Diciembre tiende a convertirse en un mes maldito. No sólo para aquellos espíritus reticentes a las fiestas navideñas. Siempre muere un intelectual que deja un vacío imposible de compensar, si es que acaso se cree en la compensación como un alivio o un modo de reparar esas heridas que emergen con las pérdidas de […]
Diciembre tiende a convertirse en un mes maldito. No sólo para aquellos espíritus reticentes a las fiestas navideñas. Siempre muere un intelectual que deja un vacío imposible de compensar, si es que acaso se cree en la compensación como un alivio o un modo de reparar esas heridas que emergen con las pérdidas de miradas críticas, de esas pequeñas lucecitas que son faros en medio de la oscuridad. Según informó su segunda esposa, la historiadora Antonia Fraser, en una breve declaración, ayer 25 de diciembre murió a los 78 años el dramaturgo británico más importante del último medio siglo, Harold Pinter, ganador del Premio Nobel de Literatura en 2005.
Desde el 2002, el autor de piezas como Fiesta de cumpleaños, El amante y Polvo eres luchaba contra un cáncer que definió como «su pesadilla personal», en ocasión de un homenaje que le hicieron en Turín a fines de ese mismo año. Pero había una pesadilla superior que le quitaba el sueño: la ignorancia, arrogancia, estupidez y beligerancia de los Estados Unidos.
«Creen que tres mil muertos en Nueva York son las únicas muertes que cuentan. Son muertes norteamericanas. Las otras muertes son irreales, abstractas, sin consecuencia. No hay referencia alguna a las tres mil muertes en Afganistán. Los cientos de miles de niños iraquíes muertos a causa de la falta de medicamentos provocada por el bloqueo de Estados Unidos y el Reino Unido no merecen referencia», afirmaba el también guionista, poeta y actor, preocupado por esas omisiones imperdonables para un artista que siempre descargó su «rabia, horror y asco» por las situaciones de opresión que veía en el mundo.
«Los pueblos no olvidan la muerte de sus semejantes, no olvidan la tortura y la mutilación, no olvidan la injusticia, no olvidan la opresión, no olvidan el terror de los poderosos. No sólo no olvidan. Retribuyen», agregaba Pinter en ese formidable discurso de Turín, prestando siempre su voz -aun cuando pudiera quedarse afónico de tanto gritar con sus palabras- para conjurar el silencio.
En las últimas fotos se lo veía caminar con bastón, pero no necesitó ningún apoyo para denunciar abiertamente los abusos del poder político, a pesar de la fragilidad de su salud.
El enfant terrible de la generación denominada «jóvenes iracundos» nació en Hackney, un barrio humilde en el East End londinense, el 10 de octubre de 1930. Hijo único de un sastre y de un ama de casa, sus cuatro abuelos fueron judíos askenazis que habían huido de los pogroms polacos y rusos a fines del siglo pasado. No sólo había una memoria ancestral de persecución, sino que a temprana edad vivió los bombardeos sobre Londres, cuando la muerte formaba parte del aire que se respiraba.
Apenas bastan los dedos de la mano para encontrar trayectorias similares a las de Pinter. Tenía una cuchilla especialmente afilada para desmontar en gajos las capas de contradicciones de los vínculos humanos, para indagar en la naturaleza del poder y en los riesgos de que el fascismo penetre en los pliegues más íntimos, como si no se tratara tan sólo de un movimiento político, sino de un aspecto del alma. Hombre de convicciones y compromisos políticos inclaudicables, de esos que nunca tuercen el brazo hacia la derecha, se opuso al gobierno de Margaret Thatcher y rechazó el título de Sir porque le parecía «sórdido».
En la biblioteca de Hackney, el joven Harold devoró al azar todo lo que encontraba. Dostoievski, Kafka, Joyce, Eliot y Pound fueron su primera escuela; por ellos, o gracias a ellos, tuvo la primera certeza: la vida era algo incierto. El fascismo seguía vivo en el mundo de posguerra londinense bajo la forma de librerías, diarios ultranacionalistas e incluso grupos itinerantes. Y peor aún fue comprobar la tolerancia pasiva de un gobierno laborista que en 1945 no hacía ningún intento por frustrar el resurgimiento del antisemitismo inglés.
El ADN de su identidad artística, de ese brazo que siempre pulseó hacia la izquierda, se encuentra en estos años de formación. Después de su bar mitzvah, el adolescente Pinter, que ya mostraba alta presencia hormonal de inconformismo, renunció a la religión a los 13 años. Su rechazo a la estructura estatal lo impulsó a negarse a cumplir con los dos años de servicio militar obligatorio en 1948. Fue su primer acto de resistencia política.
Pinter llegó al teatro de Londres en la segunda mitad de los años cincuenta. Inició su carrera como actor (bajo el seudónimo de David Baron), oficio al que ha vuelto cada tanto a lo largo de los años. Cuando comenzó a escribir, hacia fines de los años ’50, supo que las privaciones y la necesidad existen aun en la opulencia y la satisfacción que anestesiaban a la sociedad inglesa.
En 1957 publicó su primera pieza breve, The Room (La habitación), en la que abordó la historia de una mujer casada que no quiere bajar al sótano de su casa en el que está viviendo un extraño, un hombre que la llama por otro nombre, como si la conociera de otros tiempos, como si ella hubiera vivido otra existencia que ha tratado de olvidar. Un año más tarde, con La fiesta de cumpleaños, adquirió notoriedad explorando el tema de los que se rebelan contra el establishment y de los que lo defienden. El dramaturgo inglés mostraba cómo los defensores del establishment son sus víctimas inconscientes.
El éxito llegaría con El cuidador (1959), pero aún quedaba un largo camino por transitar en la dramaturgia con La colección (1961), El amante (1962), La vuelta a casa (1964), Traición (1978), Un tipo en Alaska (1982), Un trago para el camino (1983) y Polvo eres (1996), entre otras de las más de 30 obras que escribió, a las que se suman los 21 guiones cinematográficos, incluidos La mujer del teniente francés y Betrayal, candidatos a los Oscar; la novela Los enanos; decenas de relatos cortos y cientos de poemas.
En los ’80, Pinter publicó obras más abiertamente políticas, que versan sobre la crueldad, la tortura, la violación de los derechos humanos o lo que el dramaturgo consideraba la duplicidad de las democracias occidentales. Pinter examinó la relación entre verdugo y víctima en One for the Road (1984), inspirada en Tomando té con el torturador, incluida en el libro del periodista Andrew Graham-Yooll Memoria del miedo, una crónica de la violencia política que se vivió en la Argentina de la década del ’70.
La dramaturgia pinteriana está cincelada por un profundo sentido de la territorialidad, del poder y de la traición entre hombres a causa de la mujer. Su recurso más habitual consiste en interrumpir los diálogos con silencios misteriosos y pausas, pero también se ha señalado el inexplicable comportamiento de los actores, las pequeñas habitaciones, un número reducido de personajes y las permanentes apariciones de extraños amenazantes.
Cuando la Academia Sueca le otorgó el Premio Nobel, en octubre de 2005, el jurado subrayó que en la habitación típica de Pinter «se encuentran seres que se defienden contra intrusiones foráneas o contra sus propios impulsos, atrincherándose en una existencia reducida y controlada».
Andrew Graham-Yooll, en el prólogo de Guerra (Ediciones de la Flor), advierte que la dramaturgia de Pinter se sitúa a mitad de camino entre dos extremos brillantes. «Si James Augustine Joyce (1882-1941) metió todo en la creación literaria para nunca más dejarle palabra libre disponible a nadie, y Samuel Beckett (1906-1989) le sacó todo como para que la dramática quedara liberada de las palabras, Pinter usó el idioma en la medida y filo justos como que una breve oración tuviera la fuerza de penetración de una daga.»
En sus primeras obras se percibía una marcada influencia de Samuel Beckett, con quien mantuvo una larga amistad. «Lo conocí una noche en París. Me llevó de bar en bar y terminamos tomando sopas de ajo a las cuatro de la madrugada. Bicarbonato a la mañana siguiente», rememoró.
El vínculo del dramaturgo con la Argentina no es menor. Pinter apareció en un video homenaje a las Madres de Plaza de Mayo en el que les dedicó unas emotivas palabras. Pero además, actores y directores teatrales locales lo admiraban y representaron casi todas sus obras en los teatros argentinos. En los ’70 criticó la actuación de EE.UU. en el golpe que derrocó a Allende en Chile.
En 1988, Pinter y su segunda mujer, la historiadora Antonia Fraser, crearon el Grupo 20 de Junio, formado por intelectuales de izquierda, con el objetivo de derrocar al gobierno de Thatcher.
En los últimos años sus críticas políticas más ácidas estuvieron dirigidas contra la violación de los derechos humanos y contra la guerra de Irak, en la que Reino Unido fue fiel seguidor de la administración estadounidense. Del ex primer ministro británico Tony Blair llegó a sugerir, en su discurso de aceptación del Premio Nobel, que era un «criminal de guerra» que podría ser sentado ante el Tribunal Penal Internacional por las atrocidades cometidas en Irak. Y de Estados Unidos dijo que era un país «dirigido por una pandilla de delincuentes».
Muchos extrañarán las «granadas» que arrojaba Pinter.