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Reseña sobre el libro Como si todo hubiera pasado, de Iban Zaldúa

Fuentes: Rebelión

Nunca he sabido cómo poner cara de creyente.   Me acerco a la concentración de protesta contra el último atentado de ETA, al mediodía, frente al ayuntamiento. La plaza está llena de gente en silencio, y al principio no veo a nadie conocido. No suelo estar cómodo en ocasiones como esta, de la misma manera […]

Nunca he sabido cómo poner cara de creyente.
 

Me acerco a la concentración de protesta

contra el último atentado de ETA,

al mediodía, frente al ayuntamiento.

La plaza está llena de gente en silencio,

y al principio no veo a nadie conocido.

No suelo estar cómodo en ocasiones como esta,

de la misma manera que no suelo estarlo

en las concentraciones a favor del acercamiento de los presos;

me da siempre la impresión de que nos juntamos gente

que pensamos demasiado distinto,

y que se me nota que lo pienso,

y que me miran mal por eso.

Nunca he sabido cómo poner cara de creyente.

Iban Zaldua.

Raskolnikov le enseñó a Nietzsche más psicología que un tratado científico sobre esta disciplina. A Balzac las novelas de su época le descubrieron aspectos de la Historia de la Humanidad mucho mejor que las Memorias de Talleyrand . Hoy, estos cuentos de Zaldua, escritos entre 1999 y 2018, una novela múltiple pulsada por cuarenta y dos relatos, puede que nos descubran aquella época de La Cosa , aquellos años de plomo, todavía no hay consenso en cuanto al nombraje de ese tiempo, ya se encargarán los herenegun de hacerlo, mucho mejor que un sinfín de libros históricos.

La literatura tiene esa cualidad. Se apoya en lo real para tratar, desde su lectura, la ficción, de aventurarse en probables entendimientos dialécticos del mundo. Por eso provoca al lector para que active su comprensión de la Historia mucho mejor que algunos ensayos que cierran los ojos a visiones desechadas por insulsas, «novelas» grandilocuentes que buscan ser unívocas en cuanto a su voracidad iluminadora y verdadera y que pretenden simplificar y maniqueartantos años de violencia sufrida por una sociedad civil y militarizada tanto como militantizada de una forma y de otra y de ninguna forma también, calladamente enfrentada como lo fue la vasca, con tantas historias ocultas en los silencios del miedo, en los escondrijos del pánico, donde el dolor no es que se repartiera a partes iguales, allá lejos, donde ahora puede que habite el olvido, «en esos vastos jardines sin aurora», algo contra lo que lucha este libro, donde el daño se metió dentro de los cuerpos como el frío de enero, se coló por donde no hubo tela moral u odio que lo destetase una vez instalado en de cada plexo solar.

El daño se esparció en millones de cuerpos y construyó huecos vivos. Al conjunto de toda aquella composición humana le meten mano los cuentos de este autor. Este libro es una gran trozo de alambre del mallazo social de una época, un hisopo con el que Zaldua, como un científico en bata, recoge muestras sociales que estaban ocultas en lo real, ¡es la intrahistoria, idiota!, de la que hablaba Miguel de Unamuno. Este libro es también el cutter que troquela parsimonioso esos huecos humanos a los que el tiempo y la memoria tapan, como si nada hubiera pasado. Son cuentos oteizanos, por otra parte. Su hueco lo cuenta todo. Porque en el fondo de cada cuento también hay ese hueco, esa sensación, como si nada estuviera pasando, como si nada hubiera pasado cuando todo ha pasado, como si todo hubiera pasado ya, como si no tuviera que haber pasado todo. Y ese rigor es el que vertebra de manera ética este libro, ese rigor es su lecho estructural, el cemento armado que sostiene esta colección de relatos columna a columna, viga a viga, cuento a cuento.

Estos huecocuentos de dolor, desconcierto, indiferencia, paradoja, contradicciones, saturación, simpleza, ironía, humor, traición, descubrimiento, nos los entrega Zaldua llenos de cotidianidades que la literatura visibiliza sobre hechos en los que muchos aspectos no se verían a primera vista desde su mirilla real. A estos huecocuentos los siluetea y da forma completa el murmurar callado de personajes que no estaban quizá en las primeras gradas del nervio sobre el que restalló la violencia, vidas a las que una sombra sigue y observa, a las que una presencia desconocida espía desde un insospechado lugar habitado también por el miedo, por el odio que ya no es larva, ahora es pistola Astra, y también desapasionamiento, y calma sobre cascotes. Ahora recuerdo el cuento con ese título: Sombras, el único que no ha traducido Zaldua del eusquera, sí Ángel Erro, con su hermosa estructura de muñecas rusas, de cajas que guardan más y más cajas dentro, y preparan un descubrimiento final. Se me parece mucho este relato a una de las narraciones más impactantes que se han hecho en el cine de este asunto, Una pistola en la cabeza, de Jaime Rosales. El contracampo hecho relato múltiple y profundo.

Son chejovianos, porque como lector, tal y como sucede en los cuentos del escritor ruso, te das cuenta de todo lo que está pasando mientras no está pasando nada, algo que Chejov conseguía a la perfección y cuyo camino transita en este libro Zaldua.

En este libro se narran historias de personajes que están tan entrelazadas como los puntos de un jersey de ochos, en las que el protagonismo avanza a trazos de viñetas interpretadas por los que nunca fueron los principales protagonistas, por aquellos que tejieron el cedazo de lo que hoy es la sociedad tranquila vasca, el perfectus oasis vascorum. No olviden detenerse y leer dos veces al menos el cuento titulado Control, 17 de Octubre de 1998, el del chaval que aspira a conseguir un control policial, sea de quien sea, de los civiles, los ertzainas o los mossos, le da lo mismo, para contarlo, para contarlo a su cuadrilla, en una fecha en la que todo hizo una pausa, una de las primeras pausas frustradas. A personajes como este y a otros, escalpela Zaldua, como cuando se acerca al ertzaina que señala para que no le señalen, como cuando teje la historia de Sandra, la chica de la ETT, que limpia cristales manchados por ekintzas de «baja intensidad», que quizá, por sentirse salvada en un nuevo trabajo, sonríe al hombre al que le entrega el pago que otorga la paz momentánea, el pago convenido del impuesto revolucionario desde su nueva oficina.

Ese Todo que es un Nada en el título y que con el Todo también quiere decir lo que dice el título con la palabra Nada, Como si nada hubiera pasado. Una cubierta en la que un hombre borra una pintada de GORA ETA. Y el recuerdo que nos queda a algunos de lo que respondió Jesús Eguiguren en una entrevista en 2011, cuando le preguntaron cómo sería el final de ETA, «un día está la nieve, y al otro no está, y nadie se da cuenta»

Pulsar aquellos años desde la literatura es abrir la mente a la conmoción de escuchar una sinfonía para cuarenta y dos instrumentos, una partitura con su variabilidad de tiempos, de acordes, subrayados, fugas, contrafugas, allegros y andantinos. Zaldua lo ha hecho de manera sincrónica, a medida que las cosas iban sucediendo. A veces pasa que cuando las cosas suceden, solo pocos escritores son capaces de ver con esa distancia formal, focal y creativa la realidad de la que extraerán trozos que el tiempo convertirá en preguntas-relatos nada dóciles que activen el pensamiento, pensamiento abrasador, ese recorrido mental empático que ate los sucesos a significados que nos hagan comprender, entender qué ocurrió, nunca juzgar.

Quiénes hicieron qué, quiénes no hicieron nada, quién no sabe ni lo qué hizo, aquel que fue arrastrado a una concentración de apoyo a los derechos de los presos por un amigo y por no ofender, por no molestar a ese colega al que hacía tiempo que no veía, se descubre a sí mismo agarrando un globo negro hasta que no puede sujetarlo entre sus dedos, y se escapa de sus manos, sale volando hacia los cielos antes de que el grupo, la masa de aquella concentración silenciosa, lanzara todos los globos negros de muchas manos al cielo de la noche.

No ha remitido aún el deseo ferviente de una gran parte de la politocracia esencialista española y vasca que pide un relato único, que pide una verdad tangible, que pretende derrotar a ETA desde la literatura. Y ya no solo relatos literarios, porque ahora hay que trabajar el Herenegun, el antes de ayer, el relato más o menos consensuado que explique, que cuente a los chavales y a las chavalas de la ESO, qué es lo que sucedió en el País Vasco durante los años de plomo.

También se lo pregunta Aitor Merino en su película y al final de su documental Asier ETA Biok (2013).

«Regresé a Madrid, con la ilusión de que si todo sigue como espero, ya no tendré que preocuparme porque Asier se lance pal monte con una pipa en el cinto como su abuelo. ETA, al fin, está camino de dejar las armas, pero el conflicto político sigue sin resolverse. Y si eso no cambia, ¿Qué nos asegura que la próxima generación no decida volver a tomarlas? Lo que quiero, es que las viejas canciones de guerra que piden que corra la sangre queden obsoletas para siempre.»

Se tratará de eso mismo. La literatura, los relatos que de ella emanen, conseguirá apartar a esa vieja que sigue contando y cantando canciones de héroes y mártires de uno y de otro lado, como bien explica Jon Juaristi en El Bucle Melancólico. Dejar los bucles melancólicos, la literatura no es literatura si mitifica bucles melancólicos.

Pero todavía queda mucho camino por recorrer. Solamente hay que ver la escabechina literaturesco-inquisitorial tanto retroactiva como futura, que fundó La operación Patria, la operación ZEP, zona especial Patria: no más relatos que este, solamente este relato contará lo que sucedió, una operación urdida desde la base de un despotismo literario evidente. Todo para la Historia pero sin Historia, sin histeria y sin historias. Iban Zaldua no trabaja sobre estos artificiosos axiomas, nada literarios por cierto. Zaldua multiplica las voces, crea personajes con capas de densidad humana que se contradicen, que se sitúan en todos los lados posibles de una sociedad que se resquebrajaba con cada golpe violento, como cuando a un muro empiezan a golpearlo con una maza y las grietas abren caminos entre los sillares y los ladrillos. En esos caminos divagan un tanto insomnes, pero con fuerza, las cuentos de Iban.

En uno de ellos, Oiher, un niño de ocho años, le pregunta a su padre, ¿Qué es la Transición?, mientras su aita, Koldo, observa un documental en el televisor que se llama así, entendemos que se refiere al de Victoria Prego, mientras Koldo recuerda su vida, todo lo que sucedió, recuerda su antifranquismo Oerreteano y recuerda a su guardaespaldas actual, y se queda sin respuesta para su hijo, en un cuento donde la respuesta puede que la pongamos los lectores, donde quedan dudas en el aire acerca de eso mismo, de aquella transición, de aquel titular de portada de Diario 16 de los setenta que decía: Los vascos de la ira, y se preguntaba en el interior si se estaban haciendo bien las cosas.

El País Vasco fue un territorio que se puede contar desde muchos prismas, pero Zaldua se hace minimalista y en algunos relatos cuenta la totalidad desde la nimiedad de los pequeños detalles que albergan en su atómico núcleo los registros de interpretaciones mayores, de simbologías que marcarán una época. Yo fui militante de Euskadiko Ezkerra. Un pin, una chapa, por ejemplo, un pin de Euskadiko Ezkerra, el partido que tras la renuncia a la lucha armada de ETA político militar crearon Juan Mari Bandrés, Mario Onaindía y Kepa Aulestia, y uno se pregunta cuando acaba de leer ese cuento, qué es lo que hay, qué es lo que había en ese pin de una opción política que se desvaneció en el socialismo vasco institucional, a la que puede que solo le quede, si el protagonista encuentra esa chapa en la ropa de Sandra, el grito de indignación frente a un dictador asesino llamado Pinochet que se pasea por el mundo como un estadista al que reciben con honores y sonrisas dirigentes del mundo entero, y luego está el fútbol, que también queda y lo arrasa todo, y ese magma de gente que no estuvo ni en la primera ni en la última línea del frente, esos antihéroes, esa gran población que formaba una sociedad que convivía con los telones de acero del laberinto de las violencias, en aquella guerra oculta que puede acabar olvidada y repetida. Yo fui militante de Euskadiko Ezkerra, cuento que se inicia con esa cita de Hitzen Ondoeza, (el malestar de las palabras), diccionario apócrifo de Joseba Sarrionandia: Euskadiko Ezkerra: Hemos conseguido casi todo lo que no queríamos. Y lo que es más, ya no queremos casi nada de lo que queríamos. Pongamos el nombre de cualquier otro partido político y puede que encaje a la perfección en esa confesión.

Zaldua trabaja de manera muy efectiva la idea de relato compartido, de masa visible en este libro y en el fondo, lanza esa confesión humanista que solamente desea que todo pase como si todo hubiera y no hubiera pasado. El libro de Iban es de una humildad pegajosa y certera.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.