Hace unos días vi unas imágenes de Al-Jalil (Hebrón en hebreo) en las que un policía israelí armado hasta los dientes paraba a una niña de nueve años, la obligaba a bajarse de su bicicleta y, mientras ella huía aterrorizada, arrojaba el ingenuo juguete de pedales entre unos arbustos. En un famoso libro de 1827, […]
Hace unos días vi unas imágenes de Al-Jalil (Hebrón en hebreo) en las que un policía israelí armado hasta los dientes paraba a una niña de nueve años, la obligaba a bajarse de su bicicleta y, mientras ella huía aterrorizada, arrojaba el ingenuo juguete de pedales entre unos arbustos. En un famoso libro de 1827, El asesinato considerado como una de las bellas artes, el extravagante Thomas de Quincey advertía contra los peligros de dedicarse a la carrera criminal: cuidado con matar a nadie, decía, porque uno empieza asesinando y, de degradación en degradación, se acaba robando la merienda a un anciano. Todos los horrores de la ocupación israelí de Palestina ‒los bombardeos, las torturas, las voladuras de casas, las expulsiones de población, los bloqueos económicos, las ejecuciones extrajudiciales‒ se resumen, se revelan y alcanzan su máxima bajeza en este gesto imposible de robarle la bicicleta a un niño. Un régimen de Ocupación que roba la bicicleta a un niño sólo ha podido llegar hasta ahí a través de una escalera de degradación moral que comienza con el asesinato. Ahora bien: el gesto más pequeño es también el gesto más atroz porque contiene todos los anteriores y porque culmina el proceso de descomposición humana del ejecutor. Incluso en las cárceles de máxima seguridad los asesinos más crueles consideran sagradas a las madres y a los niños y desprecian a los que les hacen daño. El que vence a un niño no es un vencedor: es alguien que ha derrotado su propia humanidad.
Robarle la bici a un niño es un gesto ‒digamos‒ antipoético o contrapoético. El gesto antipoético por excelencia: hay un niño y una bicicleta y, de pronto, una negación brutal e incoherente de ambos. Israel puede definirse, sí, como un gran proyecto antipoético o contrapoético. Y sin embargo Jorge Camacho lleva años atreviéndose a afrontar poéticamente esta rutinaria y radical contrapoesía israelí. El libro que el lector tiene entre sus manos recoge una selección de los poemas en los que Camacho ha ido encajando ‒y desnudando‒ los sucesivos «gestos máximos» de degradación que acompañan desde hace 78 años la Ocupación de la «Palestina estrangulada». La poesía sirve, lo digo siempre, para devolver la vista a los videntes, milagro que ni los médicos ni los profetas pueden lograr. Sirve para que lo bello se vuelva bello, lo rojo se vuelva por fin rojo, lo intolerable se vuelva definitivamente intolerable. En el mejor y más largo poema de esta selección, Gazal blanco sobre Gaza, Camacho comprime o despliega ‒porque en poesía toda contracción es un despliegue‒ la historia de esta carrera criminal, del primer asesinato a la merienda del anciano, que hoy prosigue ante nuestros ojos sin que la veamos. Para creer hay que ver. Pero ver es lo más difícil: la televisión es ciega, las fotografías son ciegas, la denuncia es ciega. Bendita poesía capaz ‒sólo ella‒ de maldecir a los malditos.
Estos poemas, publicados originalmente en esperanto, la lengua más poética del mundo incluso en su fracaso, son originalmente castellanos, no sólo porque los ha reescrito en castellano el propio autor sino porque también en castellano nos devuelven al origen o principio de todo: en la Historia, a la Ocupación israelí de Palestina; en la Palabra, a los nombres claros y precisos del dolor de un pueblo.
Palestina estrangulada, de Jorge Camacho, con introducción de Santiago Alba Rico. Se puede encontrar en la página web de venta en línea de la editorial Calumnia: calumnia-edicions.net/product/ así como en las siguientes librerías de Madrid: La Malatesta, La Rosa Negra y Traficantes de Sueños. Para otros puntos de venta en España véase: http://calumnia-edicions.net/
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