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Prólogo del libro

Retratos (de interior)

Fuentes: Rebelión

Retratos (de interior)  Barcelona, 2006, editorial Montesinos.     Si ustedes me tuvieran delante, es probable que me interrogasen sobre el porqué de ese extraño título, Retratos (de interior), que, sin pedir permiso a nadie, ni siquiera a los herederos de Gorki o de los Goncourt, les he plantado en la portada de este libro. […]

Retratos (de interior)
 Barcelona, 2006, editorial Montesinos.

 

 

Si ustedes me tuvieran delante, es probable que me interrogasen sobre el porqué de ese extraño título, Retratos (de interior), que, sin pedir permiso a nadie, ni siquiera a los herederos de Gorki o de los Goncourt, les he plantado en la portada de este libro. La verdad es que no hay ninguna razón (convincente) -al margen de que, después, les cuente algunas cuestiones sobre esos retratos (de interior), indefensos como están ustedes para impedírmelo-, aunque, justamente por ello, no me resisto a hacerles partícipes de la justificación que dio Alphonse Allais -un escritor francés olvidado, dicen que con razón- para el título de uno de sus libros. Allais escribió: «He titulado esta colección El paraguas del escuadrón porque, primero, no se mencionan paraguas de ningún tipo, y, segundo, la vital cuestión del escuadrón, considerado como unidad de combate, ni tan siquiera se aborda.» Pues, eso.

Casi todos los capítulos del libro que usted, desocupado y paciente lector, tiene en las manos son pequeños ensayos (acepte esa pretensión, si es usted tan amable) que han sido publicados, aisladamente, en los últimos años, aunque hay alguno inédito. Repasando, he visto que se integran en el volumen líneas dedicadas a dos autores alemanes (uno de ellos, asimilado), dos norteamericanos, un par de británicos y, para acabar con el mundo anglosajón, un dinamarqués. Después, hay también un par de escritores eslavos (hablo en términos geográficos: uno de ellos era postulante hebreo del yiddish), un par de franceses y cuatro italianos. Así, sin más. Sorprende que en la lista no haya ninguno en lengua castellana (ni peninsular, ni americano), y observo que, con la salvedad de los dos franceses y un británico, todos del siglo XIX, los demás pertenecen al XX. Incluso veo que hay varios suicidas (lagarto, lagarto), y perseguidos por la ley, bien por la de la hipocresía social o bien por la surgida de la racionalidad capitalista (fracasada, gracias al dios de los sóviets, con perdón) que dio en llamarse fascismo. Hay, también, varios judíos. Podría forzar las cosas y ensayar otras clasificaciones: ateniéndome a algunas características de su vida, o a sus inclinaciones políticas, u otras, pero no creo que adelantásemos mucho. Constato, sí, que, entre escritores encarcelados o forzados al exilio, figuran ocho. Vaya siglo.

A la vista de los nombres, no deja de sorprenderme lo caprichoso del destino (dejémoslo así) que cada uno tenemos reservado, al menos en estas cuestiones menores que surgen de la manía de emborronar cuartillas: creo que (aunque no me hagan mucho caso) fue Shakespeare quien dijo que «allí donde la voluntad se halla en lucha con la cordura, los consejos llegan demasiado tarde para ser escuchados». Lo digo porque, sin mayores títulos y obviando algunas sensatas palabras del prójimo, en las páginas que siguen hago referencia a un autor ruso (por ejemplo) que, ni de lejos, está entre los escritores que más estimo. No hace falta que les hable de Chéjov, o de Tolstói y Dostoievski, o de Turguénev y Gorki, y de otros, en fin, con los que podría haber entretenido la pluma o el teclado del ordenador, sobre todo, ante la evidencia de que algunos tempranos afanes me llevaron, conducido por manos familiares, a frecuentar a la dama del perrito o a Dimitri Ivánovich Nejliúdov, y, sin embargo, nada de eso aparece aquí. Ya saben, sorpresas nos da la vida, que dice el tango, o el bolero, qué sé yo.

De manera que, por un raro azar, ligado a algunas relajadas excursiones o, a veces, a coincidencias del calendario, he acabado reuniendo el puñado de escritores que tienen ustedes en el índice. No es tan raro. Por lo general, estas prescindibles líneas surgieron tras visitar las casas de algunos autores, aunque no falten otras excusas, como algún hotel o determinados comercios. Lo cierto es que, muchas veces, se llega a lugares insospechados sin pretenderlo, como le ocurrió a aquel célebre (en su tiempo) presidente de la Real Academia de Medicina, de Londres, sir Mathew Reid, que, según nos cuenta Wilde, fue elegido miembro del Buckingham club a consecuencia de una confusión: Reid fue tomado por su contrincante y elevado a socio titular. El asunto, que descubría una ligereza imperdonable, irritó tanto a los circunspectos integrantes del club que, cuando el auténtico candidato se presentó de nuevo, fue unánimemente rechazado por todos.

A mí me ocurre lo mismo que a sir Mathew Reid: no sé cómo he llegado hasta aquí. Es más: la idea del libro ni tan siquiera es mía, de manera que no hace falta que les insista más en la arbitraria selección de los escritores reunidos, y en la evidencia de que algunos de ellos no se encuentran entre los que, antes, se citaba como autores de cabecera. No me pregunten de qué cabecera.

La lectura -como dicen ahora los pedantes- de estos escritores está hecha, siempre, desde el presente. No sé cómo podría ser de otra forma. Releyéndolos -extraña experiencia que el autor hace a veces con sus propios textos-, veo las costuras y los costurones, los trucos, el artificio de presentar retazos de vidas perdidas, si nos atenemos, no a su valor literario, sino a la melancolía del fin inevitable de tantos afanes. Pero no sigamos por ese camino, que está empedrado de malas intenciones. En realidad, las páginas muestran más la temblorosa mano (qué vejez, dios mío) de quien las ha reunido que los trazos vitales de esos autores que, en un momento u otro, me han acompañado, aunque fuera a rastras. Y no oculto que la arbitraria memoria, que une un sencillo fósforo de Ehrenburg con la tos de Hammett en la prisión de la calle West de Nueva York, que liga una cafetera guardada en la calle Raynouard de París con unos bailes africanos contemplados en la oscuridad de la sabana, o una sórdida pensión con un verso de piedra que resume, tal vez, una vida; esa memoria, digo, está sujeta a la angustia del prisionero, de la que nos hablaba Italo Calvino.

Por lo demás, no puedo evitar la sospecha de que estos merodeos son una búsqueda fatigosa de una patria (tampoco me pregunten de qué patria) cuya faz no reconoceremos a nuestra llegada, como Ulises, y si lo hacemos será porque la esencia del lector está en la melancólica certeza del apátrida. Y, como se verá, la fascinación que siempre he sentido por las tomas de los camarógrafos del siglo XX que vemos hoy en esos documentales en blanco y negro que nos enseñan, ay, una época perdida, está relacionada con la peculiar disposición de estas páginas.

Los retratos toman un momento de la vida de los escritores elegidos, y especulan, sin mayores consecuencias, con la deriva de su existencia, tejiendo, así, un itinerario al que sería bueno dotar de algún sentido. Si es que es posible. Así que, ya saben: Retratos (de interior), o chinos, o Retratos (en blanco y negro), como quieran, que viene a ser lo mismo. No les oculto a ustedes, pacientes lectores (si es que hay alguno ahí), que son retratos tal vez infundados, escritos a capricho, fruto de la servidumbre de visitar mansiones mohosas que algunos países creen oportuno conservar, sabiendo como saben que -ay, otra vez- todo volverá al polvo.

En fin, lean un rato, y, si no, aprovechen el aire fresco, ahora que aún no lo han privatizado. Vale.