en cualquier momento y al que se le muestra la puerta que tiene que atravesar… pero no puede dar un paso en la dirección señalada.

Eché una rápida ojeada a su rostro y vi sus enrojecidos ojos que brillaban como un lago reflejando un oscuro cielo gris en una fría mañana de invierno… Y pude ver un par de lágrimas retenidas, aprisionadas entre sus pestañas, colgando como gotas de hielo.

Ahora me tocaba a mí…

Y según iba acercándome, podía escuchar el gran reloj blanco cubierto de polvo, el gran reloj blanco devenido en sucio beige, como esa nieve fundida que se viste de los colores de la tierra que cubre, blanco mezclado con barro…

El reloj que había estado observando todo ese tiempo, el reloj cuyas agujas se habían movido tan lentamente, señalando y persistiendo en los segundos, minutos, horas…

Al aproximarme iba escuchando su sonido en medio del silencio… su tic tac, y cada tic iba acompañado por un latido del corazón, del corazón que latía en mi pecho… tic tac, tic tac…

Y me iba acercando a aquella ventanilla, al funcionario que la ocupaba y a aquel sello de tinta… sintiendo que llegaba mi turno en la Ruleta Rusa, que me acercaba a la mayor apuesta de mi vida…

Me fijé en ese sello y le supliqué que se estampara en mi papel…

Comprendí,

Comprendí que cualquiera que fuera el resultado, mi vida ya no estaba en mis manos.

Y supe que mi vida estaba a merced de un funcionario y de su sello.

A merced de algún espectador, a merced de los ojos de alguien más…

Enlace con el texto original:

http://arabwomanblues.blogspot.com/2008/02/eyes-on-stamp.html