Si se tratara solo de calidad literaria, un día este país se despertaría preguntándose ¿quién diablos es ese Rafael Chirbes al que le han dado el Nobel? Esta idea, nada descabellada, se me ocurrió cuando a través de un amigo alemán supe que era más leído y reconocido en Alemania que aquí, donde es desconocido […]
Si se tratara solo de calidad literaria, un día este país se despertaría preguntándose ¿quién diablos es ese Rafael Chirbes al que le han dado el Nobel? Esta idea, nada descabellada, se me ocurrió cuando a través de un amigo alemán supe que era más leído y reconocido en Alemania que aquí, donde es desconocido por muchos. Sirva de muestra que no encontré un ejemplar de su última novela en la Casa del Libro en Madrid las vísperas de Reyes. Pero poco a poco se va haciendo justicia, aunque no siempre se puede asimilar premios a calidad. Medio centenar de críticos literario de Babelia-El País eligieron «En la orilla» (Anagrama, 2013) como la mejor novela del año, y el crítico literario de este periódico, Juan Ángel Juristo, la destacó en primer lugar al escribrir sobre los libros del año «de marcada excelencia». En 2007 recibió el Premio Nacional de la Crítica por «Crematorio«. Un centenar de escritores, editores, agentes y personalidades de la cultura eligieron en 2013 a Vargas Llosa y «La fiesta del chivo» la mejor novela del siglo (XXI) en narrativa hispánica, en una disputa de tú a tú con «Crematorio», que quedó segunda.
En este pasar desapercibido algo ha podido contribuir el propio Chirbes, centrado en su literatura y lejos de la pomada literaria que produce famosos, más que por la calidad de la obra, por los saraos en los que participan y otras actividades públicas no todas edificantes. Siempre viviendo en los márgenes, en Marruecos, en pequeños pueblos extremeños o valencianos. Como él mismo dice: intenta pasar desapercibido, «que no se acuerden de él ni para bien ni para mal», que le dejen en paz, como objetivo.
Más parece que podemos estar ante la vieja tradición española de desprecio a la brillantez si esta no es sumisa, términos que resultan antitéticos. La mirada de Rafael sobre la realidad es muy dura, porque la realidad también lo es. Es un autor imprescindible para sentir lo que ha sido este país en sus últimos setenta años, desde la postguerra a la crisis de la actualidad, otra segunda derrota para la mayoría. Y lo hace sin ser nada complaciente con lo políticamente correcto, con ese modelo de transición de «trágala» que dejó muchos muertos tanto sin enterrar como sin desenterrar.
Su última novela En la orilla es una continuación de Crematorio. En aquella abordaba la España del ladrillo, la especulación en la costa levantina, la corrupción de los sueños y de las personas, a través del protagonismo de un constructor sin escrúpulos que alguna vez tuvo el deseo de cambiar el mundo. El protagonista de En la orilla es un carpintero arruinado que no pudo ser artista. Y utiliza el desolador paisaje de un marjal o humedal costero como metáfora que refleja la degradación a la que conduce un sistema depredador con las personas y la naturaleza. Donde se arrumban todos los desechos industriales y humanos, las basuras y los cadáveres de todo tipo. Donde confluyen los procesos de autodestrucción que el hombre emprende y es capaz de continuar insensatamente más allá del punto de no retorno.
Se trata del realismo. Con su prosa seca y precisa, de bisturí inclemente, refleja la evolución de la economía, de la sociedad y de los sueños. La dureza de la supervivencia cada día, desde la dignidad del trabajo bien hecho por los perdedores sin horizonte, al fuego fatuo de la burbuja inmobiliaria que finalmente no deja más que podredumbre, arcadas, mentiras y melancolía. La dureza del relato a veces solo es soportable por la brillantez de su prosa: Para resistir, para seguir vivo, hace falta una buena dosis de idealismo. Capacidad para mentirse. Sólo sobreviven quienes consiguen creerse que son lo que no son«.
Literatura químicamente pura y dura para reflejar la crisis económica, social y moral de una sociedad enferma. Narrador total, adopta todos los puntos de vista de una realidad poliédrica. Él es todas las voces, sus novelas son corales, de estructura compleja y exigencia de omnilateralidad. Convierte en brillante lo sencillo y lo difícil. Parece mentira que con el sota-caballo-rey de sujeto, verbo y predicado puedan alcanzarse páginas tan perfectas, tan acabadas, tan sublimes donde no puede faltar ni sobrar una coma. Es una literatura que fascina, aunque lo que busca el autor es que su gesto literario sea transparente para que el contacto entre el lector y el retrato de la realidad que hace sea lo más potente posible.
Los que no conozcan a Rafael Chirbes pueden empezar por donde quieran, pero yo les recomendaría hacerlo con La buena letra, seguir con La larga marcha, dar el salto a Crematorio y En la orilla. Luego seguirán buscando, una a una, todas sus novelas como si fueran joyas, tesoros escondidos en los fondos de las bibliotecas públicas y de las librerías, preguntándose: ¿cómo no le he descubierto antes?
Su universo narrativo es nuestra realidad, la que vivimos, la que vemos o intuimos en los demás. Sus referencias literarias, muchas, con especial reconocimiento a Max Aub y Galdós. Como él mismo reconoce, es síntoma de su tiempo y quiere ser testigo. Si Belén Gopegui, con metáfora afortunada, dice que la literatura revolucionaria debe ser una especie de caballo de Troya (Papeles de la FIM, 2007) que no levante sospechas en el mercado, el caballo de Chirbes no es de madera sino de cristal. No enmascara nada, va con la verdad por delante, con las únicas cartas de presentación de su fuerza narrativa y de su honestidad. Pocas veces un escritor alcanza este grado de coherencia entre lo que ve y piensa y lo que nos cuenta. No dulcifica nada, pero por ello se paga un tributo cuyo consuelo está en poder mantener la mirada a ese sujeto tan parecido que se asoma cada mañana al espejo.
Algunas voces señalan el supuesto nihilismo de sus obras. Pero parece que Chirbes cree en suficientes cosas y tiene muy clara su posición. Por ejemplo, que a él solo no le toca cambiar el mundo. Aunque la literatura persiguiera «un proyecto emancipador o de transformación política y social, tiene que tratar de visibilizar los mecanismos ideológicos invisibles que determinan nuestras vidas, esto es, mostrar cómo se produce nuestra explotación y cómo la terminamos asumiendo. Porque solamente tomando conciencia de ella podremos afrontarla» (¿Qué hacemos con la literatura?, Akal, 2013). Chirbes cumple ampliamente con ello cuando se marca como primer objetivo de su literatura buscar la verdad, el sentido de la explotación, ayudarnos a ver.
Si la literatura es realmente una forma de reflejo de la realidad objetiva, entonces le importa mucho captar esa realidad tal y como realmente es y no limitarse a reproducir lo que aparece inmediatamente. Contar crudamente las cosas es no mirar para otro lado ni perder la capacidad de indignarse por ellas. Dice el propio Chirbes: «Los novelistas no son clérigos, ni psicólogos ni políticos. No debemos predicar, ni curar o sanar. Solamente desciframos el espíritu de nuestra época. Y mi novela intenta llevar a ojos del lector algo que posiblemente no quiera creer».
Critica sin piedad a los que renuncian ideológicamente. No hace ninguna concesión a la versión edulcorada de la Transición ni al oportunismo. Ni al voluntarismo político del que hablaba Gramsci: hay pocos optimismos de la voluntad que valgan, cuando al carácter depredador y brutal del capitalismo se le une la corrupción y la incompetencia de la llamada izquierda. Pero lo anterior no significa que no tenga las cosas claras desde el punto de vista político.
Aunque lo más político en Chirbes es su particular manera de acercarse literariamente a la realidad. Sus opiniones y su posición ideológica son secundarias, pero tiene el valor de mostrarse como una persona siempre libre, que no se concilia con nadie, que no paga peajes. Por ejemplo, ha criticado la socialdemocracia como el mejor guardián del capitalismo, la practique Zapatero, «sentado a la mesa de los caníbales» o Felipe González «el que a petición del inflexible capitalismo europeo llevó a cabo la dura reconversión de la industria, que multiplicó los despidos, domesticó a los sindicatos y metió al país en la OTAN». O a sus paisanos del PP: «me entero de que la pandilla de indeseables que gobierna la Comunidad Valenciana acaba de dar un paso decisivo en su experiencia de ingeniería social, privándonos de las únicas emisoras de radio y televisión que hablan la lengua propia de este pueblo y que recogen todo el complejo entramado cultural de esta tierra y lo hacen visible y audible. Se trata de un acto que podríamos calificar de genocidio cultural, para el que no les importa dinamitar su propio aparato de propaganda: llevan a cabo su fechoría, un golpe de estado contra el país (incluso contra sus propios votantes, que son los primeros consumidores de esos canales y emisoras que han manipulado hasta el asco)».
Así se expresa también el autor en Crematorio: «Ganamos la democracia, pero la política quedó eliminada. No hay ninguna implicación real de la gente en las decisiones significativas. Pasarte veinte, treinta años de franquismo exigiendo que llegara la democracia, y descubrir que llegaba para comunicarte que no le hacías ninguna falta, porque la democracia es la forma más perfecta de exterminio de la política».
Se ha dicho, con razón, que la vanidad puede matar a los escritores. No es el caso de Rafael Chirbes. Al contrario, como demuestra su alejamiento buscado y necesario para la objetividad de su obra, que le lleva incluso a presentar a rastras las novelas, excepto cuando le invitan librerías o tertulias amigas. Es tal la implicación personal y la intensidad narrativa y de sentimientos que pone, que después de cada novela queda vacío, exhausto, con dudas sobre si volverá a escribir. Lo viene diciendo desde La Larga marcha, con Los viejos amigos, con Crematorio y ahora. Siempre parece que está escribiendo su última novela, y en realidad es así, y por ello se convierten en una especie de testamento. Afortunadamente para nosotros, no puede dejar de escribir porque para él la literatura forma parte de una conversación infinita con la realidad. Decía Marx sobre los economistas algo que es de aplicación más general: hay escritores cuya profundidad consiste exclusivamente en ver las nubes de polvo de la superficie y enunciar esa entidad polvorienta orgullosamente como algo misterioso e importante. Rafael Chirbes intenta entender lo que pasa, su esencia y causas, algo que solo los que poseen una mirada capaz de ver la espuma y la marea son capaces de lograrlo. Esperaremos su siguiente novela y, mientras, le releeremos.