Traducido para Rebelión por Sinfo Fernández
Desde el momento en que EEUU inició su campaña contra la región [árabe] amparado en la consigna de la democracia, sus abanderados neo-conservadores se han mostrado incansables en su insistencia en que se puede aplicar la democracia y la libertad por todo el universo – considerándolas, en efecto, como piedras angulares de algún designio cósmico divino. Esta especie de juegos malabares metafísicos sobre la libertad tiene reminiscencias del joven Marx y en general de los neo-hegelianos, tras la primera oleada de alzamientos populares democráticos que se produjeron en Europa en 1848. Según se aplican ahora contienen muchas implicaciones revolucionarias, especialmente el pretendido rechazo de la idea racista de que la civilización islámica -o cualquier otra cultura, si vamos a eso- es contraria a la democracia. La democracia es siempre valida, sin importar la época y el lugar, es buena para todos los estados y las sociedades. Eso es lo que Bush ha ido proclamando una y otra vez, la más reciente en su discurso del 6 de octubre ante la Dotación Nacional para la Democracia (*).
¿Qué es lo que resulta difícil de entender en esa afirmación? No es precisamente el trotskysmo pervertido de los neo-conservadores, con su versión de revolución permanente alimentando la exportación de la democracia. Lo que resulta difícil de entender, es cómo, en términos de política exterior, se han colocado junto a los que normalmente estarían al otro lado. Leer a Samuel Huntington, una vez que empezó a escribir acerca del choque de civilizaciones en Foreign Affaire en 1993, y Bernard Lewis antes de él, es deducir que la civilización islámica, como cultura y sistema de valores, es contraria a la democracia. Esa idea es presumiblemente antitética ante los preceptos de los neo-cons. ¿Por qué entonces nunca les escuchamos criticar a Huntington o Lewis? ¿Por qué siguen todavía cruzando sus caminos e intercambiando ideas en los mismos centros estratégicos de investigación y círculos políticos?
Si nos empantanamos en las argucias teóricas de esa gente no vamos a poder ver el bosque. Ambos grupos, en efecto, forman parte de una única tendencia en la política exterior estadounidense. Un grupo de teóricos conservadores del choque de civilizaciones mantiene que el Islam es, de forma inherente, hostil a la democracia, fomenta el odio y hacer sonar tambores de guerra, mientras que el otro grupo proporciona pretextos para ir a la guerra.
A diferencia de lo que dicen los neo-cons en la actualidad sobre el hecho de que la democracia tiene, en su opinión, que ser impuesta en el mundo islámico por la fuerza, el argumento de los segundos, que los neo-cons apoyan de forma implícita, es que el Islam es inherentemente hostil a la democracia. La relación entre los dos es mucho más cercana de lo que los jóvenes neo-cons y los venerables profesores conservadores de la universidad desearían imaginar.
En la práctica, la idea de extender la democracia se convirtió en la justificación retroactiva para la invasión de Iraq una vez que se demostró la falsedad de los pretextos de las armas de destrucción masiva y de los ostensibles lazos de Saddam Hussein con el terrorismo y con el 11-S. Los EEUU estaban preparados para considerar la democracia de forma pragmática, en lugar de emplear un sistema de valores listo para exportar. Exactamente igual de pragmáticos se muestran en sus relaciones con los regímenes árabes, a los que no clasifica en consonancia con ningún tipo de estándar democrático sino, como el reciente discurso de Bush mostró, sobre la base de si son amistosos u hostiles, moderados o radicales. De forma clara, en la búsqueda de los intereses estadounidenses, democracia y perdurabilidad de principios democráticos no son precisamente los criterios principales que usa Washington en sus asuntos con esa parte del mundo y, cuando las situaciones empiezan a crujir, esas sutilezas intelectuales se dejan completamente de lado.
Una actitud similar prevaleció durante la época de la Guerra Fría. Los neo-cons han estado pidiendo excusas a los árabes desde entonces por las políticas estadounidenses de guerra fría que hacían la vista gorda ante la naturaleza de los regímenes de los aliados estadounidenses, en detrimento de las fuerzas de la democracia y de los defensores de los derechos civiles y humanos en esos países. Pero entonces era tan urgente confrontar el gran peligro soviético de la época que EEUU no podían permitirse el lujo de prestar atención a detalles tales como los abusos de derechos humanos y otros males de las dictaduras. Ahora que abogan por exportar la democracia, precisamente al mundo árabe, han creado la imagen de un peligro global monolítico, por lo que las exigencias de la nueva guerra, que han iniciado bajo la bandera de la democracia, pueden requerir fraguar alianzas que ignoran la democracia. Cualquier comparación entre el discurso de Bush ante la Dotación Nacional para la Democracia de hace dos años, en la cual su llamamiento para extender la democracia traía a la mente las ideas de Huntington sobre los tres signos de la democratización, y su reciente discurso en la misma institución en la que habló de la necesidad de combatir el «terrorismo islámico» y el «fascismo islámico», lleva a la conclusión de que Washington ha entrado en una nueva fase de identificación de enemigo.
La paz es ahora sinónimo de «victoria total» sobre el nuevo enemigo. Bush insiste continuamente en distinguir entre el Islam y el enemigo que se aprovecha del Islam. Pero, ¿quién es exactamente ese enemigo? Bush lo compara con aquellos «otros fanáticos de la historia, desde Hitler a Stalin y Pol Pot. Como ellos, el nuevo enemigo tiene «objetivos totalitarios». Su objetivo último es «establecer un imperio islámico radical que se extienda desde España hasta Indonesia». Tan fervoroso se pone Bush al hacer estas comparaciones y conclusiones que incluso se toma el trabajo de citar a Abu Musab Al-Zarqawi y a Osama Bin Landen.
«La sanguinaria ideología de los radicales islámicos es el gran desafío de este nuevo siglo» proclamó Bush. Imaginen el impacto de esta declaración hecha por el dirigente del único imperio del planeta sobre todo el que odie a EEUU.
El otro peligro contenido en el discurso de Bush es que, al comparar la confrontación contra este enemigo a la confrontación contra el fascismo y el comunismo, justifica alianzas con fuerzas no democráticas. ¿Y dónde nos lleva eso? Volvamos a la casilla número uno. Se libra una guerra en aras de la democracia ignorando la creencia de que el despotismo engendra terrorismo y de que esa democracia es la única vía para combatir el terrorismo. Entonces la guerra y la ocupación consiguiente contribuyen a aumentar la escala del terrorismo hasta el punto de que deviene aceptable alinearse con fuerzas despóticas para derrotarlo. Los neo-cons realmente se han superado a ellos mismos.
El discurso de Bush ante la Dotación Nacional para la Democracia constituye una manifestación importante de la ideología de su administración en política exterior. Tras las dificultades que esta administración está teniendo que enfrentar por el Huracán Katrina, el nombramiento que ha hecho Bush de su abogado personal como juez del Tribunal Supremo y las desilusiones de los neo-cons en política doméstica, el discurso intentaba claramente fortalecer el control ideológico de la administración a nivel doméstico. Sorprende poco, pues, que vomitara tantas ideas preconcebidas sobre el Islam que han sido promulgadas por la prensa popular en EEUU para después refinarlas y volverlas a empaquetar en un discurso presentado ante el público estadounidense bajo la autoridad del dirigente de la única superpotencia mundial.
Cualquiera que compare este discurso con los pronunciados anteriormente en el mismo lugar no dejaría de sentirse noqueado por lo mucho que se mencionó el terrorismo en el último discurso y lo poco que se habló de democracia. Los redactores del discurso de Bush son conscientes de la gran cantidad de ilusiones que se han evaporado en los últimos dos años. Se daban cuenta de que tenían que despistar al público estadounidense con un rodeo lleno de divagaciones sobre las políticas que han hundido en el lodo a las fuerzas estadounidenses en Iraq y han llevado al aumento de víctimas entre esos soldados. Ese fue el itinerario presentado a las audiencias con un enemigo diferente a cualquier otro anterior. El terrorismo es un mal tan inmenso que incluso eclipsa las formas de gobierno que lo engendran. El terrorismo es el eje del mal. Ha creado, si nos dejamos llevar por esa retórica, un tiempo histórico totalmente nuevo. No es sólo un mal, es el mal absoluto. No surgió de ninguna razón identificable y no puede abordarse de forma racional porque no reclama algo ante lo que se pueda responder razonablemente. Unicamente se doblega si se le aniquila, y lo que quiere es aniquilar a EEUU, o al modo de vida occidental, o a la democracia, o al progreso y la libertad. Es un movimiento marginal elitista que busca imponer sus puntos de vista sobre las masas, como ocurrió con los movimientos totalitarios del pasado, y no se detendrá hasta implantar su dominio, confiando en que la gente en Occidente es tan débil y decadente que será fácil levantarse contra ella -esto último apoyándose en una cita de Al-Zarqawi. Finalmente, el discurso termina arribando a Iraq. El terrorismo se ha extendido en Iraq con el objetivo de abortar la transición hacia la democracia. Cuanto más determinados estén los EEUU en asegurar el éxito de esa transición, más desesperados estarán los terroristas. La cuestión aquí es preparar al pueblo para la suma de sacrificios que EEUU va a tener que asumir, no a causa la ocupación, sino a causa del «enemigo».
Si EEUU abandonara ahora Iraq, continuó Bush, como se fue y desapareció de Somalia y del Líbano, dejaría Iraq en manos de Al-Zarqawi y Bin Laden (Un breve recordatorio: no había Zarqawis ni Bin Ladens en Iraq antes de la ocupación estadounidense).
El discurso supera todas las fronteras entre la realidad y la fantasía. Tomemos, por ejemplo, el modo en que Bush interpola la advertencia citada por los opositores a la guerra de que la invasión desencadenaría la violencia terrorista. A diferencia de ellos, Bush no se refiere a los antecedentes políticos y sociales que precedieron la invasión. En lugar de hacerlo, dice: «Es difícil derrotar a una red militante porque florece como un parásito sobre el sufrimiento y la frustración de los otros. Los radicales explotan los conflictos locales para construir una cultura de la victimización, en la cual siempre hay alguien a quién echar la culpa y siempre la violencia es la solución. Explotan el resentimiento y la desilusión de los jóvenes y de las mujeres, reclutándoles como instrumentos de terror a través de las mezquitas radicales».
Pero, ¿cuál es la naturaleza del sufrimiento que esos radicales explotan? No tenemos información sobre ese aspecto ni sobre sus fuentes. ¿Y sobre los «conflictos locales» de los que se sirven? Uno presume que es una referencia a la ocupación israelí.
¿Una cultura de la victimización en la cual siempre es el otro el que tiene la culpa y siempre es la violencia la solución? En resumen, no culpa a la ocupación estadounidense, culpa a la resistencia de la ocupación como fuente de terrorismo.
La distorsión y la hipérbole alcanzan el climax en la siguiente frase: «Algunos han manifestado que el extremismo se ha fortalecido a causa de las acciones de nuestra coalición en Iraq, pretendiendo que nuestra presencia en ese país ha causado o desencadenado de alguna forma la ira de los radicales. Yo les recordaría que no estábamos en Iraq el 11 de septiembre de 2001, y Al Qaeda nos atacó a pesar de todo. El odio de los radicales existía ya en Iraq como una realidad y seguirá existiendo después, Iraq no es más que una excusa. El gobierno de Rusia no apoyó la Operación por la Libertad de Iraq y no obstante hubo terroristas que mataron a más de 180 escolares rusos en Beslan».
Nadie ha sugerido nunca que el motivo de los ataques del 11-S fuera la presencia estadounidense en Iraq. Pero la administración Bush aprovechó la oportunidad para sugerir que Iraq estaba implicado en ese ataque para poder tener un motivo para llevar a cabo la invasión. Recuerdo que Richard Clarke, el coordinador contra el terrorismo de la Casa Blanca en aquella época, declaró, en un testimonio ante el Congreso, que se sentía físicamente enfermo de ver cómo Rumsfeld y Wolfowitz no habían parado de promover, desde el día de los ataques, la guerra contra Iraq. Cualquier iraquí podría decirles que el propósito de EEUU al invadir Iraq no era luchar contra el terrorismo. Iraq fue invadido y ocupado a pesar del hecho de que el régimen de Sadam no tenía conexiones con el terrorismo. Como en el espantoso y salvaje ataque a la escuela de Beslan, dejando a un lado el hecho de que siguiendo la tradición rusa Putin respondió como Bruce Lee en una tienda china, el incidente no tuvo nada que ver con Rusia, que no apoyaba a la Operación por la Libertad de Iraq, y sí con Chechenia.
En su discurso, Bush trata de desviarse del tema de la presencia de EEUU en Arabia Saudi y de la ocupación israelí de Palestina. Estas no son las tragedias de una intervención exterior o de una injusticia prolongada y sistemática, sino ejemplos de la «letanía de excusas para la violencia» de los terroristas, a la par que «la derrota de los talibanes o de los cruzados hace mil años». Y, por ejemplo, mientras la ocupación israelí no sea más que un pretexto para la violencia terrorista, no hay razón para poner fin a esa ocupación.
En su discurso ante la Dotación Nacional para la Democracia de hace dos años, Bush dijo que al igual que la democracia estadounidense hundía sus raíces en el parlamentarismo británico, igualmente podrían la Dotación Nacional, y la propia administración de Bush, seguir el discurso de Ronald Reagan ante las dos Cámaras del Parlamento británico. En aquel discurso Reagan anunció que la marea se dirigía contra el mal del comunismo soviético. Hace dos años, los redactores de los discursos de Bush insertaron hábilmente algunos comentarios chistosos sobre la sofisticada reacción europea ante la aparente ingenuidad de Reagan, la cuestión es que, independientemente de cuán estúpido pueda parecer un presidente estadounidense -i.e. Bush- cuando lee un discurso escrito para él, puede estar jugando, en efecto, un gran papel histórico al enfrentarse a un mal que sólo entiende el lenguaje de la fuerza. En efecto, Bush estaba diciendo a su audiencia que él puede parecer idiota y despistado, pero que sus palabras son tan proféticas como las de otro presidente idiota, Ronald Reagan. Y todo esto es tan sólo la superficie de lo que debe ser el mayor timo de la historia.
N. de T.:
(*) La Dotación Nacional para la Democracia, NED en sus siglas en inglés, es una organización no lucrativa que proclama dedicarse a formar a la gente para la democracia y administra fondos monetarios a tal fin. Fue fundada en 1983. Aunque es administrada por una organización privada, se financia básicamente a través del Congreso estadounidense.
Versión original en inglés:
www.weekly.ahram.org.eg/2005/765/op2.htm