Uno de los tres galardonados con el Nobel de Medicina en 1962 fue el estadounidense James Watson, trío premiado por sus descubrimientos sobre el ADN. Este científico, calificado por Koku Adomza como «un completo dinosaurio», ya otrora era conocido por sus comentarios homófobos. Watson, destacado biólogo molecular, vertió su mezquina humanidad en el diario británico […]
Uno de los tres galardonados con el Nobel de Medicina en 1962 fue el estadounidense James Watson, trío premiado por sus descubrimientos sobre el ADN. Este científico, calificado por Koku Adomza como «un completo dinosaurio», ya otrora era conocido por sus comentarios homófobos. Watson, destacado biólogo molecular, vertió su mezquina humanidad en el diario británico The Sunday Times con frases como «todas nuestras políticas sociales están basadas en el hecho de que la inteligencia de los negros africanos es la misma que la nuestra, cuando en realidad todas las pruebas señalan lo contrario». No es tan extraño en nuestros días «ver a científicos reputados hacer comentarios extremadamente ofensivos, acientíficos y sin ninguna base» dirá el diputado británico Keith Vaz. Es lo que le achaca el gran exegeta Gerd Lüdemann a Joseph Ratzinger por lo expresado en su reciente libro Jesús de Nazaret.
A Joseph Ratzinger algunos le conocimos hace años como profesor en Ratisbona, pero donde él más se ha hecho notar ha sido con sus condenas y anatemas contra importantes teólogos de la Iglesia católica a la derecha de Juan Pablo II y al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe: Leonardo Boff, Jon Sobrino, José I. González Faus, José María Castillo, Benjamín Forcano, Marciano Vidal, Juan José Tamayo, Manuel Fraijó, Xavier Picaza, Juan Antonio Estrada… han sido tan sólo algunos de los que han conocido el látigo de su censura medieval, su poca asimilación y respeto ante los avances científicos de nuestros tiempos en el campo de la exégesis bíblica y su falta de respeto ante creyentes honestos de pensamiento divergente y otras gentes, ateas o de religiones distintas. Hoy Ratzinger-Papa pretende demostrar en este libro que el Cristo de la fe, el Jesús Hijo de Dios, idéntico al Padre, verdadero Dios y a la vez verdadero hombre, que padeció en beneficio de las gentes pecadoras, que resucitó y prometió a los que en él creen llevarlos un día a su reino celestial, es el Jesús de los cuatro Evangelios y hunde sus raíces en la historia. En una palabra, quiere hacernos creer que el Cristo de la Iglesia -mondongo filosófico-teológico creado a lo largo de los siglos- es el Jesús de los Evangelios, y que el Jesús de los Evangelios es el Jesús de Nazaret, el Jesús histórico. Y esto hoy día es hierro de madera.
El inquisitorial Ratzinger piensa que las gentes del siglo XXI vivimos en la antigüedad o en la Edad Media. En nuestra época las afirmaciones metafísicas o metahistóricas no son evidentes sino que deben ser fundamentadas. La ciencia es desde hace tiempo autónoma, «ahí reside la auténtica revolución, que se ha llevado a cabo en Europa desde la separación de Iglesia y Estado siguiendo los pasos de la Ilustración». La consideración no metafísica de los Evangelios neotestamentarios, el preguntarse en serio qué fue lo que sus autores quisieron decir y qué hechos históricos se encuentran en la base muestra que la exposición de Jesús de Nazaret de Ratzinger no responde a ninguna realidad histórica. Ratzinger sustituye al Jesús histórico por el Señor supuestamente divino. No puede unir en una persona al «hijo de Dios» y al hombre de Nazaret por mucho que lo intente con su interpretación de los Evangelios.
Su proceder temerario con las fuentes neotestamentarias no encontraría aprobación ante ninguna comisión histórica independiente ni, tampoco, ante el foro de la teología libre. Su intento anunciado en el prólogo de presentar al Jesús de los Evangelios como el Jesús histórico, real, no se da porque Ratzinger no aborda las cuestiones históricas. Su libro en gran parte es una «meditación espiritual sobre el Señor». Jesús de Nazaret nunca se consideró Dios. Los textos aducidos por Ratzinger para este aserto, él lo sabe o debiera saber, son datos tardíos, reflexiones cristianas, reflejan la situación de la Iglesia a inicios del siglo II, cuando los cristianos gentiles conformaban la mayoría. Las numerosas contradicciones entre las figuras de Jesús de los Evangelios del Nuevo Testamento se explican, entre otras cosas, también por la aceptación de que Jesús no dijo una gran parte de las palabras que le hacen decir, no en balde ninguno de sus autores fue testigo ocular.
El punto de partida de Rartzinger, de que hay que fiarse históricamente de los Evangelios, es un engaño. La distinción entre palabras de Jesús auténticas e inauténticas es indispensable en una investigación de Jesús dirigida por la razón y no por el mito. Hoy no es defendible su tesis de que los Evangelios nos transmiten al auténtico Jesús histórico. El método crítico-histórico aplicado en la exégesis de la Biblia ha dejado ya en claro muchas cosas y la crítica que Ratzinger hace de los trabajos sobre Jesús de colegas científicos es ligera e improcedente. Su libro de Jesús revela poca seriedad histórica y poca honradez intelectual, cualidades que brillan mucho más que en este libro en trabajos de teólogos liberales protestantes y también en aportaciones de católicos modernistas. Ratzinger loa tan solo de boquilla el método crítico-histórico, porque según él «las leyes generales de la crítica histórica valdrían sólo limitadamente a la hora de aplicar a la sagrada Escritura».
Sus exposiciones meditativas o teológicas las apoya mayoritariamente en pasajes de la Biblia, pero su exégesis no se ajusta al criterio del texto sino que lo retuerce y lo fuerza para imponer el criterio «inspirado» de la Iglesia. Así, por ejemplo, un trabajo crítico-histórico de los textos bautismales muestra como imposible la tesis de Ratzinger, defendida en su libro, la de que Jesús, como el sin pecado, mediante el bautismo se solidariza intencionadamente con los pecadores. La verdad más bien es que Jesús se dejó bautizar por Juan para el perdón de sus propios pecados y, por tanto, él se sentía pecador. O la interpretación que hace Ratzinger de que Jesús se consideraba Dios, colocándose en el mismo plano del Padre. Jesús fue un judío de Galilea y rogaba al Dios de la «Biblia de Israel». Si se hubiera considerado a la misma altura que éste, si se hubiera reconocido Dios tal cosa hubiese sido y sonado a blasfemia. Y, por tanto, hubiere resultado muy difícil que en vida se le hubieran unido tantos judíos y judías. Como tampoco se pueden aducir para una exposición del Jesús histórico, como hace Ratzinger, la predicción de la pasión, con la que Jesús reacciona ante la confesión de Pedro según los sinópticos, y la historia de la transfiguración, porque ambas son formaciones pospascuales de la comunidad y, en modo alguno, palabras suyas. Ratzinger hace decir al texto lo que él necesita y quiere que diga, como James Watson.