La que esto escribe rara vez ve en los suplementos culturales españoles, y en no pocos blogs y revistas digitales, un acercamiento a los libros distinto al esencialismo. Hay excepciones, por supuesto. Y son precisamente las excepciones las que señalan el funcionamiento de la regla, puesto que la convierten en materia de crítica. Belén Gopegui […]
La que esto escribe rara vez ve en los suplementos culturales españoles, y en no pocos blogs y revistas digitales, un acercamiento a los libros distinto al esencialismo. Hay excepciones, por supuesto. Y son precisamente las excepciones las que señalan el funcionamiento de la regla, puesto que la convierten en materia de crítica.
Belén Gopegui (Madrid, 1963) lleva casi tres décadas siendo una de esas excepciones. Digo «casi» porque, aunque su primera y celebrada novela, La escala de los mapas, es de 1993, su posicionamiento en líneas muy rojas (la autora no oculta su apuesta por el comunismo) no se evidencia hasta unos años después, tras publicar Tocarnos la cara (1995) y las también muy celebradas La conquista del aire (1998) y Lo real (2004). La evidencia de tal posicionamiento coincide con la cada vez mayor falta de unanimidad en el reseñismo patrio a la hora de valorar sus propuestas. Cuando las valoraciones son negativas, encontramos asimismo coincidencias en los argumentos esgrimidos, que vienen a decir que la literatura está reñida con la política, y que por tanto no puede haber una buena literatura a la que acompañe un afán militante.
La piedra de toque de esta posición esencialista que aún hoy encontramos en muchos de quienes ejercen la crítica es esa cosa objetivable a medias llamada «calidad». Amén de que calidad y artesanía son casi sinónimos y de que limitarse a ella nos condena a hablar sólo de técnicas narrativas y dominio de lo textual dejando toda la semántica fuera, la pretensión de ceñirse a lo puramente literario a la hora de analizar una obra es engañosa por varios motivos. En primer lugar, parece ignorarse que no existe nada parecido a lo puramente literario, y que la idea de arte puro cuya única finalidad es la estética tiene un origen y unos intereses ligados a la aparición de la burguesía. El burgués necesitó construirse como sujeto universal y el arte, como ya señaló Pierre Bourdieu, ha sido utilizado como un elemento de distinción de las clases dominantes. Pero es que además la pretensión de análisis meramente estético resulta ser falsa, como prueba el que moleste y se señale como defecto que algunas ficciones tengan planteamientos políticos divergentes. La crisis ha cambiado tímidamente la perspectiva, y es de esperar que este cambio de rumbo sea un punto de inflexión en la recepción de las obras literarias.
Rompiendo algo es una excelente selección a cargo de Ignacio Echevarría de los artículos, prólogos y ensayos que Belén Gopegui ha ido publicando desde 1994 hasta 2013. El único tema de esta recopilación es señalar la dificultad de hacer una literatura política que ponga en cuestión la ideología capitalista y el arte ligado a ella. Para no haber sido concebida unitariamente y estar compuesta en su mayor parte de ese tipo de textos que los autores sólo escriben porque son invitados a ello, llama la atención que a lo largo de estos años Gopegui se haya esforzado por repartir su munición en diversos frentes, de tal modo que este tema único no se agota, sino que multiplica sus argumentos y nos ofrece distintas maneras de leer eso que llamamos realidad. En Rompiendo algo se habla de los relatos de victoria y derrota, de la responsabilidad del escritor, de la retórica de Aristóteles, de la Academia, de Carmen Martín Gaite o de algunas novelas (Effie Briest de Theodor Fontane, Hijos y amantes de D.H. Lawrence o Manhattan Transfer de John Dos Passos) que son analizadas desde la óptica de la lucha de clases. Hay incluso una breve semblanza biográfica para la que Gopegui se inventa un personaje masculino que al final se revelará como su propio trasunto.
A pesar de que abunda la primera persona del singular, el lector no encontrará en Rompiendo algo un tono excesivamente personal. Se impone no ya sólo la voz propia del plural de modestia, sino una resonancia coral, como si Belén Gopegui se negara a creer que el mensaje y los argumentos que lo acompañan pertenecen a un yo que no trasciende los límites del ego. Parece que no nos habla una autora, sino una comunidad. Y es que la finalidad de la literatura de la escritora madrileña, que es apelar precisamente a lo que en cada lector hay de comunidad, condiciona la forma. Por otra parte, el método que despliega recuerda a la estrategia de Sócrates de no dejarse llevar por la inercia de los significados (y menos aún de los significantes) y de la lógica conversacional, tan parecida a la de la escritura creativa. Es decir: hay una absoluta negación a que el texto imponga sus automatismos y sus derivas, y continuamente se vuelve a los planteamientos que dirigen el escrito. En este sentido, quien espere encontrarse en este volumen con unos textos cercanos al columnismo, que es lo que suele ser habitual entre los escritores cuando publican recopilaciones de artículos, se decepcionará. Los textos recogidos en Rompiendo algo se parecen a ensayos académicos, aunque por supuesto no hay en ellos la asepsia típica de las publicaciones universitarias.
Junto al cuidado de no personalizar ni de deslizarse por ningún capricho, llama la atención que no se trate en Rompiendo algo un solo asunto referente a la carpintería literaria o a qué es eso de crear, por poner dos ejemplos de temas sobre los que suelen disertar los escritores. Todas estas renuncias juntas también son sintomáticas del lugar que ha querido ocupar Belén Gopegui, y en su ausencia puede medirse su sobreabundancia. Dicho de otro modo: la escritora ha cumplido a rajatabla su objetivo de hablar de lo que nadie habla. Del resto, parece decirnos, ya se ocupan los demás.
Con un aparato teórico que le debe más a la Modernidad que a la Postmodernidad (se manejan conceptos como «verdad» y «representación»), Gopegui señala las trampas de ciertas ficciones. ¿Y por qué son trampas? Porque escamotean al lector el lugar desde el que están escritas. Un lugar que incluso quizás ignore el propio autor, habida cuenta de que el sentido común ha borrado su génesis. Especialmente interesante resulta la crítica al romanticismo del perdedor, muy presente en novelas sobre la guerra civil que mantienen una posición de izquierdas socialdemócrata. Con tal romanticismo, que presupone una superioridad moral del derrotado, parece que ya se haya hecho justicia, una justicia que no tiene ningún efecto real: quienes poseen el poder siguen siendo los mismos: «A no ser que pensemos, por tanto, que sería en realidad un error profundo para el género humano mitificar a los derrotados por el fascismo. Por el contrario, la única posibilidad que tiene la literatura buena, y aun la vida buena, es precisamente no mitificarlos. No hay leyenda, no hay mito, no hay redoble de tambores en el desaparecido chileno o argentino, no la hay en el miliciano español, porque en ellos sólo puede haber presente» (página 29). Gopegui también arremete contra la cantinela postmoderna del fin de los grandes relatos, arguyendo que los grandes relatos que sostienen el entramado en el que vivimos siguen funcionando, y que el único gran relato que ha muerto, pues se ha prohibido su existencia, es el comunista.
Coherente hasta sus últimas consecuencias, en una reflexión sobre la película de Visconti La terra trema Belén Gopegui llega incluso a cuestionarse la utilidad del arte para lo que ella persigue, ya que éste surge al calor de la burguesía. Tal vez no sea posible un arte no burgués: «No se trata de hacer feísmo; se trata, quizá, de construir historias en donde el interés por lo posible, por el futuro, por lo que podría pasar, sea más fuerte que el gusto con que la burguesía mira la realidad que ella misma sustenta. ¿Y esto puede suceder dentro del arte? Tal vez no. Tal vez con La terra trema Visconti hizo visible una frontera» (página 214).
Rompiendo algo es una lectura altamente recomendable, pues qué menos que ser conscientes de que la realidad no es más que una construcción, de lo que da buena cuenta este libro. Y sí, tal vez esto de que la realidad no es más que una construcción suene ya a Perogrullada (todos los escritores repiten en sus entrevistas que la realidad es ficción); sin embargo, es algo que continuamente olvidamos en un país en el que desde hace siglos ha dominado el dogma. El dichoso esencialismo. Una ficción con tenebrosos efectos reales.
Belén Gopegui. Edición de Ignacio Echevarría. Ediciones Universidad Diego Portales. Santiago de Chile, 2014. 272 páginas, 26 €