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Reseña del ensayo «Capitalismo y nihilismo. Dialéctica del hambre y la mirada», de Santiago Alba Rico

Fuentes: El Viejo Topo

Santiago Alba Rico. Capitalismo y nihilismo. Dialéctica del hambre y la mirada. Madrid, Akal, 2007. 266 pp. Santiago Alba Rico prosigue infatigable su trabajo teórico de deconstrucción de la civilización capitalista -valga por esta vez el oxímoron. Un trabajo que comenzó a sistematizar en su antropología del mercado Las reglas del caos y que continuó […]

Santiago Alba Rico. Capitalismo y nihilismo. Dialéctica del hambre y la mirada. Madrid, Akal, 2007. 266 pp.

Santiago Alba Rico prosigue infatigable su trabajo teórico de deconstrucción de la civilización capitalista -valga por esta vez el oxímoron. Un trabajo que comenzó a sistematizar en su antropología del mercado Las reglas del caos y que continuó con su ensayo sobre el fin del neolítico La ciudad intangible. Y eso es lo que sigue haciendo en estos quince textos orgánicamente emparentados que ahora comentamos: una antropología del mercado y un análisis de ese fin del neolítico en el que el capitalismo nos ha precipitado para arrojarnos a una sociedad verdaderamente primitiva, a una cultura dependiente en exclusiva de la supervivencia. La metáfora que ilustra inicialmente este trágico devenir la encuentra el autor en un hecho que pudo pasar casi inadvertido, una catástrofe que apenas tuvo lugar y en la que murieron 283 inmigrantes de la India, Pakistán y Sri Lanka. Fue el 25 de diciembre de 1996 en las costas de Sicilia y fue el mayor naufragio de la historia de Europa desde la Segunda Guerra Mundial. El problema es que los muertos no eran de los nuestros y por ello no merecían especial atención, ni los familiares de las víctimas recibieron ningún consuelo ni ninguna comprensión. A pesar de la indiferencia, algo ocurrió sin embargo. Que durante meses los pescadores de Portopalo, un pueblecito costero, estuvieron recuperando con sus redes los restos de los cadáveres que el mar devolvía a la tierra. Mas nadie dijo nada: era normal. Hasta que Salvatore Lupo encontró el carnet de identidad de uno de los ahogados y se lo entregó a un periodista. Su acción destapó el hecho y también le mereció la recriminación de sus vecinos: no tenía que haber hablado. Ellos no tenían culpa ninguna. Se limitaban a devolver al mar lo que el mar les arrojaba. Metáfora, en suma, del sistema capitalista: «una economía que produce cadáveres y una sociedad que los devuelve ininterrumpidamente al mar». Pues bien, dotar de contenido teórico, de rigor analítico a esa metáfora, llenarla con datos y hechos es lo que Alba Rico hace en sus textos, unos ensayos que a menudo nos despistan, pues nos narran cuentos, nos proporcionan anécdotas o fábulas y mitos, pero que siempre, invariablemente, conducen de nuevo a la raíz, al meollo del asunto, a la sociedad en que vivimos o, al menos, creemos vivir. En estos quince textos recogidos ahora Alba Rico nos habla del turismo, de Chesterton, de la compasión y sobre todo de la mirada y el hambre, dos elementos que conforman pilares sobre los que construir su elaborada argumentación. Una mirada que ya no ve nada ni es vista y un hambre que se vuelve sobrehumana, pues poco es bastante, mucho insuficiente. Los dos polos en los que nos desenvolvemos se unen siempre por el común apetito de saciarse, cuando lo cierto es que nos hemos convertido en insaciables: todo nos parece ya poco. Las novedades se nos venden a velocidad ultrarrápida para que nada realmente nos suceda; el consumo nos devora para no tener nada comprando mucho; y la vida se nos hurta irresponsabilizándonos de nosotros mismos y de nuestras acciones. El sistema capitalista ha logrado lo que ninguna sociedad anterior había conseguido: borrar las diferencias y hacerlo todo comestible, esto es, heces. Hay tres tipos diferentes de cosas, repite el autor: cosas de comer o consumptibilis, de usar o fungibilis y de mirar o mirabilia (cosas dignas de ser miradas o maravillas. Y aclara: «El ámbito de los comestibles es el de la reproducción cíclica, repetitiva de la vida, en el que el hambre acerca, acelera y destruye todas las cosas como puros medios para la renovación ininterrumpida de las condiciones biológicas de la existencia». El ámbito de los fungibles es, por su parte, el del uso, «en el que las manos se apropian despacio de lo que ha salido previamente de ellas (instrumentos, herramientas, enseres en general); el ámbito de lo que es útil, duradero, portador por eso de la memoria inconsciente del saber humano». Finalmente, el ámbito de las maravillas es el de las cosas puestas a cubierto del hambre y del desgaste, como «cuerpos de la eternidad expuestos («allí») a la vista para la apertura de un espacio público o común», es el ámbito de lo que la mirada retiene y conserva en la distancia. Y todas las sociedades del neolítico han reconocido esta distinción y la han respetado, mientras que el capitalismo es la primera sociedad «ontológicamente indiferente»: «no hace ninguna diferencia entre una manzana y un niño, porque tiene hambre para comerse a los dos». También los objetos pueden dividirse desde otro punto de vista, añade Alba Rico: bienes generales, bienes universales y bienes colectivos. De los bienes universales basta que haya uno para que podamos estar tranquilos. Es el caso de las estrellas, la belleza o el color azul. Nos basta con que haya un ejemplo aunque no lo seamos nosotros o no lo poseamos. Lo contrario sucede con los bienes generales: es suficiente con que a un ser humano le falten para provocar la desazón y desmentir la totalidad. Los universales lo son en la medida en que nadie puede apropiarse de ellos, los generales, sin embargo, deben particularizarse, y de ahí que circunscriban el campo del derecho: tenemos derecho -todos- a la electricidad o el pan. Los bienes colectivos, en fin, son aquellos cuyo generalización está limitada por su propia finitud o por la finitud del mundo y serían la tierra y sus recursos, por ejemplo o el automóvil. Lo que la historia nos ha enseñado de esta distinción es que una minoría de hombres ha monopolizado violentamente el conjunto de los bienes generales. Mas el capitalismo ha conseguido ir más allá: «pretende al mismo tiempo generalizar contra la supervivencia misma de la tierra bienes que sólo pueden ser colectivos (como el coche) y privatizar en cambio los bienes universales de los que depende, no ya nuestra supervivencia individual, sino nuestra supervivencia racional».

El capitalismo ha borrado todas las diferencias y ha difuminado los límites, de nuestra imaginación, que hemos ya perdido, de nuestra razón, de nuestra responsabilidad, de nuestras acciones, de forma que ahora nos hemos quedados solos y sin biografía propia, sin mirada con la que medirnos, sin posibilidad de asirnos a nada pues todo nos lo comemos, mesas, helados, cadáveres o lavadoras. La televisión ha sustituido al fuego y la ventana, las dos señas que convertían un edificio en un hogar. Y a través de esa falsa ventana hemos perdido el mundo. Obligados a una distancia que nos impide ver las cosas, lo que contemplamos por televisión se nos escapa, no sucede, precisamente porque lo vemos por televisión. El grupo se ha disuelto de forma que cientos de millones de personas pueden, por separado, hacer lo mismo: sentarse ante su tele para ver lo que no pasa, lo que no les afecta pues nos hemos ocupado de que la permanente novedad oculte la ausencia y de que lo histórico sea lo irrelevante. Incapaces de medir nuestra culpa a causa de nuestra falta de imaginación para considerar las consecuencias de lo que hacemos, determinados por una tecnología que nos sobrepasa, lo extraño nos parece que es el que alguien asuma que no sólo es responsable de lo que hace, sino de lo que participa. Cuando apretando un botón podemos matar a cientos de miles de personas es que hemos perdido la medida, cuando comprar un juguete a un hijo implica que otros muchos hijos están esclavizados significa que ya no basta con ser buenos individualmente: es que hay que conseguir un mundo justo. Cuando lo que nos sobra no nos basta, cuando a millones de personas no les llega lo que tienen es que hemos rebasado los límites. Distribuidos entre turistas e inmigrantes hemos perdido la cualidad de ser humanos. Tapamos con nuestros cuerpos lo que deberíamos ver y alejamos en una distancia irreconocible lo que nos debería afectar. Imbuidos en un torbellino que deja atrás los tormentos de Dante nos recluimos en parque temáticos, centros comerciales y autopistas que sólo reproducen el vértigo del nihilismo. Vivimos en permanente estado de guerra. A la guerra contra los hombres se la llama trabajo, a la guerra contra las cosas mercado: exceso, simple exceso, el de un capitalismo cuya estructura es el hambre, «el hambre como estructura». Y en esa estructura se torna muy difícil vivir. «Las conclusiones son claras: si la liberalización del hambre, la privatización de la mirada y la miseria simbólica que la acompañan, son al mismo tiempo la respuesta y la causa del nihilismo capitalista, incapaz de hacer diferencias entre cepillos, monedas y cadáveres, la salud mental pasa necesariamente por una recuperación -precisamente- de la experiencia, la responsabilidad y la comunidad». Recuperándolas nos recuperaremos a nosotros mismos haciéndonos «conservadores ontológicos», como se denominaba Gunther Anders, a quien Alba Rico cita con frecuencia, que luchan y resisten contra la demolición anunciada. Y no podremos decir que no lo sabíamos, pues bastaba abrir los ojos para verlo. Y quienes con más razón que nadie tenían que verlo eran los intelectuales, a los que el autor dedica los dos últimos textos. Dos ensayos ácidos y vehementes que denuncian la modorra culpable tanto de los canallas como de los vendidos, de los acomodados y los indiferentes. Y finaliza con algunas recomendaciones para el gremio: demostrar y hacer sentir que las cosas ocurren realmente, localizar los focos de construcción de la realidad sin incurrir en la retórica de la complejidad, recuperar el espíritu de las vanguardias de las primeras décadas del siglo pasado, renunciar al fetichismo mediático, conformarse con lo regular, lo bonito y lo aproximado, y sobre todo evitar que la postmodernidad nos conduzca a la premodernizad. Han de establecer las líneas que unen las acciones individuales con las consecuencias generales, han de estar a favor de la realidad. Y han de luchar. Todo ello puede resultar ingenuo, como admite Alba Rico, pero lo que es seguro es que es necesario. Y estamos ya todos advertidos. No lo olvidemos.