El cineasta británico Ridley Scott tuvo una ocasión de oro en su película «Exodus: Dioses y Reyes» (2014) para forjar un Moisés creíble, en línea con los historiadores que consideran inverosímil el relato bíblico, y dar otras versiones[1] del personaje como por ejemplo: la de un líder egipcio convertido al monoteísmo de Akenatón, que dio al pueblo judío una nueva religión y lo condujo a Canaán, la tierra del Gran Fértil.
Hubiera marcado un hito histórico si, rompiendo con las narraciones fantásticas de la Biblia, que están muy bien para los niños de la secta católica, una de las más influyentes del planeta, hubiera intentado con valentía penetrar en lo que Nietzsche llama la Historia Crítica, que es aquella que trata de desmontar las mentiras del pasado y poner cada cosa en su lugar.
Scott tiene el genio suficiente para hacer eso y mucho más. En su película Gladiator “cambió el relato a su antojo” (importándole un bledo la documentación histórica acerca de Marco Aurelio y su hijo Cómodo) y lo adaptó al mensaje que quería dar a las masas que, a pesar de las miserias que sufre la humanidad, siguen pidiendo pan y circo.
Hubiera dejado boquiabierta a la “Academia fundamentalista” (que tiene doctores «honoris causa» en todas las religiones monoteístas) si hubiera dado a luz a un Moisés humano, que hubiese llevado “al pueblo elegido por Atón, Yahvé, etc.”, a la Tierra Prometida, a fin de que allí pudiesen adorar a un Único Dios.
Ese éxodo podría enmarcarse en un periodo de guerra entre los egipcios y los hicsos -abriendo el abanico de las muchas posibilidades- en el que se dieran las circunstancias idóneas para huir del país de El Nilo, tal cual hacen los refugiados de todas las épocas cuando su territorio es pasto de las llamas y la muerte se ceba con los inocentes.
¿Por qué optó Ridley Scott por una cinta incongruente, inútil, que tanto desagradó a los Hunos como a los Otros? ¿Tuvo miedo a la venganza del lobby judío? ¿No quiso mojarse, al igual que Amenábar con “mientras dure la guerra”, para guardarse las espaldas?
Me inclino a creer que los humanos que han llegado a la cumbre tienen horror a perder el trono (la fama, el dinero, la veneración del pueblo etc.) y deben andarse con pies de plomo cuando se trata de tocar dos temas que siguen siendo tabú: Dios y los judíos, los grandes compradores de opinión pública que cuentan con el respaldo del Creador.
Ofender a Dios, aunque haya intentado eliminar a la humanidad varias veces y haya creado a la mujer para servir al hombre. O enfrentarse a los judíos, que están borrando del mapa a Palestina, ya que el Gran Israel es un regalo de Yahvé, todavía se paga con la ruina del héroe que se atreve a decir lo que piensa y desafía las leyes del derecho divino.
En las críticas que se hicieron sobre “Exodus: Héroes y Reyes” abundaban las memeces: que si Christian Bale (Batman, Moisés) no tenía la cara de un israelita, que si Ridley Scott se pasó representando a Dios con un niño de once años (Isaac Andrews), a mi juicio lo más genial de la peli, etc., pero pocos se cuestionaron la necesidad de desmontar mentiras que duran miles de años. ¿Para qué? Para que la humanidad se vaya acostumbrando poco a poco a vivir con la verdad. Para que sin miedo construyamos otra historia de abajo arriba, ya que la sangre del pasado nos ciega la razón.
La mayoría de las películas que se han hecho sobre Egipto y la Biblia ha sido bodrios infumables. Si lo pensamos bien, los grandes vencedores de las sagradas escrituras son “los adoradores del Becerro de Oro”, que todavía siguen dominando este mundo de perros que oscila entre la nueva religión de la “positividad tóxica” y el opio de las redes sociales, que nos ha devuelto a nuestra condición de monos, es decir, gracias a esa droga la mayoría “estamos con el mono”. Si nos quitan el muñeco digital que nos mantiene embobados, nos subimos por las paredes y nos apuntamos a la primera revolución que salga a la calle. La otra opción es la camisa de fuerza.
Entre las excepciones de buen cine sobre el antiguo Egipto destaca, a mi juicio, “Faraón”, una cinta del director polaco Jerzy Kawalerowich, estrenada en 1966, y que en su día fue nominada al Oscar a la mejor película extranjera de habla no inglesa.
Este relato austero, que refleja a los humanos tal cual, fue un ensayo acerca del país de El Nilo en una época de hambrunas. Un faraón debilitado (un ficticio Ramsés III) quiere confiscar a la casta sacerdotal la inmensa riqueza que guarda en los templos, junto a los graneros de trigo, para dárselo al pueblo y acabar con su sufrimiento.
Los actores de esa extraordinaria
película, que prácticamente pasó desapercibida, eran, como siempre, cuatro: El
faraón (en ese caso excepcionalmente humano, demasiado humano), la casta
sacerdotal (en este caso los dueños del
dinero), los militares, (que cuando no toman el poder, se acercan al sol que
más calienta) y el pueblo (siempre útil
a la hora de pagar impuestos, recolectar chicas guapas para los señores, soldados
para la guerra, hacer los trabajos más desagradables o pedirles el voto para
que sigan en el poder los que cortan el bacalao). Y todo eso funciona porque
“estamos con el mono”.
[1] Para ver otra versión, publicada en este medio, pinchar en el siguiente enlace: Moisés el egipcio y el Éxodo.
Blog del Autor: Nilo Homérico