Enviado ya al baúl de los recuerdos, como se vaticinó en estas páginas, el repugnante asunto de las torturas infligidas a muchos inocentes ciudadanos iraquíes por miembros de las Fuerzas Armadas de EEUU, durante las últimas semanas hemos asistido, boquiabiertos, a la exculpación política de los principales responsables del caos en que Iraq lleva sumido […]
Enviado ya al baúl de los recuerdos, como se vaticinó en estas páginas, el repugnante asunto de las torturas infligidas a muchos inocentes ciudadanos iraquíes por miembros de las Fuerzas Armadas de EEUU, durante las últimas semanas hemos asistido, boquiabiertos, a la exculpación política de los principales responsables del caos en que Iraq lleva sumido ya largos meses: Bush y Blair.
En ambos casos, la maniobra evasiva ha sido similar: fueron unos incompetentes servicios secretos (la CIA en EEUU y el MI6 en el Reino Unido) los que, con su mal hacer y sus chapuceras prácticas, confundieron a unos dirigentes políticos honestos, de buena fe y entregados al servicio de sus pueblos. Es así como se pretende que Bush afronte su otoño electoral con mejores notas que las actuales y que Blair recupere una credibilidad política que, como la de su amigo el de Texas, sigue estando a muy bajo nivel.
Así que dos de los servicios de inteligencia mejor dotados del mundo han recibido unos escandalosos suspensos en lo que se refiere a eficacia. ¿Es que Bush y Blair se han enterado ahora mismo de lo mal que funcionaban unos organismos con los que han estado en íntimo contacto varios años y de cuya actividad son responsables directos? Nadie puede creerlo así. En EEUU, el vicepresidente Cheney era asiduo visitante de la sede de la CIA cuando se estaba organizando el ataque a Iraq. Algo sabría sobre cómo funcionaba «la Compañía», puesto que a ella recurría insistentemente.
Resumiendo: la invasión de Iraq, el martirio que viene sufriendo su pueblo (hasta el punto de que algunos iraquíes llegan a sentir nostalgia de Sadam), la inyección reconstituyente que se ha aplicado a Al Qaeda, cuyo terrorismo se ha intensificado, y la instauración del caos en una zona crítica del planeta son atribuibles, en exclusiva, al fallo de unos órganos, estadounidenses y británicos, encargados de analizar los riesgos a los que se enfrentan sus respectivos gobiernos. Pero ¿no era sobre una información verídica y fiable donde se sustentaba toda la teoría estratégica de la «guerra preventiva»? Si ahora se demuestra la imposibilidad casi absoluta de obtener informaciones fehacientes sobre un país, ese tipo de guerra resulta imposible. La política internacional, aun inmoral e ilegal en muchos casos, no acepta basarse -aunque sólo sea por simples razones pragmáticas- en dar palos de ciego a diestro y siniestro, arrepintiéndose después de los errores cometidos.
Además de ilegal -en lo que ya estábamos todos de acuerdo-, la guerra preventiva aparece ahora como impracticable. Su ilegalidad no frenó a Bush ni a Blair. Tampoco a Aznar, que la apoyó, de modo oficial y con entusiasmo, en octubre del 2003, en una sonada intervención ante el Centro Superior de Estudios de la Defensa. Un mes antes, Kofi Annan y Jacques Chirac, en la solemne apertura del 58º periodo de sesiones de la Asamblea General de la ONU, habían aludido a los ataques «anticipatorios» (como los llamó Aznar). El secretario general había proclamado: «El uso de la fuerza preventiva cuestiona de forma fundamental los principios sobre los que se han basado la paz y la seguridad internacionales en los últimos 50 años». Y Chirac: «La guerra emprendida sin autorización del Consejo de Seguridad ha quebrado el sistema multilateral. Nadie puede otorgarse el derecho de recurrir a la fuerza de forma unilateral y preventiva». Aznar, por el contrario, se unió a la teoría de Bush y sus halcones y declaró en Nueva York, con motivo de la ceremonia citada, que las operaciones preventivas «las hacen todos los países que tengan dos dedos de frente y un poco de sentido común», con ese estilo despectivo y arrogante que utilizaba al final de su mandato.
Pues si no era la legalidad, ni la moralidad, ni el respeto por el Derecho Internacional lo que llevó al trío de las Azores a plantear el ultimátum que luego sembró el caos en Iraq, van a ser ahora las evidentes limitaciones prácticas de cualquier servicio de inteligencia las que nos obligarán a entonar un réquiem por la guerra preventiva. ¡Bienvenidas sean, si así ocurre!
Nota final. Los servicios de inteligencia convictos de incompetencia no permiten confiar, claro está, en el uso de la guerra preventiva como instrumento de la política. Pero tampoco hemos de creer que su índice de errores es usualmente tan elevado como se nos ha hecho ver ahora. Resulta más que evidente que han cargado con los fallos de sus dirigentes políticos, a modo de chivos expiatorios. Ni el «informe Butler» británico ni la comisión investigadora del Parlamento de EEUU han logrado eliminar la sospecha, basada en otras razones de mucho peso, de que los gobiernos de Bush y Blair manipularon en favor de su política la elaboración de los informes de inteligencia que les permitirían salirse con la suya: invadir Iraq.
* General de Artillería en la Reserva
Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)