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Revoluciones musicales (I)

Polifonía

Fuentes: Rebelión

La música se encuentra sin duda entre los aspectos más sorprendentes de nuestra vida. Que una simple (o no tan simple) combinación de sonidos sea capaz de deleitarnos, conmovernos, relajarnos, entristecernos o estimularnos de una forma tan extrema como a veces puede hacerlo resulta verdaderamente un enigma. Nos encontramos ante algo que afecta intensamente a […]

La música se encuentra sin duda entre los aspectos más sorprendentes de nuestra vida. Que una simple (o no tan simple) combinación de sonidos sea capaz de deleitarnos, conmovernos, relajarnos, entristecernos o estimularnos de una forma tan extrema como a veces puede hacerlo resulta verdaderamente un enigma. Nos encontramos ante algo que afecta intensamente a nuestro estado de ánimo y es capaz de modelar nuestros pensamientos, y sin embargo, analizándolo fríamente, vemos que se desenvuelve de acuerdo con las leyes rigurosas que gobiernan la forma musical. Quizá en ningún otro sitio resulta tan evidente la interpenetración entre forma y pensamiento, entre estructura y conciencia. Las revoluciones musicales son, de este modo, rupturas de los esquemas formales, pero al mismo tiempo son capaces de construir universos nuevos para nuestra sensibilidad y en algunos casos llegan a transformar incluso nuestra visión del mundo.

En la larga cadena de las revoluciones musicales de que nos habla la historia, me gustaría comenzar comentando una bastante lejana, que conquistó sin duda vastos espacios de belleza armónica, aunque el carácter extraño del propio territorio que descubría la hiciera quedar de lado después en la evolución de la música de Occidente. Me refiero al gran arte polifónico del Renacimiento tardío.

Acostumbrados al dominio de una única línea melódica en la música que escuchamos habitualmente, se nos hace difícil imaginar que la música pueda ser otra cosa que el desenvolverse en el tiempo de una serie de notas, con o sin acompañamiento. De esa forma, la idea de la música que tenemos es la de un «arte en el tiempo» cuya naturaleza es ir hacia algún lado. Sin embargo, hay que decir que esto no tiene por qué ser así necesariamente, y lo curioso del caso es que el ejemplo más perfecto que existe de una música que escapa a este principio casi universal no lo encontramos en los laboratorios de la vanguardia más rompedora, sino en una música de hace bastantes siglos.

La evolución de la música medieval hizo que durante mucho tiempo en la Europa occidental se ensayara el enriquecimiento progresivo de la melodía principal con una serie de voces acompañantes. En un momento dado, la independización de estas dio lugar a una música en la que varias melodías se escuchan de forma simultánea. En esta música polifónica se consiguen resultados admirables mediante esta superposición de temas.

El más sorprendente de todos es que, acostumbrados siempre a estar atentos a la evolución de la melodía principal, con esta música nos sentimos perdidos en la maraña de ellas que se oyen a la vez, y tendemos a concentrar nuestra atención en la armonía que se desarrolla en cada instante, que nace de la superposición en un momento de las distintas líneas melódicas. Esta yuxtaposición resulta grata al oído al seguir las leyes del contrapunto.

De esta forma, la música que percibimos habitualmente como un desarrollo «horizontal» (en el tiempo), se transforma en una armonía percibida cada momento en una superposición «vertical» de voces. No importan ya el antes y el después y la música no parece ir hacia ninguna parte sino desarrollar su plenitud en el instante.

Por esto es que a juicio de muchos, la música polifónica es, de las de todos los tiempos y lugares, la que más nos acerca a esa percepción que quieren los místicos de una conciencia que capta la plenitud del instante y consigue escapar al dominio de lo temporal. Sin remontarnos tanto hay que decir que sus propiedades relajantes resultan evidentes para cualquiera.

Muchos autores destacaron en la composición de este tipo de música, pero quizás el más conocido de todos ellos sea el italiano Giovanni Pierluigi da Palestrina (1525-1594) que desarrolló una fecunda carrera de compositor al servicio de la corte papal. Entre sus numerosas composiciones destacan 105 misas, de una de las cuales, la «Misa sin nombre», especialmente apreciada por Juan Sebastián Bach, se puede escuchar un fragmento a continuación.

 

Giovanni Pierluigi da Palestrina, Sanctus de la Missa sine nomine (a 6 voces)

Solistas de la Capella Musicale di S. Petronio di Bologna.

Director: Sergio Vartolo.