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Reivindicando la literatura de Armando López Salinas

Fuentes: Rebelión

Uno de los mayores atractivos de la narrativa de Armando López Salinas es esa especie de simbiosis elaborada a partir de las experiencias personales del autor y que se trasladan a las de algunos de sus personajes en las diferentes novelas o relatos. Unas vivencias tan literales -como el propio López Salinas se encargó de […]

Uno de los mayores atractivos de la narrativa de Armando López Salinas es esa especie de simbiosis elaborada a partir de las experiencias personales del autor y que se trasladan a las de algunos de sus personajes en las diferentes novelas o relatos. Unas vivencias tan literales -como el propio López Salinas se encargó de recordar en alguna ocasión al decir que «de algún modo, escribí sobre lo vivido, lo que vale a decir que escribí siempre la misma historia, aunque quizá contada de manera diferente»- y tan cercanas, que incluso consiguen mudarnos a una época lejana e intencionadamente silenciada.

Su forma de narrar, poniendo en el contexto político y social no solo los problemas personales de los protagonistas sino los conflictos entre las diferentes clases sociales, es de alguna manera la antítesis de esa moda literaria que consiste en ambientar historias de amor o dramas familiares en el escenario de la guerra civil española o en su inmediato periodo represivo, negro y sórdido para los perdedores.

Es lo que David Becerra trata de desenmascarar en su libro «La guerra civil como moda literaria», una corriente propagandística, un subgénero inofensivo, que recurre veladamente a la versión franquista del «conflicto fratricida» y a la despolitización y deshistorización de acuerdo a los mandatos de una posmodernidad capitalista, que Becerra sacude con dureza, y que promueve un sucedáneo de reconciliación sin reparación ni justicia para las víctimas.

Ya en las navidades de 1964 el poeta Jaime Gil de Biedma alertó contra la campaña propagandística del régimen franquista, con motivo del 25 aniversario de la finalización de la guerra, pues «trataba de pasar de puntillas sobre ella, presentándola como un episodio lamentable -una matanza entre españoles-«, [Carta a España (o todo era nochevieja en nuestra literatura al comenzar 1965)]. Casualidad de las casualidades, 50 años después, el ínclito Arturo Pérez-Reverte en su libro «La Guerra Civil contada a los jóvenes» rechaza cualquier tipo de lectura histórica, política o social en favor del relato fratricida, asegurando en el prólogo que «todas las guerras son malas, pero la guerra civil es la peor de todas, pues enfrenta al amigo con el amigo, al vecino con el vecino, al hermano contra el hermano».

Flaco favor -y nulo rigor- hacia unos jóvenes para quienes «la guerra civil es la memoria borrosa de un padre, un tío, un hermano mayor, fusilados o muertos en el frente, o quizás un pariente exiliado […]. La guerra civil ha dejado de gravitar sobre la conciencia nacional como un antecedente inmediato, se ha vuelto de pronto remota» (sí, la cita no es actual y procede de nuevo de Gil de Biedma, pero tiene vigencia).

Vuelvo a López Salinas para recordar el modo en que verbalizó sus vivencias infantiles durante la conferencia inaugural de las III Jornadas de Literatura y marxismo celebradas en 2011:

Vivía en Madrid, en Chamberí, en la barriada de Balmes, calle de Viriato, cerca de la Parroquia de Santa Teresa, cuyas campanas enmudecieron al poco de comenzar la Guerra Civil. […] el amolador gallego que todos los martes voceaba su oficio en la acera y dejaba que los chiquillos moviéramos el pedal de la rueda, mientras afilaba cuchillos y navajas de la vecindad; los paseos por la casa de campo o por los secarrales de Amaniel de la mano de mi padre, fue toda la libertad de un muchacho -libertad que nunca más he vuelto a sentir con tanta intensidad colmada en mi vida-. […] Mi padre y yo éramos como viejos amigos. Cuando mi padre hablaba de luchas sociales, de un mundo mejor, de la lucha de clases que se libraba en el mundo entero, y también en nuestro país, nuestro pequeño mundo de barrio, le escuchaba con la boca abierta.

Y de qué forma lo hacía Luis, un niño de 12 años y protagonista del relato «Una historia familiar» escrito por nuestro autor:

Vivíamos en Madrid, en el Callejón de Balmes, en pleno corazón del barrio, junto a la parroquia donde hacía poco tiempo se había vuelto a reanudar el culto. Nos despertábamos siempre, desacostumbrados, escuchando las badajadas del campanil de Santa Teresa que anunciaban la primera misa. Hasta entonces las calles, el Grupo Escolar, las escapadas hasta los barrios dañados por la guerra, las pedreas en las barricadas, los paseos con mi padre por los pueblos orilleros a la ciudad en busca de alimentos, las horas pasadas en los refugios contra los bombardeos, toda la libertad de un muchacho de doce años habían colmado mi vida.

Y la idea de abandonar todo aquello, saltar el burro, jugar a las prendas, montar en las bicicletas de los mayores haciendo equilibrios delante de las chicas, hablar con el amolador que todos los martes voceaba en la esquina y nos dejaba mover el pedal de la afiladora mientras repasaba el corte de las tijeras, el perder su disfrute, era algo con lo que no contaba y me producía una cierta tristeza.

[…] Mi padre y yo éramos como viejos amigos, prefería su compañía a la de cualquiera de mi edad.

¿Lo real entra en la ficción, o es la ficción la que desembarca en la realidad? López Salinas difumina esa barrera tan sutil en un momento, a principios de la década de los 60 del pasado siglo, en que ya comenzaba a verse la guerra civil como algo del pasado. Para él «la aventura literaria que iniciaba no era en aquel momento, al menos para mí, un simple divertimento, un mero juego idiomático, y si la novela existente escamoteaba la realidad en un país secuestrado, era necesario un cambio expresivo, temático al menos». La lengua hablada como rasgo de clase, que funciona como modelo de lengua literaria (como demostró Ernesto Sábato en «El túnel»). Una escritura que suscite, proponga e invite al lector -en palabras de Rafael Sánchez Ferlosio- «a que extienda la mirada sobre todo el panorama de las cosas que había que tener en cuenta para encarar debidamente el asunto que se trata». «Narrar es evocar y transmitir lo acontecido», añade Ferlosio, también en aquellos años.

Pero el mal ya estaba hecho. El boom económico (basado en el ladrillo y en el turismo) de los 60 y una incipiente modernización de la dictadura estaban comenzando a sentar las bases de lo que vendría más tarde (¡qué clarividencia la de Gil de Biedma! al decir ya entonces que el ministro de Información, Manuel Fraga, «se esfuerza en seducirlas [las voces discordantes] para que digan lo que conviene a su política -que no es exactamente la de Franco, puesto que es un hombre joven con esperanzas para después- y, si no lo consigue, intenta destruirlas»). El plan era acabar, hacer desaparecer, como denunciaba Gil de Biedma, «las condiciones que nos permitieron identificar la opresión, la penuria y la desamparada incertidumbre en que vivía la gran masa de nuestro compatriotas. Cada vez resulta más difícil contemplar en la propia frustración un símbolo de la frustración del país».

Ni siquiera el espejismo de la Transición española pudo modificar ese dogma del pensamiento neoliberal que marca a la literatura comprometida como estridente y reduccionista. Un principio que no casa con la multitud de obras que, desde Dickens hasta Nabokov, son abiertamente partidarias de una interpretación política de la realidad. La crítica imperante, claro, solo utiliza el término «doctrinario» para aplicarlo contra la literatura que conmueve conciencias ante las injusticias expuestas. «Es la izquierda la que está ‘comprometida’, no los liberales, ni los conservadores -nos dice Terry Eagleton-. La afirmación de que el compromiso doctrinal siempre y en todo lugar echa a perder el arte es una fe liberal hueca».

Sirvan, a modo de ejemplo, los elogios prodigados al Premio Nobel Mario Vargas Llosa, pese a su singular brutalidad al considerar que el precio a pagar por el Perú en su camino hacia el desarrollo y la modernidad es la extinción de las culturas indígenas, pues éstas no son mas que un lastre antimoderno e irracional [«Questions of conquest: What Columbus wrought, and what he did not»]. O su desprecio hacia los pueblos originarios, como lo hace en su novela «El hablador» en la que el personaje Raúl Zurutas -un mestizo estudioso de las cuestiones indígenas- se presenta como hijo de judío y criolla, e interesado por la cultura aborigen solo porque es feo, tremendamente feo.

Por eso reivindicar la literatura de López Salinas no es solo traer al presente las historias de un país secuestrado y premeditamente silenciado, sino dignificar la tarea de todos lo autores que siguen reivindicando el realismo social como un estilo válido para identificar literariamente la opresión, las penurias y el desamparo de una mayoría ante los embates de la crisis del capitalismo. Y no es solo la defensa de estos autores lo que está en juego, sino también la de ese lector «que encuentra en una escena leída un modelo ético, un modelo de conducta, la forma pura de la experiencia», tal y como lo entiende el autor argentino Ricardo Piglia.

Antonio Cuesta es coordinador de la editorial Dyskolo, entre cuyos títulos publicados se encuentran «Año tras año» y «Una historia familiar«, ambas de Armando López Salinas.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.