Al menos los perros han salido beneficiados del actual estado de cosas en Iraq. Muchos de ellos han incorporado a su dieta lo que el celebérrimo caníbal postmoderno del Silencio de los corderos consideraría manjar de dioses: cadáveres de mujeres jóvenes son recibidos por expectantes jaurías en polvorientos callejones y avenidas de ciudades como Nayaf, […]
Al menos los perros han salido beneficiados del actual estado de cosas en Iraq. Muchos de ellos han incorporado a su dieta lo que el celebérrimo caníbal postmoderno del Silencio de los corderos consideraría manjar de dioses: cadáveres de mujeres jóvenes son recibidos por expectantes jaurías en polvorientos callejones y avenidas de ciudades como Nayaf, cuyas sangrientas fronteras se extienden hasta el desierto.
La aseveración no pertenece solo a Peter Beautmont, del diario británico The Observer; también se eleva, como sinfonía inconclusa, de unas activistas de los derechos femeninos obcecadas en la denuncia de una situación que impele al miedo. Porque «las mujeres de Iraq viven con un miedo que aumenta a la par que el número de muertes violentas todos los meses. Mueren por pertenecer a una comunidad (religiosa) equivocada y por ayudar a las demás mujeres. Mueren por ejercer trabajos que los militantes (islamistas) han decretado que no pueden ejercer: por trabajar en hospitales, y en ministerios y universidades…»
Y el miedo es como un río que fluye impetuoso, apoderándose de toda una geografía, y cuyas aguas cambian al modo heracliteano, de manera que nunca te bañarás en la misma corriente, porque siempre la muerte será ella misma y otra. Porque la muerte está hecha de variantes que incluyen la puñalada, el estrangulamiento, la lapidación, el tiro exacto… en los cuatro confines de la Mesopotamia.
Un sitio ubicado entre los más de sesenta oscuros del planeta, al decir de George Walker Bush, quien no ha reparado -o no quiere reparar- en que el antiguo Código de la Familia iraquí garantizaba, desde que cayó la monarquía instalada por el Reino Unido, en 1958, numerosas y vastas medidas de igualdad en áreas clave como el divorcio y la herencia. ¿Ahora? Se sabe. Con la invasión y el gobierno anuente a Washington, proliferación de entuertos como «el aumento paulatino del resurgir del hombre en la contratación de matrimonios múltiples, que el código anterior desalentaba».
Sí, con la novísima «justicia» el mundo asiste a la transformación de una antaño laica sociedad, en la que las mujeres ocupaban disímiles puestos de responsabilidad, en una sociedad donde están siendo obligadas a regresar al velo y a quedarse en casa.
Por eso mismo, por no quedarse en casa, la doctora Jaula al Tallal, quien a sus 50 años evaluaba enfermos con vistas a subsidios sociales, fue «advertida» desde el mismo auto (un Opel blanco) que días antes cerró el paso a Umm Salam (el miedo exige el seudónimo) y cuyos tripulantes se sumaron a un ordalía de pólvora. Quince balas constituyeron el «juicio de Dios» del que emergió viva la testimoniante, la cual regresaba de dar clases en un cibercafé, pecado capital no cabalmente castigado, pues solo la alcanzaron… tres disparos, uno de ellos cerca de la espina dorsal. Mientras, su hija, de 20 años, resultaba herida en el pecho. Al parecer, una vez, pagarán justos por pecadores.
Por eso, porque la Constitución impuesta por Washington en agosto de 2005 ha depositado en ciertos clérigos el poder que anidaba en los Tribunales de Familia, las mujeres iraquíes viven con el terror de expresar sus opiniones, de trabajar fuera o desafiar las estrictas prohibiciones acerca de la vestimenta y del comportamiento aplicadas en todo Iraq por quienes pescan en el piélago proceloso de una ocupación que, en el criterio de diversos analistas, tolerará o propiciará cualquier solución para salvar la honrilla, o sea, para favorecer el reemplazo de las tropas coligadas por fuerzas locales, a todas luces prestas a destruir los derechos y las libertades civiles. Como sus amos de Washington.
Golpeadas por no llevar medias, el pañuelo o la juba -abrigo largo hasta los tobillos, acampanado y abotonado en el cuello-; apedreadas si no se atienen a la abaya -velo negro que las cubre completamente-; asesinadas por sus propios parientes por el «error» de haber sido violadas; amenazadas de muerte por lo que constituye una trivialidad a los ojos de la cultura laica y de la propia religiosidad no extremosa, las mujeres iraquíes sufren hoy los mil y un desafueros inherentes a una invasión lanzada -pura paradoja- por el autoproclamado enemigo de talibanes y fundamentalistas islámicos de todo jaez. Por Occidente.
El mismo Occidente que suele apartar la vista, con repugnancia, de tanta dentellada propinada por una inmensa jauría adicta ya a un manjar de dioses. Carne jugosa, fresca, femenina. Carne humana.