Traducido del francés por Beatriz Morales Bastos.
Si hay que creer a la prensa, lo único escandaloso del juicio de Burgos ha sido sacar a la luz la absurda ferocidad del régimen franquista (1). No lo creo: ¿es tan necesario demostrar la brutalidad fascista? ¿Desde 1936 no había habido encarcelaciones, tortura y ejecuciones en todo el territorio de la península Ibérica? Este juicio ha provocado malestar en las conciencias en España y fuera de España porque ha mostrado a los ignorantes la existencia del hecho nacional vasco. Se ha visto claramente que aunque este este hecho era singular estaba lejos de ser único y que las grandes naciones encerraban colonias dentro de las fronteras que se habían otorgado. En Burgos los acusados, encadenados y, por así decirlo, amordazados, han logrado juzgar la centralización a costa de una batalla constante. Toda una sorpresa en Europa: por no poner sino un ejemplo, a los francesitos se les enseña que la historia de Francia no es otra que la de la unificación de todas «nuestras» provincias que comenzó bajo los reyes, la continuó la Revolución Francesa y se completó en el siglo XIX.
Había que estar orgulloso de ella, me decían cuando iba a la escuela: la unidad nacional, que en nuestro país se llevó a cabo pronto, explicaba la perfección de nuestra lengua y el universalismo de nuestra cultura. Fuera cual fuera nuestra postura política, estaba prohibido ponerla en tela de juicio. Socialistas y comunistas coincidían con los conservadores en este punto: se consideraban herederos del centralismo jacobino y ya fueran reformistas o revolucionarios, adonde querían llevar los beneficios del nuevo régimen era al hexágono considerado como un todo indivisible. A nadie le importa lo más mínimo hoy en día que el absolutismo monárquico haya nacido a la vez del desarrollo de las vías y los medios de comunicación, de la aparición del canon y de las exigencias «mercantilistas» de capital comercial; que la Revolución y el jacobinismo hayan permitido a la burguesía en el poder proseguir con la unificación de la economía haciendo saltar las últimas barreras feudales y étnicas, y ganar unas guerras extranjeras por medio del reclutamiento masivo de todos los habitantes en edad de empuñar armas sin importar su origen étnico y que el siglo XIX haya acabado el trabajo por medio de la industrialización y sus consecuencias (el éxodo rural, la concentración y la nueva ideología o nacionalismo burgués); que a fin de cuentas la unidad actual sea el efecto del proyecto secular de la clase actualmente dominante y que esta haya tratado de producir en todas partes, del Bidasoa a la frontera belga, el mismo tipo de hombre abstracto, definido por los mismos derechos formales (¡estamos en democracia!) y las mismas obligaciones reales sin tener en cuenta sus necesidades concretas: es así, eso es todo, y no se cambiará.
De ahí el estupor de diciembre de 1970: el juicio era infame y absurdo, pero, ¿se podía discutir la validez de las acusaciones hechas a los detenidos sin al mismo tiempo considerar válidos, al menos en parte, los objetivos que se propone ETA? Por supuesto, el gobierno español es abiertamente fascista y esto creaba confusión: el objetivo totalmente consciente de la mayoría de los protestatarios era el régimen de Franco. Pero había que apoyar a los acusados y ¿acaso ETA no decía: «no solo estamos contra el franquismo, luchamos ante todo contra España»? Esta era la píldora indigesta que había que tragarse. ¿Cómo admitir que la nación vasca existía al otro lado de los Pirineos sin reconocer a «nuestros» vascos el derecho a integrarse en ella?
¿Y Bretaña entonces? ¿Y Occitania? ¿Y Alsacia? ¿Hay que reescribir al revés la historia de Francia, como proponía Morvan Lebesque (2), y ver en Du Guesclin, héroe del centralismo, un simple traidor a la causa bretona? El juicio de Burgos atraía la atención sobre este hecho nuevo: el renacimiento por todas partes de estas tendencias que los gobiernos centrales han adquirido la costumbre de llamar «separatistas».
En la URSS muchas repúblicas, empezando por Ucrania, están sometidas a unas fuerzas centrífugas. No hace tanto tiempo que Sicilia se separó. En Yugoslavia, en Francia, en España, en Irlanda del Norte, en Bélgica, en Canadá, etc, los conflictos sociales tienen una dimensión étnica, unas «provincias» se descubren naciones y reclaman más o menos abiertamente un estatuto nacional. Se ve que las fronteras actuales corresponden al interés de las clases dominantes y no a las aspiraciones populares, que la unidad de la que tan orgullosas están las grandes potencias oculta la opresión de las etnias y el uso hipócrita o declarado de la violencia represiva.
El fortalecimiento actual de los movimientos nacionales se explica por dos razones claras. En primer lugar, la revolución atómica. Morvan Lebesque informa de que un dirigente autonomista de Bretaña exclamó al enterarse de la explosión de Hiroshima: «Por fin existe el problema bretón». En efecto, antes de ello el centralismo unificador se justificaba y se reforzaba mencionando la amenaza que suponía para la zona la hostilidad de los países vecinos. Con el arma atómica este chantaje ya no tienen razón de ser: el centralismo de la Guerra Fría se ejerce a partir de Moscú y de Washington sobre unas naciones y ya no sobre unas provincias. Por ello, en la medida en que estas naciones se preocupan por pertenecer a uno u otro bloque, otras naciones más pequeñas o que se pretendía integradas retoman conciencia de su entidad.
La segunda razón, relacionada además con la primera, la encuentro en el proceso de descolonización que se emprendió en tres continentes tras la última guerra mundial. Imaginen a un joven nacido en [el departamento bretón de] Finisterre que hacia 1960 va a hacer su servicio militar a Marruecos. Se trata, le han dicho, de echar una mano a una simple operación policial para reprimir la agitación demencial y culpable de algunos departamentos franceses de ultramar. Ahora bien, he aquí que los franceses, derrotados, se vuelven a meter en el bolsillo la división departamental, se retiran de Argelia y le reconocen el estatuto de nación soberana. Entonces, ¿a qué equivale para el soldado desmovilizado el hecho de ser un habitante de Finisterre? En Argelia ha visto que los departamentos son unas divisiones abstractas que ocultaban ahí la conquista por la fuerza y la colonización.
¿Por qué no iba a ocurrir lo mismo al otro lado del Mediterráneo, en lo que se denomina la «Metrópoli»? A ojos de este joven Finisterre (que solo tiene existencia real para la administración) desaparecería en la abstracción: se siente bretón, nada más y nada menos, y francés por derecho de conquista. ¿Se va a resignar a ser colonizado? Si quisiera, el ejemplo de los argelinos y el de los vietnamitas están ahí para llevarle a la revuelta. Sobre todo las victorias de Vietnam le enseñan que los colonos habían limitado hábilmente el campo de las posibilidades para él y sus hermanos.
Se le había inculcado el derrotismo: francés, le habían dicho, podía todo porque tenía derecho de voto lo mismo que un habitante de La Beauce (3); bretón, no podía ni levantar un dedo y desde luego no podía alzarse contra el poder central, que le aplastaría inmediatamente. Pero en Indochina algunos millones de campesinos pobres arrojaron a los franceses al mar y ahora luchan victoriosamente contra la mayor potencia militar del mundo capitalista: eso también era imposible. Pues bien, no: el campo de sus posibles se amplió de golpe: ¿y si las potencias colonizadoras no fueran sino tigres con dientes de papel? Fisión del átomo y descolonización, esto es lo que exalta en las «etnias» conquistadas un patriotismo original. En el fondo todo el mundo lo sabe, pero muchas personas en Francia, en España y en Canadá piensan que esta voluntad de independencia no es sino una veleidad nacida de falsas analogías y que los movimientos separatistas desparecerán por sí mismos.
No obstante, el ejemplo del País Vasco está ahí para enseñarnos que este renacimiento no es ocasional sino necesario y que no habría tenido lugar si estas supuestas provincias no hubieran tenido una existencia nacional que durante siglos se les ha tratado de quitar y que había permanecido ahí, obturada y oculta por los vencedores, como el vínculo histórico y fundamental entre sus habitantes, y si la existencia de este vínculo reconocido tácitamente por el poder central no diera cuenta de la situación inferior de la etnia conquistada en el seno del país conquistador y, consecuentemente, de la feroz lucha que esta lleva a cabo por la autodeterminación.
El hecho vasco, que se impone en Burgos en su necesidad, no ha terminado de aclarar a catalanes, bretones, gallegos y occitanos acerca de su destino. Quiero tratar de oponer aquí la universalidad singular del pueblo vasco a la universalidad abstracta del humanismo burgués, tratar de mostrar qué circunstancias han llevado a aquel por medio de una dialéctica ineludible a producir un movimiento revolucionario y qué consecuencias teóricas se pueden sacar razonablemente de la situación actual, es decir, qué profunda mutación puede aportar desde hoy la descentralización al socialismo centralizador.
Si nos remitimos a la historia sin prejuicio centralista, se ve claramente que la etnia vasca difiere en todo de las etnias vecinas y que nunca ha perdido conciencia de su singularidad, marcada en todo caso por unos caracteres biológicos que ha conservado intactos hasta hoy y por la irreductibilidad del euskera, su lengua, a las lenguas indoeuropeas. Desde el siglo VII el Ducado de Vasconia agrupa a una población de montañeses que inflige al ejército de Carlomagno la derrota de Roncesvalles. Hacia el año 1000 este Ducado se transforma en un reino de Navarra que entra en decadencia a partir del siglo XII y España se anexiona en 1575. A pesar de la conquista, y sin duda también a causa de ella, se refuerza la conciencia vasca o la conciencia de ser vasco. Hay que decir que se acaba de salir de la era feudal y que la centralización española todavía es vacilante: conserva algunos derechos que los vencidos tenían en la Edad Media, los Fueros, los cuales seguirán siendo durante mucho tiempo el bastión de la resistencia vasca, que defiende todo el pueblo.
Que ese pueblo no se contentaba con esta autonomía relativa, hervía de impaciencia y no había perdido la esperanza de recuperar la independencia lo demuestra la propuesta hecha en vano a Napoleón por un diputado de Vizcaya en la época en que el Emperador rehacía Europa: que creara un Estado vasco independiente en el interior del Imperio. Lo que siguió es conocido: como la Constitución de 1812 suprimió prácticamente los Fueros, el movimiento nacionalista emprendió un intento ciego de restaurar el pasado: en contra de Isabel II, más liberal aunque centralista a la francesa, las fuerzas populares defendieron al pretendiente absolutista Don Carlos, otro pasadista pero que a causa de su amor al pasado quería restituir a Navarra su autonomía feudal.
Dos guerras, dos derrotas: en 1879 Euskadi pierde sus últimos privilegios y cae en un tradicionalismo beato que vuelve la espalda a la historia. Se despertará seis años más tarde cuando Sabino Arana (4) funde el Partido Nacionalista Vasco (PNV) que reunirá sobre todo a burgueses e intelectuales: ya no se trata de militar por el absolutismo con la esperanza de reconquistar los Fueros sino que el PNV, políticamente progresista puesto que reclama la independencia y socialmente conservador, sigue siendo en parte pasadista, como lo demuestra una de sus consignas: «Leyes viejas y soberanía» (5). La resistencia vasca afectaba tanto a los españoles que más de uno, como el anarquista Pi y Margall, propuso en aquel momento una solución federalista para los problemas de la península.
Más adelante, durante la República, se retomó el proyecto y el gobierno central reconoció a las regiones el principio de autonomía a condición de que el 70 % de las poblaciones concernidas lo aprobara en un referéndum. La alta Navarra, esencialmente rural y por ello unida al carlismo (pronto los carlistas lucharían al lado de Franco) votó contra la autonomía; las otras tres provincias votaron a favor por una gran mayoría. El gobierno republicano, más centralista de lo que parecía, dio largas al asunto hasta 1936. Si entonces reconoce por fin la autonomía es bajo la presión de los acontecimientos y por razones esencialmente prácticas e incluso militares: se trataba de ganarse al País Vasco y de garantizar que resistiría al golpe de Franco con la lucha armada.
El gobierno vasco se funda inmediatamente: tres socialistas, dos liberales, un comunista, lo que a la vez demuestra que la influencia del PNV se extiende a las capas sociales más diversas y que ha flexibilizado un tanto su conservadurismo original. Hasta abril de 1937 las tropas vascas defienden ferozmente Guipuzcoa y Vizcaya. Lo que siguió es conocido: Franco envía refuerzos, hace reinar el terror y bombardea Guernica: 1500 muertos. En el mes de agosto acaba la República de Euskadi. A la guerra sucede la represión: encarcelamientos, torturas, ejecuciones.
El presidente Aguirre, jefe del PNV, se refugia en Francia. Durante la Segunda Guerra Mundial juega las cartas diplomáticas esperando que la caída de Franco siga a las de Hitler y Mussolini. Hoy se pueden cuantificar nuestra vergüenza y su ingenuidad: el PNV había desempeñado su papel y desde 1945 no deja de declinar. Sin embargo, en 1947 desencadena una huelga general (sin duda con la intención de poner a los Aliados contra la espada y la pared). Los Aliados no mueven un dedo y dejan a Franco acabar con la huelga gracias a una represión despiadada. Es el fin: el partido conserva un prestigio seguro en Euskadi porque es el partido «histórico» que sigue estando en el origen de la efímera República vasca. Pero ya no tiene posibilidad de actuar: sus medios de acción ya no corresponden a la situación. Los exiliados envejecen, Aguirre muere. No importa: enseguida veremos cómo ETA surgió en el momento oportuno para sustituir al viejo partido burgués. Este breve resumen basta para mostrar que Euskadi, etnia recientemente conquistada por España, siempre ha rechazado ferozmente su integración. Si se dejara votar a los vascos imagino con qué mayoría aplastante decidirían la independencia.
Sin embargo, ¿aceptaremos decir, como ETA, que Euskadi es una colonia de España? Es una pregunta importante porque en las colonias es donde se confunden la lucha de clases y la lucha por la independencia nacional. Ahora bien, en el sistema colonialista los países colonizados suministran a buen precio a una metrópoli industrializada materias primas y productos alimentarios debido a que la mano de obra recibe ahí salarios bajos. Y hay que señalar que el País Vasco, sobre todo en las provincias de Guipuzcoa y Vizcaya, está en pleno desarrollo industrial desde principios de este siglo. En 1960 el consumo medio de energía por habitante al año es de 2.088 kW en ambas provincias y de 650 kW para España y Cataluña. La producción de acero por habitante al año es 860 kilos en Vizcaya, 450 en Euskadi y 45 en España-Cataluña. En Guipuzcoa la población activa se repartía de la siguiente manera: 9, 45 % sector primario, 56,80 % sector secundario y 33,75 % sector terciario; en Vizcaya era 8,6 %, 57,5% y 33,9 % respectivamente, mientras que en España-Cataluña el sector primario emplea a 43,50 % trabajadores, el sector secundario al 27,20 % y el terciario al 29,30 %.
El considerable aumento de estos dos últimos sectores unido al hecho de que en estas provincias la población rural está en constante disminución demuestra el enorme esfuerzo del País Vasco para dotarse de una industria. Desde este punto de vista, Guipuzcoa y Vizcaya son las regiones piloto de la península Ibérica. Así, de haber una colonia estaríamos ante la paradoja de que el país colonizador es pobre y sobre todo agrícola mientras que el país colonizado es rico y ofrece el perfil demográfico de las sociedades altamente industrializadas.
Si se examina mejor, la paradoja solo es aparente: Euskadi puede ser próspera, pero solo cuenta con dos millones de habitantes. En 1515 había muchos menos y en esta época la población era rural. La conquista se hizo porque ambos países tenían una estructura homogénea y uno de ellos estaba mucho más poblado que el otro. Al otro lado del Bidasoa el conquistador francés saqueó, arruinó y despobló sistemáticamente la Baja Navarra: la colonización se ve más fácilmente. Es evidente que el letargo de España durante los treinta primeros años del siglo permitieron a Euskadi sur asegurarse una floreciente economía de región en torno a un polo económico, Bilbao. Pero, ¿a quién beneficia esta economía? La pregunta es esa. Se puede ofrecer algo parecido a una respuesta diciendo que lo normal no es que un país conquistado no pague tributo a su conquistador. Pero es más seguro consultar los datos oficiales. Estos nos enseñan que España se dedica a un verdadero saqueo fiscal del País Vasco. La fiscalidad aplasta a los trabajadores. En Guipuzcoa es la más alta de toda la península.
Además de ello, el gobierno gasta en todas las provincias que considera españolas más de lo que recibe de impuestos: 150 % en Toledo, 151 % en Burgos, 164 % en Ávila, etc. Las dos provincias industrializadas del País Vasco pagan al gobierno extranjero que las explota 4.338.400.000 pesetas y en cambio el Estado español gasta en Euskadi 774 millones de pesetas. Por consiguiente, roba unas 3.500.000.000 pesetas para mantener el desierto castellano. También hay que añadir que la mayor parte de los 774 millones «entregados» van a parar a los órganos de opresión (administración española o españolizada, ejército de ocupación, policía, tribunales, etc.) o de desvasquización (la universidad donde solo se enseña la lengua y la cultura españolas). Ahora bien, el problema de la industria vasca es ante todo la productividad: para producir a precios competitivos en el mercado mundial habría que importar máquinas modernas. El Estado español, parcialmente autárquico, se opone a ello y el crédito madrileño, por su parte, es discriminatorio y favorece a Castilla a expensas de Vizcaia. Para que Bilbao y Pasajes se adapten al tráfico marítimo y reciban barcos de gran tonelaje hay que volver a equiparlos: las obras serían considerables, al igual que las que exigen los puertos de pesca. No se ha hecho nada.
Del mismo modo, la red de ferrocarril instalada por los españoles en otra época es una gran desventaja: para ir en tren de Bilbao a Vitoria hay que hacer 137 kilómetros; por carretera, 66 kilómetros. Pero la administración y el INI (Instituto Nacional de Industria), órgano del Estado opresor, albergan a unos burócratas ignorantes y puntillosos, que no comprenden en absoluto las necesidades de la región (en parte porque la consideran una provincia española, al menos teóricamente) e impiden las reformas indispensables. España se reserva el absorber los productos no competitivos. Hace la política de la tarifa preferencial a la inversa: impidiendo que bajen determinados costes, se da el privilegio de consumir los productos vascos sin que los beneficios del productor sean más elevados. La consecuencia es inevitable: el ingreso per capita es uno de los más altos de la península, lo que no quiere decir nada, y el ingreso de los asalariados (85 % de la población activa) es muy inferior al de los madrileños, los burgaleses, los valencianos, etc. Además, hay que señalar que entre 1955 y 1967 la tasa de aumento de los salarios fue del 6,3 % al año para España y del 4,15 % para Euskadi.
Así, a pesar de la sobreindustrialización de la región, encontramos dos componentes esenciales de la colonización clásica: el saqueo (fiscal o de otro tipo) del país colonizado y la sobreexplotación de los trabajadores. A esto se añade un tercer componente que no es sino consecuencia de los otros dos: el ritmo de la emigración y de la inmigración. El gobierno español ha aprovechado las necesidades de la industrialización para enviar a Euskadi a los parados de sus regiones desfavorecidas. Se les han prometido ventajas (por ejemplo, tienen prioridad para el alojamiento), pero al estar sobreexplotados como los vascos y sin tener una conciencia de clase desarrollada, constituyen una masa de maniobra para la patronal: en una población de entre 1.800.000 y 2 millones de habitantes hay entre 300.000 y 351.000 inmigrantes. Inversamente, los vascos de las regiones pobres emigran, especialmente los navarros: en Madrid hay entre 150.000 y 200.000 vascos, de los cuales aproximadamente 100.000 son navarros. Esta importante sangría y la entrada de trabajadores españoles en las regiones industriales se pueden considerar un inicio de desestructuración colonial.
Esta política constante del franquismo implica, evidentemente, la complicidad de los grandes patronos de Vizcaya y Guipuzcoa. En efecto, estos eran centralistas y liberales desde las guerras carlistas, cuando apareció en Bilbao la alta burguesía. Hace varios años que empezó la emigración a Madrid de las sedes sociales de las grandes empresas. La gran burguesía solo ve ventajas en frenar la modernización por medio de la incompetencia y la autarquía españolas: el vasto mercado de España absorbe los productos no competitivos a escala mundial y el patrón se asegura un fuerte porcentaje de beneficios sin estar obligado a hacer grandes inversiones. Ajenos a los verdaderos intereses de la nación, estos «colaboracionistas» cuyo centralismo acabaría por arruinar la economía vasca, se excluyen ellos mismos de la comunidad y desempeñan el papel (también clásico) de los denominados «compradores».
En efecto, en última instancia y en el marco del sistema centralista les compensa un cierto malthusianismo. La conclusión es clara: a pesar de las apariencias, la situación de un asalariado vasco es muy parecida a la de un trabajador colonizado: no está simplemente explotado (como un castellano, por ejemplo, que lleva a cabo la lucha de clases «químicamente pura») sino deliberadamente sobreexplotado ya que a igual trabajo su salario es inferior al de un obrero español. Hay sobreexplotación de la región por parte del gobierno central con la complicidad de los «compradores» que explotan a los trabajadores sobre la base de esta sobreexplotación consentida.
La sobreexplotación no beneficia a los capitalistas vascos, simples explotadores sobrecargados de impuestos y protegidos por un ejército extranjero. Solo beneficia a España, es decir, a una sociedad fascistizada y apoyada por el imperialismo estadounidense. Sin embargo, las clases trabajadoras no siempre tienen conciencia de la sobreexplotación y todavía ayer muchos asalariados soñaban con unirse a las reivindicaciones y las acciones de los obreros madrileños o de Burgos, lo que les habría llevado a un centralismo negativo. Había que hacerles entender que en el caso de Euskadi la cuestión económica y social se plantea en términos nacionales: cuando la región ya no pague el tributo fiscal al ocupante, cuando sus verdaderos problemas se formulen y se solucionen en Bilbao y Pamplona en vez de en Madrid, podrá transformar libremente sus estructuras económicas.
Y es que, hay que repetirlo, los españoles sobreexplotan a los vascos porque son vascos. Sin reconocerlo nunca oficialmente, están convencidos de que los vascos son diferentes, étnica y culturalmente. ¿Acaso se cree que los españoles se han olvidado de las guerras carlistas, la República de 1936, las huelgas de 1947? Si no lo recordaran, ¿pondrían tanto empeño en destruir la lengua vasca? Está claro que aquí se trata de una práctica colonial: durante cien años los franceses se esforzaron en destruir la lengua árabe en Argelia. Si no lo consiguieron, al menos transformaron el árabe literario en una lengua muerta que ya no se enseña. Lo mismo hicieron, con éxito diferente, con el euskera en la Baja Navarra y el bretón en Bretaña.
Así, a ambos lados de la frontera se intenta hacer creer a toda una etnia que su lengua no es más que un dialecto agonizante. En Euskadi sur se prohíbe prácticamente su uso. Se prohíbe establecer ikastolas, se ha procedido a eliminar las publicaciones en euskera, las escuelas y la universidad enseñan la lengua y la cultura del opresor, la radio, el cine, la televisión, los periódicos explican en español los problemas de España y hacen propaganda del gobierno de Madrid, el personal de la administración es español o está españolizado: se le contrata por medio de oposiciones que organizan en español funcionarios madrileños.
Por ese motivo (es decir, porque el extranjero lo ha querido así), en Bilbao se dice amargamente: «La lengua y la cultura vascas no sirven para nada». Y la prensa inspirada repite de buen grado las desafortunadas palabras de Unamuno: «La lengua vasca va a morir muy pronto». No es suficiente: en las escuelas se castiga a los niños que hablan vasco. En los pueblos se tolera que los campesinos se expresen en euskera, pero que no se les ocurra hacerlo en la ciudad: a uno de los acusados de [el juicio de] Burgos se le autorizó recibir la visita de su padre en la cárcel. Le quitaron el permiso cuando se dieron cuenta de que este solo hablaba euskera, sin duda no por provocación, sino porque era la única lengua que conocía.
La supresión de la lengua vasca por la fuerza es un verdadero genocidio cultural: es una de las lenguas más antiguas de Europa. Surgió en un momento en que la economía de todo el continente era rural y si después no se adaptó fácilmente a la evolución de la sociedad es porque el conquistador español prohibió su uso. Para que se convierta en una lengua del siglo XX (lo que ya es en parte) basta con que se hable. El hebreo en Israel o el bretón en Quimper tuvieron las mismas dificultades y las resolvieron: los propios israelíes que pueden discutir entre ellos de informática o de la fisión del átomo leen los Manuscritos del Mar Muerto como nosotros leemos a Racine o Corneille y Morvan Lebesque señala que el bretón tiene palabras formadas más regularmente para designar las realidades modernas que el francés, lengua «nacional». Los recursos de una lengua antigua que ha permanecido joven porque le han impedido desarrollarse son considerables. Si el vasco volviera a ser el idioma nacional de Euskadi aportaría gracias a sus estructuras propias todas las riquezas del pasado, una manera de pensar y de sentir específica, y se abriría ampliamente al presente y al futuro. Pero lo que el español quiere hacer desaparecer con el euskera es la personalidad vasca.
En efecto, para un habitante de Vizcaya hacerse vasco es hablar euskera: no solo porque recupera un pasado que solo le pertenece a él sino sobre todo porque se dirige, incluso en soledad, a la comunidad de quienes hablan vasco. En Burgos las declaraciones finales de los «acusados» se hicieron en euskera; al recusar al tribunal español que pretendía juzgarlos y ni siquiera los entendía, convocaban a todo su pueblo en la sala. Inmediatamente se hizo visible en ella. El acta oficial indica al respecto que los acusados dijeron unas palabras ininteligibles en una lengua «que parecía ser vasco». Maravilloso eufemismo: los jueces no entendían ni palabra, pero sabían pertinentemente de qué se trataba. Para evitar parecer darse cuenta de que la nación de Vasconia había invadido la sala de audiencias, redujeron el vasco a no ser sino una lengua probable, tan perfectamente obscura que nunca se sabe si el interlocutor la habla verdaderamente o si pronuncia unas palabras carentes de sentido.
Por consiguiente, este es el centro de la cultura de Euskadi y la mayor preocupación de los opresores: si lograran destruir esta lengua, el vasco sería el hombre abstracto que ellos quieren y hablaría español, que no es ni ha sido nunca su lengua. Pero como no dejaría de estar sobreexplotado por eso, bastaría con que tomara conciencia de la colonización para que el euskera resucitara. Naturalmente, lo contrario también es cierto: para un colonizado hablar su lengua es ya un acto revolucionario.
Los vascos conscientes de hoy van más lejos todavía cuando se trata de definir la cultura que se les da y la que se quieren dar. La cultura, dicen, es la creación del hombre por el hombre. Pero en seguida añaden que no habrá cultura universal mientras no se haya destruido la opresión universal. Hoy la cultura oficial en Euskadi es universalista en que quiere hacer del vasco un hombre universal, desprovisto de toda idiosincrasia nacional, un ciudadano abstracto parecido en todo a un español salvo en que este último está sobreexplotado y no lo sabe. En este sentido, no tiene otra universalidad que la de la opresión. Pero por oprimidos que estén, los hombres no se convierten por ello en cosas, al contrario, se hacen la negación de las contradicciones que se les imponen. No por voluntad en primer lugar, sino porque son superación y proyecto. Lo mismo ocurre con los vascos, que no pueden dejar de ser en primer lugar la negación del hombre español que se ha puesto en cada uno de ellos. Negación no abstracta sino minuciosa, en nombre de todo lo que encuentran de singular en ellos mismos y en su entorno.
En este sentido la cultura vasca debe ser hoy en primer lugar una contracultura: se hará por medio de la destrucción de la cultura española, el rechazo del humanismo universalista de los poderes centrales, el esfuerzo considerable y constante para reapropiarse de la realidad vasca que está a la vista (es tanto el paisaje, la ecología, los rasgos étnicos como la literatura en euskera) y, a la vez, está disfrazada por el opresor de folclore inocente y caduco para los turistas extranjeros. Por ello añaden esta tercera fórmula: la cultura vasca es la praxis que se desprende de la opresión del hombre por el hombre en el País Vasco. Esta praxis no es inmediatamente consciente de sí misma y querida: es un trabajo cotidiano, provocado directamente por la absorción de la ración de cultura oficial para reencontrar lo concreto, es decir, no el hombre en general sino el hombre vasco. Y a la inversa, este trabajo debe desembocar en una praxis política porque el hombre vasco solo puede afirmarse en su plenitud en su país que sea soberano otra vez.
Así, por medio de una dialéctica inexorable la conquista, la centralización y la sobreesplotación han tenido como resultado mantener y exasperar en Euskadi la reivindicación de la independencia por medio de los mismos esfuerzos que España ha hecho para suprimirla.
Ahora podemos tratar de determinar las exigencias precisas de esta situación concreta, es decir, la naturaleza de la lucha que la situación reclama hoy del pueblo vasco. En efecto, existen dos tipos de respuestas a la opresión española, ambas inadecuadas. Para darles cuerpo diremos que una es la del PC de Euskadi y la otra la del PNV.
El PC considera Euskadi una simple denominación geográfica. Recibe las órdenes de Madrid, del PCE, sin tener en cuenta las realidades locales, de modo que sigue siendo centralista (entendemos socialmente progresista y políticamente conservador: trata de arrastrar a los trabajadores vascos a la lucha de clases «químicamente pura»). Esto es olvidar que se trata de un país colonizado, es decir, sobreexplotado. A pesar de algunas declaraciones oportunistas a favor de ETA durante el proceso de Burgos, el PC no comprende que las acciones que propone tienen unos objetivos inadecuados y por ello sin trascendencia.
Si los vascos se ponen a luchar contra la explotación pura y simple, abandonan sus propios problemas para ayudar a los trabajadores españoles a derrocar a la burguesía franquista. Esto es desvasquizarse a sí mismo y limitarse a reclamar una sociedad socialista para el hombre universal y abstracto, producto del capitalismo centralizador. Y cuando este hombre esté en el poder en Madrid, cuando posea sus instrumentos de trabajo, ¿los vascos pueden contar con su reconocimiento para que se les conceda la autonomía? Nada es menos seguro: hemos visto que la República se había hecho de rogar y los países socialistas hoy son de buen grado colonizadores. Los vascos solo pueden luchar solos contra la sobreexplotación y la desvasquización que es consecuencia de ella.
Eso no quiere decir que no hagan alianzas tácticas con otros movimientos revolucionarios cuando se trate de debilitar la dictadura de Franco. Pero estratégicamente les es imposible aceptar una dirección común: su lucha se hará en soledad porque la llevan a cabo contra España (y no contra el pueblo español) debido a que una nación colonizada solo puede acabar con la sobreexplotación alzándose soberana contra el colonizador.
Al la inversa, el PNV se equivoca al considerar la independencia un fin en sí mismo. Formemos primero una República vasca, dicen, y a continuación veremos si hay que hacer modificaciones a nuestra sociedad. Pero si se diera el caso improbable de que lograra constituir un Estado vasco de tipo burgués, es cierto que acabaría la sobreexplotación española, pero no haría falta mucho tiempo para que este Estado cayera bajo el dominio del capitalismo estadounidense. Mientras la sociedad conserve una estructura capitalista, se puede pensar que los «compradores» se venderían al mejor postor: los capitales extranjeros inundarían el país, Estados Unidos gobernaría por medio de la burguesía local, el neocolonialismo sucedería a la colonización y no por estar oculta la sobreexplotación subsistiría menos. Solo una sociedad socialista puede, no sin grandes riesgos, establecer unas relaciones económicas con las naciones capitalistas y socialistas debido a que controla rigurosamente su economía.
La insuficiencia de estas dos respuestas (la del PC y la del PNV) demuestra que en el caso de Euskadi la independencia y el socialismo son las dos caras de una misma moneda. Así, la lucha por la independencia y la lucha por el socialismo solo deben ser una. Si es así, es evidente que a la clase obrera (que, como hemos visto, es con mucho la más numerosa) le corresponde tomar la dirección del combate. Al adquirir conciencia de la sobreexplotación y, por consiguiente, de su nacionalidad el trabajador manual comprende al mismo tiempo su vocación socialista. ¿Diríamos que ya lo ha conseguido? Es un problema completamente diferente del que hablaremos más adelante. Por otra parte, la situación de un país colonizado hace que amplios sectores de las clases medias rechacen la despersonalización cultural sin darse siempre cuenta de las consecuencias sociales que implica este rechazo.
En principio, son los aliados del proletariado. En una colonia un movimiento revolucionario y consciente de su tarea no debe inspirarse en el principio «clase contra clase» que solo tiene sentido en una metrópoli, sino, por el contrario, aceptar el principio de la pequeña burguesía y de los intelectuales a condición de que los revolucionarios surgidos de las clases medias se sitúen bajo la autoridad de la clase obrera. Vemos el trabajo que hay que hacer para empezar consiste en una aclaración progresiva y doble: el proletariado debe tomar conciencia de su condición de colonizado y las demás clases, más fácilmente nacionalistas, deben comprender que para una nación colonizada el socialismo es el único acceso posible a la soberanía.
A estas razones, que han hecho evolucionar en ciento cincuenta años el partido de la independencia y al cambiar su reclutamiento han transformado su reclamación pasadista de recuperar los Fueros dentro de un Estado absolutista en la exigencia abierta hacia el futuro de construir una sociedad soberana y socialista, hay que añadir otra, propia de la península Ibérica, que da un carácter particular a la lucha de los vascos. En efecto, como en Italia o Alemania la unificación centralizadora solo culminó en el siglo XX y debido a ello adoptó la forma de una dictadura fascista, es decir, de una respuesta por medio de la violencia desnuda y loca a los «separatistas». En dos de estos tres países el fascismo ya no está en el poder, en cambio Franco sigue siendo el Caudillo de España. Es lo que afirmaba un vasco que dijo delante de mí: «Tenemos la horrible suerte del franquismo».
Sin duda horrible, se dirá, pero, ¿por qué «suerte»? Porque si el régimen español fuera una democracia burguesa la situación sería más ambigua: el poder contemporizaría y de falsas promesas en tergiversaciones dejaría las reformas para el día del juicio final. Indudablemente esto bastaría para crear entre los vascos una importante facción reformista que sería aliada del gobierno opresor y solo esperaría de él un estatuto federalista y otorgado. Desde 1937 la ciega brutalidad del franquismo ha denunciado la estupidez de la ilusión reformista. La represión sangrante es la única respuesta hoy a cada reivindicación expresada. ¿Cómo sorprenderse, puesto que el régimen está hecho para eso? Pero hay que añadir que este régimen es la verdad de la España colonizadora.
Sea cual sea la forma del gobierno, es sabido que la España centralizada rechaza profundamente el «separatismo» vasco y que en última instancia está dispuesta a ahogar en sangre cualquier revuelta en Euskadi. En la medida en que los propios españoles están fabricados por el idealismo centralizador son hombres abstractos y creen que lo mismo ocurre con todos los habitantes de la península, aparte de unos cuantos agitadores,. ¿Lo creen de buena fe? Sin duda no: saben que Euskadi existe, pero se lo quieren ocultar, es decir, que les da rabia cuando los vascos se afirman y los españoles llegan a odiarlos en tanto que vascos, es decir, en tanto que hombres concretos. Más profundamente, los hombres en el poder no ignoran que el final del régimen colonial en Euskadi provocaría inmediatamente el aumento de la miseria en Castilla y Andalucía, de modo que en última instancia incluso una República llegaría a aquello por lo que empezó en franquismo.
La «suerte» que supone para los vascos el gobierno de Franco es que muestra sin rodeos la verdadera naturaleza del colonialismo. Este no se discute: oprime o mata. Puesto que la violencia represiva es inevitable, los colonizados no tienen más salida que oponer la violencia a la violencia. Como la tentación reformista es impensable, el pueblo vasco solo puede radicalizarse: ahora sabe que la independencia solo se obtendrá por medio de la lucha armada. El juicio de Burgos es claro sobre este punto. Los «acusados» sabían a lo que se arriesgaban al hacer frente a los españoles: cárcel, torturas, la pena capital. Lo sabían y luchaban no con la esperanza de echar enseguida a los opresores, sino para contribuir a la constitución de un ejército clandestino. Si el PNV está en su crepúsculo es por no haber comprendido que frente a las tropas fascistas los vascos no tiene más salida que la guerra popular. Independencia o muerte: estas palabras que ayer se decían en Cuba y en Argelia, hoy se repiten en Euskadi. La lucha armada por un Euskadi independiente y socialista, esta es la exigencia completa de la situación actual. Es esto o la sumisión, que es imposible.
De 1947 a 1959 esta exigencia permanece vacía y desnuda. En apariencia nada viene a cumplirla; en realidad, va trabajando a la población vasca, sobre todo a los jóvenes, y desde 1959 empieza todo. EKIN, fundado ese año, es un grupo de intelectuales, todavía poco consciente del verdadero problema vasco en su trágica simplicidad, pero que comprende la necesidad de recurrir a una acción nueva y radical. Pronto se ve forzado a entrar en el PNV, que todavía es poderoso aunque está paralizado, pero se distingue dentro de este partido por sus posiciones extremistas hasta el punto de que poco después, cuando un de los suyos es expulsado por «comunismo», el grupo entero se solidariza con él y abandona el PNV convencido ahora por experiencia de que la lucha emprendida por el viejo partido, que había sido recompensada en 1936, había caído a la categoría de puro verbalismo desde el final de la guerra y la traición de las democracias burguesas.
En 1959 este grupo es el núcleo de un nuevo partido, la actual ETA. Al principio, antes incluso de haber adoptado una postura teórica, ETA toma nota de las dos tendencias que dividen al país: la reivindicación nacionalista y la revuelta obrera. Desde 1960 comprende en la práctica cotidiana que ambas luchasse deben asociar, aclarar la una a la otra y ser llevadas a cabo conjuntamente por las mismas organizaciones. Esto es descifrar de forma lenta pero segura y práctica las exigencias de la situación presente. Maneja bien las cosas, como lo demuestra las crisis violentas que atraviesa en la década de 1960: su derecha «humanizada» le abandona y una izquierda «universalista» es excluida tras haberle conminado a abandonar la lucha anticolonialista para llevar a cabo la lucha de clases «químicamente pura» junto con los obreros españoles.
Estas escisiones definen su línea mejor que cien escritos teóricos. Tras estas purgas, desde 1968 ETA se propone, a pesar de todo, definirse teóricamente. A este nivel, sus principios ya están establecidos, se constituyeron en la lucha interna del grupo contra su derecha y una cierta izquierda centralista y, además, no son sino las exigencias objetivas de la situación descubiertas progresivamente. ETA organiza entonces cuatro frentes de combate: frente obrero, frente cultural, frente político y frente militar, que funcionan al mismo tiempo y bajo una dirección común aunque permanecen diferenciados. En 1969 en el frente obrero la lucha consiste en un acercamiento a los trabajadores manuales, a menudo reticentes, y en la organización de un núcleo de vanguardia en el seno de la clase obrera.
En el frente cultural ETA lleva a cabo el ataque contra el «eslabón más frágil», que es el universalismo deshumanizante del gobierno de opresión: desde ese momento crea las ikastolas, escuelas maternales y primarias en las que la enseñanza se hace exclusivamente en la lengua vasca y a las que asistían 15.000 niños en 1968-1969; lanzó una campaña de alfabetización de adultos, creó unos comités de estudiantes que reivindican activamente (manifestaciones, huelgas, ocupaciones) la creación de una universidad vasca, lanzó al país a artistas vascos (escritores, cantantes, pintores y escultores) que van hasta los pueblos para hacer exposiciones y ofrecer representaciones (canciones populares, teatro de calle, bien conocido en nuestro país como teatro directo), desde 1966 organizó unas escuelas sociales en las que se enseña el marxismo-leninismo a los trabajadores.
En el frente político, que está en estrecha relación con el frente militar, ETA politiza a todo el pueblo vasco mostrándole el escándalo de la represión. Eso es lo que explica el sentido actual de la lucha armada que todavía no tienen por objetivo echar al opresor, sino movilizar a los vascos para constituir progresivamente un ejército clandestino de liberación. La táctica actual se puede definir como una espiral cuyos diferentes momentos son acción, represión, acción: cada acción provoca una represión más salvaje que muestra a cara descubierta el fascismo centralizador y que al abrir los ojos a unas capas cada vez más amplias de la población permite emprender una acción cada vez más importante. No se puede dar un ejemplo mejor de esta forma de lucha que el encadenamiento dialéctico de los acontecimientos que culmina provisionalmente en el juicio de Burgos.
De un extremo al otro del juicio ETA ha impuesto su juego y sale ganadora de la prueba, lo que demuestra el valor de su táctica. Sin embargo, al principio esta táctica no estaba presente: después de las masacres de 1936 y de la represión de 1937 la asfixiante paz franquista cae sobre el País Vasco y lo aplasta. Hemos visto que el PNV organizó una acción contra esta opresión represiva: la huelga de 1947. Esta acción sin verdadera trascendencia provoca una represión terrible que tiene como resultado descalificar al PNV. Pero es precisamente a partir de este fracaso cuando la nueva generación toma el relevo y comprende la necesidad de pasar a la lucha armada. Desde 1961 ETA marca su existencia por medio de una primera acción de tipo militar: unas bombas rudimentarias explotan por todas partes y se intenta de sabotear un convoy ferroviario. Esta última acción fracasa debido a la falta de experiencia pero provoca una represión brutal: se detiene a ciento treinta militantes. Se establece así el ciclo infernal (acción, represión, acción). Sin embargo, durante algunos años se crea problemas a las «fuerzas de orden público»: ETA es escurridiza y los atentados con bomba continúan en todo el territorio.
Solo en la primavera de 1968 el Jefe Superior de la Policía puede publicar un comunicado en la prensa de Bilbao: «Se ha declarado la guerra caliente contra ETA». De hecho, comienza la caza al hombre, lo que no impide que unos días después estalle una bomba en la carretera e impida el paso a los ciclista de la Vuelta a España («que pasen por otro sitio, no tienen nada que hacer en nuestra tierra»). En el mes de junio un guardia civil aparece muerto en la calzada. Unas horas después otros guardias civiles disparan sin motivo contra un «sospechoso» en un control y lo matan. Era Jabier Etxebarrieta, uno de los dirigentes de ETA. La represión se extiende inmediatamente de la organización clandestina a la población: la administración prohíbe en todas partes celebrar misas en memoria de Etxebarrieta, con lo que logra indignar a los curas de pueblo e indisponer a la gente del campo. A partir de ese momento la represión generalizada pide una respuesta que pueda exaltar al pueblo desde sus cimientos: tres meses después el policía [Melitón] Manzanos, figura siniestra y bien conocida por los vascos, que llevaba treinta años torturando en Euskadi, será ejecutado a la puerta de su casa.
Como era de prever, esta acción provoca una represión abyecta y salvaje. Sobre todo opone francamente al pueblo vasco en su conjunto y al gobierno de la opresión. Este no puede aceptar que se liquide a sus representantes: está obligado a encontrar a los culpables, a hacer un juicio y a exigir varias condenas a muerte, pero como la «víctima» era un verdugo, la mayor parte del país no puede desaprobar esta ejecución, que no es sino un castigo. El poder cae en una contradicción de la que no saldrá: desde su punto de vista, que no puede cambiar, hay que intimidar por medio de sanciones. Pero la publicidad del juicio demuestra a todo el mundo que se trata de una parodia de justicia. Se ha elegido a los acusados al azar entre los presos o entre aquellos que se cree son dirigentes, para decapitar a ETA. En estas condiciones, la instrucción solo podía ser una farsa: como veremos, no habrá ninguna prueba contra Izko que, sin embargo, será condenado a muerte.
El tribunal es militar aunque varios de los «acusados» ya habían sido condenados por un tribunal civil debido a los mismos hechos o similares. Los jueces son unos oficiales que ignoran todo de la ley, excepto uno que debe tener conocimientos jurídicos para aconsejar a estos soldados; los abogados, a los que el presidente del tribunal amenaza constantemente con la cárcel, difícilmente se pueden hacer oír. Los «acusados», encadenados unos a otros, tranquilos y despectivos, han librado una batalla constante no para defenderse de las acusaciones de sus opresores, sino para revelar delante de los periodistas las torturas que habían padecido, a lo que el presidente, cuando no había podido hacerles callar, respondía inevitablemente con un «no interesa». Para los representantes de la prensa quedó claro que estos militares no se habían reunido para juzgar sino para matar, aunque cumpliendo con un ceremonial absurdo y que conocían mal.
Para acabar, los «acusados» pusieron al descubierto la violencia represiva de España prohibiendo a sus abogados defenderles. Habían ganado: su admirable valor y la obtusa estupidez de sus «jueces» habían convertido finalmente su juicio en una cuestión nacional para todos los vascos. Cuando los trabajadores se pusieron en huelga en las grandes empresas de Bilbao, ETA comprendió que había llegado a amplios sectores de la clase obrera. Además, la indignación fue tan grande en el mundo entero que por primera vez se planteó la cuestión vasca ante la opinión internacional: Euskadi se ha hecho conocer en todas partes como un pueblo mártir en lucha por su independencia nacional. Última acción nacida de la represión: la cólera general hizo recular al gobierno español y se conmutaron las penas de muerte. Por medio del éxito inesperado aunque necesario de su táctica ETA se ha afirmado en su país el sector más activo de la clase obrera. Ha adquirido un prestigio considerable en toda la nación movilizada, el mismo que tenía el PNV veinticinco años antes. Sus militantes saben bien que la lucha será larga, que serán necesarios, dicen, «veinte o treinta años para constituir el ejército popular». No importa, en Burgos en diciembre de 1970 y enero de 1971 se dio el pistoletazo de salida.
Este es el punto en el que estamos: un pueblo heroico, dirigido por un partido revolucionario, nos ha hecho entrever a nosotros, franceses (que aunque no queramos siempre somos un poco los herederos de los jacobinos) otro socialismo, descentralizador y concreto: esa es la universalidad singular de los vascos, que ETA opone justamente al centralismo abstracto de los opresores. ¿Puede este socialismo valer para todos? ¿No es más que una solución provisional para los países colonizados? En otras palabras, ¿se puede plantear que se trata del fin último o de una etapa hacia el momento en que una vez terminada la explotación universal, los hombres disfrutarán todos, al mismo título, de la verdadera universalidad por medio de una superación común de toda singularidad? Este es el problema de los colonos. Se puede estar seguro de que cuando los colonizados luchan por su independencia no tienen ninguna preocupación. Lo que es indudable para los militantes vascos es que el derecho de los pueblos a la autodeterminación, afirmado en su exigencia más radical, implica en todas partes la revisión de las fronteras actuales, restos de la expansión burguesa que no se corresponde en ninguna parte con las necesidades populares, algo que solo se puede conseguir por medio de una revolución cultural que cree al hombre socialista sobre la base de su tierra, de su lengua e incluso de sus costumbres renovadas.
Solamente a partir de ahí el hombre dejará poco a poco de ser el producto de su producto para convertirse al fin en el hijo del hombre. ¿Mencionaremos estas concepciones marxistas? En este sentido se observan algunas dudas entre los dirigentes de ETA puesto que algunos se consideran «neomarxistas» y otros (al parecer la mayoría) «marxitas-leninistas». Lo que decidirá es la experiencia cotidiana de la lucha. Guevara me decía un día: «¿Nosotros marxistas? No lo sé». Y añadía con una sonrisa: «No es nuestra la culpa si la realidad es marxista». Lo que ETA nos revela es la necesidad que tienen todos los hombres, aunque sean centralizadores, de reafirmar sus particularidades frente al universalismo abstracto: escuchar la voz de los vascos, de los bretones y los occitanos, y luchar a su lado para que puedan afirmar su singularidad concreta es, como consecuencia directa, luchar también nosotros, franceses, por la verdadera independencia de Francia, que es la primera víctima de su centralismo. Y es que hay un pueblo vasco y un pueblo bretón, pero el jacobinismo y la industrialización han liquidado a nuestro pueblo: hoy ya solo hay masas francesas.
Notas de la traductora:
(1) Este prólogo se escribió en 1971 y el libro se publicó en Francia ese año con el nombre de Le Procès de Burgos, publicado por la editorial Gallimard. Su autora, Gisèle Halimi, es una abogada, feminista y política nacida en Túnez en 1927. Ejerció como abogada defensora de varios militantes del Frente de Liberación Nacional de Argelia, además de ser presidenta de la comisión de investigación del Tribunal Russell sobre los crímenes de guerra estadounidenses en Vietnam y observadora en varios juicios, entre otros el de Burgos enviada por la Federación Internacional de Derechos Humanos. El libro está traducido al castellano de Mercedes Rivera: Gisèle Halimi, El proceso de Burgos, prefacio de Jean-Paul Sartre; Caracas (Venezuela), Monte Ávila, 1972. Respecto a este prólogo de Sartre, es muy recomendable la lectura del artículo de Josemari Lorenzo Espinosa, » Lo que los franceses deben saber de los vascos», https://borrokagaraia.wordpress.com/2016/07/20/lo-que-los-franceses-deben-saber-de-los-vascos/
(2) Morvan Lebesque (1911-1970) fue un nacionalista bretón y periodista. Por su parte, Bertrand du Guesclin (1320-1380), fue un noble bretón y militar al servicio de la corona francesa que tuvo un papel fundamental en la llamada «Guerra de los cien años». Fue condestable de Francia.
(3) La Bauce es una «región natural» francesa, situada al sudoeste de París.
(4) «Sabin Mana» en el original el francés.
(5) La consigna es «Jaungoikoa eta lagizarrak», «Dios y leyes antiguas».
Fuente: https://liberationirlande.wordpress.com/euskal-herria/jean-paul-sartre-preface-au-proces-de-burgos/
Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y Rebelión como fuente de la traducción.