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El sueño americano

Rótulos oxidados

Fuentes: El viejo topo

Estados Unidos se enriqueció con la Segunda Guerra Mundial y, tras ella, su pujante industria creció hasta niveles insospechados, vendiendo sus productos en todo el mundo e imponiendo su voluntad de la mano de sus soldados y sus servicios secretos.

Examinar la evolución de la cultura y el arte en Estados Unidos y comparar los años del frenesí neoyorquino, de la alegría en la década de los sesenta, de la nueva música, el arte pop, la contracultura, los hippies y el amor libre, que palpitaba en el underground y las performances, con el asustadizo presente, y que transita de una superpotencia que llenaba el mundo con sus productos, con sus mitos y obsesiones, con sus estrellas de cine y sus canciones, hasta el país que se sumergía en 2007 en la crisis de las hipotecas y al año siguiente en la crisis financiera, empezando a temer que sus días de gloria y de dominio mundial estuvieran en peligro, implica sentir el vértigo de la historia desbocada y encontrar el rastro del poder, de la mentira, de la manipulación y la guerra y, también, de las obras que siguen siendo valiosas y de las estafas, de la honestidad, de los escombros del arte y de la escoria del dinero. Ese largo período recoge la exposición The American Dream: pop to the present, que organizó el British Museum y que recorre ahora España con CaixaForum, centrada sobre todo en esos movimientos de la segunda mitad del siglo XX y en los procedimientos artísticos con la serigrafía, la litografía y la impresión como nuevos mecanismos de acceso y de divulgación de un alfabeto estético que conjugaba el negocio, la publicidad, la energía del capitalismo norteamericano y la cultura popular creada para los trabajadores de las ciudades industriales que perseguían el sueño americano.

De la epifanía con la serie Stoned Moon, de Rauschenberg, un canto al proyecto Apolo que pudo celebrar la gesta de la llegada a la Luna tras verse Estados Unidos superado durante años por el programa espacial soviético, hasta la secuencia de los Rusty signs de Edward Ruscha hay cuarenta y cinco años de diferencia, los que nos separan de aquella celebración estadounidense que quería tapar el brillo inocultable de Gagarin. Y son esos rótulos oxidados de Ruscha, con agujeros de bala y esquinas rotas, los que muestran explícitamente el abandono de tantos lugares del país, y parecían señalar el destino al que estaba condenado el sueño americano, una promesa traicionada o un espejismo de años de expolio exterior y prosperidad. Enseñando las heridas, Ruscha atrapaba la desolada existencia de las ciudades americanas.

Estados Unidos se enriqueció con la Segunda Guerra Mundial y, tras ella, su pujante industria creció hasta niveles insospechados, vendiendo sus productos en todo el mundo e imponiendo su voluntad de la mano de sus soldados y sus servicios secretos, con la OTAN, y en Europa contando con redes clandestinas como Gladio en Italia y Sheepskin en Grecia; en Corea y en Vietnam, en Guatemala y en Panamá, en la República Dominicana y en Indonesia, en Irán y en Laos, mostrando la fuerza de su puño de hierro, como hacían los héroes de los tebeos de hazañas bélicas utilizados como modelo por Lichtenstein en Sweet Dreams Baby, de 1965, una serigrafía en color encargada por la tabaquera Philip Morris, donde un puño justiciero dejaba fuera de combate al supuesto bandido deseándole unos irónicos dulces sueños. Estados Unidos era imbatible, era capaz de derrotar a cualquier oponente, al malvado comunismo, a todo aquel que pusiera en peligro la libertad y la forma de vida americana, y creía firmemente en su supuesta excepcionalidad, hasta el punto de que casi veinte años después de esa década prodigiosa, en 1982, incluso People for the American Way (una organización progresista de derechos civiles… que defendía el “estilo americano”) impulsó, con Reagan en la presidencia, la campaña I Love Liberty para conmemorar el 250º aniversario de George Washington (¡ni siquiera reparaban en que fue un presidente esclavista!), y Lichtenstein hizo para ella su famosa serigrafía con el nombre de ese operativo propagandístico mostrando el rostro y la antorcha de la neoyorquina estatua de la libertad. El mismo Lichtenstein, hizo con The Melody Haunts My Reverie una lectura del sueño americano que quería ser sentimental y apenas era infantil y cursi.

Woodstock y Joan Báez, Santana, CCR, Janis Joplin y Jimi Hendrix, además de Bob Dylan, Elvis Presley y Frank Sinatra, llegaron como una exhalación en los años sesenta al corazón de millones de norteamericanos en un país que, pese a todo, seguía instalado en el imaginario de los peligros del comunismo que McCarthy y los suyos habían grabado a fuego durante la caza de brujas. Las serigrafías de Warhol de esa época parecían poner al alcance de cualquiera el gusto por el arte moderno asociado al triunfante modo de vida americano, y celebraban una supuesta cultura popular que, en realidad, era la cultura de masas inculcada por la radio, el cine y la televisión, que se revelaba en historietas y tebeos, anuncios publicitarios, aires furtivos de la radio y la televisión, canciones, películas y graffitis, donde los trabajadores eran encerrados en un universo coloreado, feliz, infantil y chillón, alejados de los círculos inaccesibles de quienes accedían al Metropolitan de la Quinta avenida, al MoMa, las galerías, al Metropolitan Opera House y los medios del cine con sus estrellas rutilantes y sus mansiones suntuosas. Tal vez, el jazz era la única expresión de la cultura popular donde coincidían los dos mundos. El arte pop, que llega entonces, era un gran recipiente donde cabía cualquier cosa siempre que reflejase los contenidos y gestos de una cultura que se había convertido en mercancía, y donde las mujeres eran un ornamento, como señalarían las Guerrilla Girls: después de todo estaban en un país donde las mujeres ganaban solo el sesenta por ciento de los salarios de los hombres, y donde los negros estaban ausentes, circunstancia que combatió el grupo de artistas afroamericanos Spiral, que habían fundado Norman Lewis (coetáneo de su homónimo el escritor británico), Romare Bearden (que se había formado con George Grosz), y Charles Alston y Hale Woodruff, ambos influidos por Diego Rivera, aunque el colectivo tuvo una breve existencia. Los trabajadores negros estaban condenados a los suburbios de las grandes ciudades, a los circuitos y tabernas de los pobres, porque el arte y la cultura no eran para ellos.

El lenguaje de la publicidad, de los recursos sensacionalistas, y la técnica barata de la serigrafía, sustituyen al expresionismo abstracto que tanto apoyo había recibido del gobierno, del poder cultural y del mandarinato neoyorquino e incluso de la CIA, como documentó Stonor Saunders. Los procedimientos del arte gráfico, con sus talleres y la posibilidad de trabajar con enormes litografías y prensas para calcografías que estampaban numerosas copias, fueron un recurso trascendental, aunque en ocasiones era compleja su producción, circunstancia que desapareció después con el arte conceptual que daba protagonismo a la idea y no a la ejecución, a veces con una evidente agresividad para reclamar la mirada, como en Pay attention, motherfuckers, una pieza de Bruce Nauman de 1973: Presten atención, hijos de puta.

Incluso cuando la obra en curso se rompía, como le pasó a Rauschenberg con la litografía Accident, el desastre podía utilizarse como recurso y encima ganar premios en Europa y prestigio internacional, mientras críticos y participantes en la rueda de la fortuna artística retorcían las palabras para dotar a un vulgar percance de la entidad y la maravilla de la sorpresa, de la innovación y la apertura de una investigación que impulsaba el nuevo arte posmoderno supuestamente hijo de la cultura popular. Johns y Rauschenberg ya eran muy conocidos como pintores cuando empezaron a trabajar en litografía con impresores y talleres durante los años sesenta. Entonces, Ruscha hizo litografías y serigrafías que anticipaban en papel las grandes esculturas curvas oxidadas de acero corten de Richard Serra.

Estados Unidos eran la fuerza triunfante, que en esos años sesenta ya se habían convertido en el gendarme mundial, en el fiero vigilante que aplastaba revoluciones y derrocaba gobiernos. Forzados o de manera voluntaria, muchos artistas mantuvieron relación con las United States Armed Forces, antes y después de la guerra de Hitler. Johns estuvo con el ejército en Japón durante los años de la invasión norteamericana de Corea, y Sol LeWitt fue también destinado a Japón y participó en la guerra de Corea; Diebenkorn se alistó con los marines durante la Segunda Guerra Mundial, y Rauschenberg fue reclutado por la Navy. Donald Judd se alejó de Nueva York y acabó comprando una base militar en Marfa, en el condado tejano de Presidio, para exponer su obra y la de artistas como Claes Oldenburg y Dan Flavin. William N. Copley, CPLY, estuvo con el ejército en el norte de África y en Italia durante la guerra, y Artschwanger, soldado en Francia, fue herido en las Árdenas; ambos tenían ideología de izquierda, como el más joven Donald Sultan, cuya serie de aguafuertes sobre la guerra de Iraq, los refugiados y los bombardeos norteamericanos destilan el amargo y oscuro silbido de las bombas, y como Jenny Holzer, una comprometida artista que refleja la angustia de tantos estadounidenses por la enloquecida carrera bélica y criminal de su país. También la pintora May Stevens (y su marido, el lituano Rudolf Baranik, cuyos padres, socialistas judíos, fueron asesinados por los fascistas en la Segunda Guerra Mundial) participó en el movimiento pacifista contrario a la guerra de Vietnam: su Big Daddy, una representación del norteamericano conservador y racista, que tiene con él un bulldog vestido con la bandera de las barras y estrellas y dispone de gorras de soldado, policía y capucha del Ku Klux Klan que puede ponerse en cualquier momento, es la representación de la América satisfecha, reaccionaria y mezquina, donde el alabado Griffith de The Birth of a Nation había calificado a los negros de “animales viciosos”, y que sigue conservando hoy cráneos y restos de esclavos en el National Museum of Natural History de Washington, en el Penn Museum o en la Universidad de Harvard.

El arte pop reina a partir del momento en que la escoba de Warhol sustituye al dripping de Pollock, y desde Estados Unidos se catapulta al mundo: la decrépita y sumisa Europa acepta sin reparo su llegada. Empieza también la colaboración del artista con los trabajadores de los talleres, que llegará al punto de que figuras como Donald Judd o Sol LeWitt encarguen la producción de sus obras a ayudantes, rasgo presente en el minimalismo y el arte conceptual. Las sobrevaloradas pinturas con banderas de las barras y estrellas de Jasper Johns fueron elevadas a la categoría de obras relevantes, y aunque él nunca habló de su significado político no hay duda de que responden a una pulsión patriótica, como sus mapas de la grandeza estadounidense, como los helicópteros castrenses y los jugadores de béisbol de Rauschenberg que excitaban también el imaginario americano; arte y política eran inseparables.

El gobierno de Kennedy, con la NASA, organizó en 1962 un “plan de arte” para acompañar al programa espacial, paseando el orgullo americano por todo el país y enfrentándose, ante el mundo artístico e intelectual, a los logros que habían conseguido los soviéticos. El administrador de la NASA, James Webb, encargó a James Dean (homónimo del actor, que había muerto siete años antes) que diseñara el programa y seleccionase a los artistas. En ese plan participaron George Weymouth, Peter Hurd, Paul Calle, Lamar Dodd, John McCoy, Mitchell Jamieson (que ya había pintado la invasión de Italia y de Francia para la Navy durante la Segunda Guerra Mundial), Norman Rockwell y Robert Shore, entre otros. Rauchensberg fue elegido por el gobierno y la NASA para presenciar el lanzamiento del Apolo 11 desde Cabo Cañaveral y glosar el programa espacial estadounidense, que seguía mirando de reojo al soviético, más adelantado. Hábil con las técnicas del arte gráfico, Rauschenberg hizo las treinta y tres litografías de la serie Stoned Moon, y después cubrió también el primer lanzamiento del nuevo transbordador espacial. A Rockwell incluso llegaron a prestarle un traje espacial de los que utilizaban los astronautas para que pudiera crear sus obras. Fue un éxito. Todos cumplieron a la perfección el objetivo que buscaban la NASA y el gobierno de añadir la emoción del arte a la hazaña tecnológica: los diseños de Calle con motivos de la exploración espacial y la llegada a la Luna fueron utilizados para imprimir los sellos del servicio postal de Estados Unidos y llegaron a todos los rincones del país.

Pero, en realidad, la posguerra y los años sesenta tampoco fueron tan felices para todos. En 1951, los comunistas Paul Robeson y William L. Patterson, hijos de esclavos, presentaron en la ONU el informe We Charge Genocide, que había impulsado el Civil Rights Congress, señalando al gobierno norteamericano como responsable de genocidio contra los negros: pobres, marginados y sin atención médica, más de treinta mil afroamericanos morían cada año. Y cuando empieza la década de los sesenta, todavía la cuarta parte de la población norteamericana vivía bajo el umbral de pobreza. Ese drama llevó a Johnson a impulsar programas sociales con el paraguas de la Great Society, y aprobar leyes de derechos civiles: la segregación racial era una herida abierta entonces, que no se ha cerrado. La marcha sobre Washington de 1963 quería trabajo y libertad y exigía los derechos de los negros, aunque no todos estaban de acuerdo: Malcolm X no acudió a la concentración del National Mall y desconfiaba de los organizadores. Los constantes asesinatos de negros por la policía, los disturbios en Birmingham en mayo de 1963, el grito de atención de los estudiantes que iniciaron las sentadas de Greensboro en la tienda Woolworth de esa ciudad, el domingo sangriento de Selma, Alabama, en marzo de 1965, donde se ensañaron con los manifestantes, y muchos otros episodios brutales, jalonan esos años, donde cayeron asesinados también Martin Luther King y Malcolm X.

En el exterior, la mirada estadounidense colonizó la cultura de muchos otros países, y los poderosos resortes políticos y diplomáticos de Washington, además de la obvia imposición militar, iban de la mano del cine, del arte, la información, de la investigación y los programas universitarios. La implicación gubernamental apoyando al expresionismo abstracto y sus artistas, las exposiciones, giras, congresos en Europa, y la actividad de la CIA y del MoMA estaban relacionados y tenían los mismos objetivos; y otras instituciones y museos hicieron lo mismo: el consejo de directores del Whitney Museum trabajaba con la CIA para llevar por el mundo el discurso anticomunista. También lo hacía la American Academy of Arts and Sciences, que disponía de la revista Daedalus, que sigue publicándose. El arte, la literatura y el pensamiento recibían un constante examen, atención y promoción, siempre bajo esquemas anticomunistas. En 1974, Eva Cockroft escribió en Artforum un cauteloso y revelador artículo sobre la utilización del dinero sucio de la CIA para promocionar el anticomunismo en los círculos intelectuales y artísticos; así, no extraña que el escritor Arthur Koestler (colaborador de la CIA, y violador, que acabaría suicidándose) señalase con crudeza las giras, conferencias y congresos de escritores financiados por la agencia de Langley en los años de la guerra fría como “el circuito internacional académico de putas por teléfono”. El poeta Spender trabajó durante años en Encounter, una revista cultural financiada por la CIA, que se publicó hasta 1991. Y la lista es larga.

El optimismo de posguerra, los gigantescos carteles publicitarios en las carreteras, los grandes lienzos de Rothko y Pollock, el acceso a los automóviles, la convicción de la grandeza americana, el inicio de un consumismo desenfrenado que no tendría fin, iban acompañados de la alegría del pop, de la liberación sexual, de la despreocupación por las drogas y el intervencionismo militar exterior: parecía que el sueño americano, una casa con jardín en barrios tranquilos como los de los aguafuertes de Robert Bechtle, un Ford Galaxie, un trabajo bien pagado, incluso la esperanza de enriquecerse, estaba al alcance de todos. Los norteamericanos vivían orgullosos de ser el país más rico y poderoso de la tierra, admirados del obelisco de Little Bighorn de Montana, de la épica tramposa guardada en el Monument Valley de Utah, o del Mount Rushmore National Memorial de Keystone que había puesto para siempre en las montañas a sus presidentes, pero esas proezas acabarían en el desolado mensaje de las obras de Edward Ruscha, como en esa Gasolinera fantasma de 2011 que evocaba la serigrafía que hizo cuarenta y cinco años atrás con el mismo motivo, ahora con el color de la vida perdido, cuando ya los signos de la decadencia empezaban a inquietar a los Estados Unidos.

De hecho, en las nuevas corrientes artísticas todo servía y el pop integró procedimientos comerciales y objetos de la sociedad consumista. Johns, como hizo Warhol con la sopa Campbell, utilizó la lata de café Savarin como motivo de una litografía, que después repitió. Otros, como Willem de Kooning, sin abandonar el expresionismo abstracto, trabajaban con las nuevas técnicas del arte gráfico, mientras Lichtenstein pasaba de esa escuela de Nueva York a pintar imágenes de historietas y cómics ya publicados. Después, con la llegada del minimalismo y el arte conceptual, desaparece incluso la categoría de pintura o escultura, como hizo Al Taylor, quien creó series basándose en las manchas de la orina de perro en papel de periódicos. Por su parte, Artschwanger fue un solitario, sin adscripción artística, haciendo no se sabe si muebles o esculturas honrando una poética de lo inútil, como si hiciera un guiño involuntario a Oscar Wilde.

Pese a los aires de libertad que arrastraba el pop, no se expresaba ningún rechazo a la marginación de la mujer en el mundo artístico, ni en museos y galerías, pese a la importancia del movimiento feminista en otros sectores sociales. Y los negros estaban ausentes, porque el arte era un reino de blancos. Hasta la llegada del colectivo anónimo de Guerrilla Girls a mediados de los años ochenta no se interroga a quienes gobiernan las instituciones artísticas por la constante postergación de la mujer: por eso, el grupo utilizará el célebre óleo de la odalisca de Ingres poniéndole una máscara de gorila de la que parece surgir la pregunta que no se puede obviar: “¿Las mujeres tienen que estar desnudas para entrar al Metropolitan Museum?”

Ruscha publicó a su cargo dieciséis “libros de artista”, que empezó vendiendo por unos pocos dólares: el primero se llamó Veintiséis gasolineras, y era exactamente eso, estaciones de servicio de la tópica carretera 66 que llevaba a Los Ángeles, como si fueran las fuentes de la libertad y la prosperidad que alimentaban el sueño americano, pese a que Ruscha rechazaba el interés político o la exigencia de otra vida. También el activo CPLY empezó a publicar a finales de los años sesenta unos libros de artista agrupados en carpetas denominadas Shit Must Stop, (La mierda debe terminar), donde participaron Oldenburg, Duchamp, Man Ray, Lichtenstein y Lenore Knaster (Lee Lozano), entre otros, evitando deliberadamente a las galerías de arte, algo que también hizo en los setenta Ida Applebroog con sus propios libros de artista.

La soleada California de los automóviles descapotables, de las estrellas de cine, de los jóvenes sanos y felices que jugaban en las playas, y esos limpios escaparates neoyorquinos de las serigrafías de Richard Estes a principios de los años setenta, es el fotorrealismo de un mundo deslumbrante donde el consumo está al alcance de la mano pero donde faltan las personas: es limpio, delicado, ordenado, tranquilo, con la luz y el brillo de la prosperidad. Todo parecía funcionar bien, aunque Arthur Miller había mostrado la tristeza y la mentira del mundo en que vivía su viajante y hasta Marilyn Monroe sucumbía en el oleaje furioso del exhibicionismo y la falsificación, mientras la guerra de Vietnam empezaba a generar inquietud y rechazo militante: llevó a Rosenquist a crear una serigrafía de más de veinticinco metros de larga, en plafones, mostrando el caza bombardero estadounidense que asolaba Vietnam. La obra, F-111, de 1974, tenía los colores brillantes del pop y la fuerza y el impacto del universo publicitario mostrando paradójicamente el horror de la guerra, la ferocidad del Pentágono y la complicidad de los medios de comunicación. Después, otros, como Judd, participaron en la oposición a la guerra impuesta por Estados Unidos en Oriente Medio y ayudaron a campañas como la de Art for a Nuclear Weapons Freeze, para reducir los arsenales nucleares, iniciativa que también apoyó Rosenquist. CPLY, que siempre fue de izquierda, realizó obras explícitas contra la intervención norteamericana en Vietnam; como Chris Burden, en cuya obra The Other Vietnam Memorial, de 1991, grabó en placas de cobre anodizado los nombres de cuatro mil vietnamitas para recordar a los más de tres millones de personas asesinadas por las tropas norteamericanas durante la guerra de Vietnam, para enfrentarlo al memorial con el gigantesco muro de granito negro con que Estados Unidos honra en Washington a sus 58.220 soldados caídos en el sudeste asiático, porque los muertos vietnamitas, laosianos o camboyanos no importaban.

Hoover, McCarthy, el FBI, la CIA y los grandes empresarios, desarrollaron un sistemático plan de destrucción, aislamiento y demolición de la izquierda estadounidense que estaba culminado cuando llegan los años del pop, y la contestación quedó en manos de las minorías raciales, de asociaciones feministas, de los grupos que luchaban descoordinadamente por conquistar derechos parciales, mientras los trabajadores, mayoritariamente blancos, perdieron entidad sindical, fuerza organizada, condenados a la lógica destructiva e inhumana del capitalismo que crearía los desolados suburbios de Detroit, Flint, Baltimore, Washington o Los Ángeles. Treinta años después del arte pop, Emma Amos, descendiente de esclavos, marginada en su doble condición de mujer y negra, utilizó la iconografía de la bandera, como Johns, pero su Stars and Stripes, de 1995, incorporó las barras de la cruz de San Andrés de la Confederación esclavista y puso en el recuadro de las estrellas una fotografía de tristes niños negros: la acusación del infame pasado y de su persistente marginación. Y los fotograbados de Jenny Holzer de 2006 utilizando páginas de informes del FBI desclasificados pero llenos de tachones oscuros que impiden ver el contenido son una de las expresiones utilizadas por la artista conceptual, que muestran la desazón del país, la omnipresente censura, el abuso de las medidas contra el terrorismo, y la persecución que pone en peligro la libertad. Incluso el recurso de Holzer repartiendo a mano sus impresos, sus obras, por las calles de Nueva York, mostraba la precariedad del arte situado fuera de los límites del sistema y la fragilidad de las voces que se oponen a los dioses del dinero.

El sueño americano que celebraba el desenfado y la alegría del pop, la embriaguez de la música y las imágenes de la televisión, desemboca en los trabajos mal pagados, en el estancamiento y marginación de los suburbios que destilaban ya en los años setenta las páginas casi minimalistas de Carver, mientras los padres ven hoy alejarse la posibilidad de que sus hijos vayan a la universidad, aunque ahora Biden prometa nuevos tiempos. Entre 2008 y 2016, seis mil soldados norteamericanos retirados se suicidaron cada año: eran veteranos de las guerras de Afganistán e Iraq, matarifes y carne de cañón al mismo tiempo; y una tercera parte de todos los que fueron destinados a Oriente Medio desarrollaron enfermedades mentales. La pesada losa de los suicidios, de los asesinatos en el país, que sumados alcanzan cifras de más de ciento veinte mil muertos anuales, de los finados por la droga, parecen traer de nuevo, un siglo después, la sombra de O’Neill y su Mary Tyrone, sustituyendo la morfina por otros opiáceos, en un largo viaje hacia la noche que revela el fin del sueño americano.

Cuando, a finales del siglo XX, Philip Roth daba forma en Pastoral americana a su Seymour Levov, personificación de ese anhelo, constataba que el mundo había cambiado por completo, y dejaba a su protagonista llorar en soledad aunque a veces creyese ser feliz. Ese final se expresa también en las obras de Bruce Nauman, y traen la pistola humeante que hizo Vija Celmins (una artista letona, hoy octogenaria, cuya familia abandonó la Letonia soviética para instalarse en la Alemania nazi en 1940, y ocho años después en Estados Unidos) en los años sesenta, sus telarañas y cielos nocturnos. Los rótulos oxidados (Rusty signs) de Ruscha (Dead end; For sale, y Cash for tools, equivalentes a Callejón sin salida, En venta, y Compra de herramientas) son un reflejo y una mirada sobre los nuevos Estados Unidos que temen la decadencia: la joven América conducía en los años sesenta un rutilante Ford Galaxie hacia un mañana lleno de anuncios luminosos de neón, y teme ahora descorrer el velo, mirar detrás de los grandes carteles publicitarios, y ver que no hay futuro para ella.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.