Con toda seguridad, el lector recuerda el famoso cuadro de Goya titulado El 3 de mayo de 1808 en Madrid: los fusilamientos en la montaña del Príncipe Pío. Es ese estremecedor lienzo en el que un oscuro pelotón de soldados, uniformados y alineados, de espaldas al observador y casi a bocajarro, fusilan inmisericordes a un […]
Con toda seguridad, el lector recuerda el famoso cuadro de Goya titulado El 3 de mayo de 1808 en Madrid: los fusilamientos en la montaña del Príncipe Pío. Es ese estremecedor lienzo en el que un oscuro pelotón de soldados, uniformados y alineados, de espaldas al observador y casi a bocajarro, fusilan inmisericordes a un grupo heterogéneo de ciudadanos españoles, alzados el 2 de mayo contra la ocupación de Madrid por el ejército francés.
El dramatismo de la imagen es difícilmente superable. Frente a los ejecutores, de cara al espectador, se ve una completa galería de apuntes gráficos sobre el terror y la muerte. En el centro, brazos en alto, vestido con una camisa blanca de la que emana la luz del cuadro -reflejada desde un fanal situado en el suelo frente a él-, una trágica figura que constituye el centro de la composición se encara con los soldados y ofrece su pecho a las balas. A su alrededor yacen los muertos de anteriores descargas y se yerguen las patéticas figuras de quienes aguardan en breve lo inevitable.
Siguiendo los criterios de moda hoy en el mundo de la información, el pie que completaría la imagen podría ser éste: «Radicales extremistas, seguidores de clérigos fanáticos, son ejecutados por soldados regulares del Imperio que, al ocupar España, se esfuerza en llevar la libertad a un pueblo atrasado y levantisco».
Por otro lado, en cualquier diario opuesto a los invasores y partidario del terrorismo liberador, el texto explicativo sería muy distinto: «Luchadores por la libertad de su patria, sumariamente fusilados por la brutalidad del ejército francés de ocupación».
Si el lector reflexiona sobre lo anterior, intentando conjugar la veracidad de dos puntos de vista tan opuestos, se encontrará efectuando un ejercicio de análisis de la realidad, muy parecido al que hoy es necesario para comprender, por ejemplo, lo que sucede en Iraq o en Palestina. Una es la imagen, varias las interpretaciones.
Pero no sólo la realidad tiene una representación gráfica que puede ser descrita según el color del cristal con que se mire. ¿Le suena algo al lector esta estrofa de una popular poesía escrita a mediados del siglo XIX?:
«La virgen con patrio ardor
ansiosa salta del lecho;
el niño bebe en el pecho
odio a muerte al invasor;
la madre mata su amor
y cuando calmada está,
grita al hijo que se va:
«¡Pues que la patria lo quiere,
lánzate al combate y muere;
tu madre te vengará…!»
Estos versos son el complemento literario del cuadro arriba comentado y se refieren a la misma circunstancia histórica española. Pero también en Iraq hay madres que impulsan a sus hijos al sacrificio y se reservan el derecho a la venganza, pues allí se repite la tragedia de un pueblo en armas frente al invasor. En Nayaf, una mujer abraza a su hijo menor, alistado en las milicias de Al Sáder, y dice al periodista que la entrevista: «No puedo pedirle que abandone Nayaf ni a Múqtada, porque sería un pecado a los ojos de Dios. Si todos los hombres mueren yo me haré soldado y conduciré a las mujeres a la lucha, aunque tengo 62 años».
Y en Ciudad Sáder, ese miserable suburbio bagdadí donde se refugian un par de millones de seguidores de Múqtada al Sáder, un vecino, señalando a su amigo enfermo, comentaba al mismo periodista: «Mire a este hombre, que quiere ir a Nayaf para sacrificar su vida. Está enfermo de tifus a causa del agua que bebemos aquí. ¿Por qué no morir dignamente, mejor que en la cama?». Cualquiera de los fusilados del cuadro de Goya podría haber dicho lo mismo.
El cuadro comentado constituye en el acervo cultural español una imagen imperecedera de la resistencia de un pueblo frente a un ejército invasor. Pero al juzgarlo en su sentido histórico y político no se suele tener en cuenta la ideología de los invasores ni la del pueblo invadido que intenta romper las cadenas de la ocupación. Pueblo que, pocos años después, gritaría «¡Vivan las caenas!» al festejar alborozado el regreso de Fernando VII (quizá el más vil monarca absolutista que ha reinado sobre los españoles) y la abolición de los derechos y libertades que en Cádiz se habían plasmado en la primera Constitución que tuvo España.
Conduce a error juzgar los acontecimientos históricos desde un punto de vista estrecho y limitado a la propia ideología. A veces, la violencia intenta implantar progreso, aunque se va demostrando que la democracia no se impone a cañonazos. Otras veces es un simple instrumento de la villanía de los gobiernos. En cualquier caso, cuando los puntos de vista no coinciden y son abiertamente dispares, hay una regla que no suele fallar: en la montaña del Príncipe Pío hay que estar del lado de los fusilados, y en Iraq y Palestina, del lado de los que son exterminados y humillados. Aunque el progreso tarde más en llegar.
De qué le serviría la implantación en España del equitativo código napoleónico al hombre que desesperadamente alza las manos ante la muerte que va a llegar segundos después, en una bala también napoleónica? La próxima vez que contemple ese cuadro, estimado lector, mírele a los ojos y pregúnteselo. Quizá él pueda ofrecerle el punto de vista correcto.
* General de Artillería en la Reserva
Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)