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Saddam Hussein, desafiante en la primera audiencia de su juicio

Fuentes: La Jornada

Con bolsas bajo los ojos, la barba cana y agitando el dedo con furia, Saddam Hussein sigue siendo el mismo zorro de siempre: alerta, cínico, desafiante, abusivo y soberbio. Sin embargo, la historia debe tomar nota de que el nuevo gobierno independiente de los estadunidenses en Bagdad le dio una audiencia preliminar digna del brutal […]

Con bolsas bajo los ojos, la barba cana y agitando el dedo con furia, Saddam Hussein sigue siendo el mismo zorro de siempre: alerta, cínico, desafiante, abusivo y soberbio. Sin embargo, la historia debe tomar nota de que el nuevo gobierno independiente de los estadunidenses en Bagdad le dio una audiencia preliminar digna del brutal y viejo dictador.

Fue llevado a la corte encadenado y esposado. El nombre del juez se mantuvo en secreto por petición del magistrado. Los nombres de los otros jueces tampoco se han divulgado, y el lugar donde se ubica la corte también es un secreto. No hubo abogado de la defensa.

Durante horas, los jueces iraquíes lograron censurar las evidencias mencionadas por Saddam del sonido del video del procedimiento, para que nadie pudiera oír la defensa que expuso este hombre miserable. Hasta la CNN se vio obligada a admitir que logró obtener las cintas de la audiencia «bajo circunstancias muy controladas».

Este fue el primer ejemplo de cómo funciona el sistema de justicia del nuevo Irak; los videos de la corte aparecieron con el logo «Autorizado por el ejército de EU».

¿Qué era, pues, lo que los iraquíes y sus mentores estadunidenses pretendían ocultar? ¿Acaso era la voz de la Bestia de Bagdad cuando atacó -para sorpresa del joven juez- a la corte, argumentando que el abogado investigador no tiene derecho de hablar «en nombre de la llamada coalición?» ¿La arrogante negativa de Saddam a asumir la responsabilidad humana en la invasión a Kuwait de 1990? ¿O su displicente y escalofriante respuesta a los ataques masivos con gas en Halajba?

«He oído sobre Halajba», dijo, como si lo hubiese leído en un artículo de periódico. Posteriormente, agregó: «escuché (sobre los asesinatos) a través de los medios».

Quizá los estadunidenses y los iraquíes nombrados para gobernar al país fueron tomados por sorpresa. Durante los últimos días se nos dijo a todos que Saddam estaba «desorientado», «decaído», «confundido» y que era «una sombra de lo que fue», entre otros clichés.

Estas fueron las mismas palabras que las cadenas estadunidenses emplearon para describirlo el miércoles. Pero en el momento en que se puso al aire el videotape, como una película muda a color, el viejo Saddam combativo evidentemente seguía vivo.

Insistió en que son los estadunidenses, no los iraquíes, quienes promueven su juicio. Se le enrojeció el rostro y mostró un desprecio visible hacia el juez. «Todo esto es un teatro», gritó. «El verdadero criminal es (George W.) Bush».

Sus ojos cafés se fijaban firmemente en todo el pequeño salón, posándose en el juez con su toga negra con bordes dorados y en el obeso policía de enorme barriga. Nunca se nos mostró su cara, pero en el uniforme llevaba las siglas de «Servicio Correccional Iraquí».

«No firmaré nada hasta que haya hablado con un abogado», anunció Saddam con mucha razón, a juicio de juristas que vieron la comparecencia por televisión.

Se mostró desdeñoso, pero no derrotado. Y por supuesto, ver hoy ese rostro hace que uno se pregunte qué tanto de Saddam se ha visto reflejado en los muy reales crímenes de los que se le ha acusado: Halajba, Kuwait, la represión de los levantamientos de chiítas mu-sulmanes y kurdos en 1991, las torturas y asesinatos masivos.

Uno miraba esos ojos grandes, cansados y húmedos y se preguntaba si comprendía el dolor, la pena y el pecado de la misma forma que lo hacemos nosotros, simples mortales. Y luego habló y necesitábamos escuchar lo que decía, pero la pregunta desapareció, quizás porque fue censurada. Se suponía que miráramos sus ojos, no que oyéramos sus palabras.

Al estilo de Slobodan Milosevic, peleó desde su esquina. Exigió que el juez le fuera presentado. «Soy juez investigador», dijo el joven magistrado, sin dar su nombre.

De hecho, se trata de Ra’id Ju-hi, chiíta musulmán de 33 años que fue juez durante 10 años bajo el régimen de Saddam, detalle que reveló a Hussein posteriormente durante la audiencia, sin decirle al mundo cómo es ser juez bajo un dictador. También fue el mismo que acusó al prelado chiíta Moqdata Sadr de asesinato, en abril anterior, acontecimiento que llevó a una batalla militar entre las milicias de ese líder y las tropas estadunidenses en las ciudades santas de Najaf y Kerbala.

Juhi, quien recientemente trabajó como traductor, fue nombrado, para sorpresa de nadie, por el ex procónsul estadunidense en Irak, Paul Bremer.

En el momento en que la corte le solicitó que se identificara, anunció el ex dictador: «Soy Saddam Hussein, presidente de Irak», exactamente lo que dijo cuando las fuerzas especiales estadunidenses lo sacaron de su agujero a orillas del río Tigris, hace siete meses.

Cuando Juhi dijo que representaba a la coalición, Saddam lo amonestó. Los iraquíes deben juzgar a los iraquíes, pero no en nombre de poderes extranjeros, espetó. «Recuerde que usted es juez; no hable con los ocupantes».

Después Saddam se convirtió en abogado. «¿Estas leyes que me acusan fueron escritas bajo el régimen de Hussein?» Juhi admitió que así era. «¿Entonces qué derecho tiene usted para usarlas contra el presidente que las firmó?»

Ahí estaba esa vieja arrogancia que nos es tan familiar y que asociamos con él y los rais que creían que eran inmunes a sus propias leyes porque estaban por encima de ellas, por afuera de ellas.

Las grandes cejas negras que solían temblar cuando se enojaba empezaron a moverse amenazadoras hasta que se arquearon, subiendo y bajando como pequeños puentes levadizos sobre sus ojos.

La invasión a Kuwait no fue tal, dijo. «No fue ocupación». Kuwait trató de estrangular económicamente a Irak «para deshonrar a las mujeres iraquíes que saldrían a las calles para ser explotadas a cambio de 10 dinares». Por el número de mujeres que fueron deshonradas en las cámaras de tortura de Saddam, esas palabras conllevan su propio deslinde, único y terrible.

Llamó «perros» a los kuwaitíes, descripción censurada por las autoridades iraquíes y cambiada en las cintas por «animales». Los perros son las criaturas más despreciadas en el mundo árabe. «El presidente de Irak y el jefe de las fuerzas armadas iraquíes fue a Irak de manera oficial», bramó Saddam.

Pero después, viendo ese rostro de boca expresiva, brillantes dientes blancos y torcidos, ojos que brillaban por los reflectores, se me ocurrió un pensamiento espantoso.

¿Será posible que este hombre atroz, a quien se le está dando menos oportunidad de ser escuchado que a los nazis durante las primeras audiencias de Nüremberg, en realidad supiera menos de lo que pensamos? ¿Podría ser que sus aparatos de partido, sus jefes provinciales, sus sumisos generales y hasta sus propios hijos le hayan ocultado a este hombre la perversidad de su régimen? ¿Podría ser posible que el precio del poder fuera la ignorancia, que el costo de la culpa fuera sólo una sugerencia aquí y allá de que las leyes de Irak, tan inmutables según dijo Saddam hoy, no fueran acatadas con toda la justicia que se debía?

No, no lo creo. Recuerdo como hace dé-cada y media Saddam preguntó a un grupo de kurdos si debía ser ahorcado «el espía» Farzad Bazoft, y, luego que la multitud obedientemente le dijo que ejecutara al joven reportero freelance del diario The Observer, ordenó sin más que se le ahorcara.

No, yo creo que Saddam sabía. El consideraba que la brutalidad es fortaleza, la crueldad como justicia, el dolor mera dificultad y la muerte algo que otros debían sufrir. Y cuando afirmó que él era «el presidente de Irak», eso lo dijo todo.

También estaba esa elegante y curiosa chaqueta negra, que más parecía un saco deportivo que una prenda formal de vestir, la camisa inmaculada, el bolígrafo barato y el trozo de papel de libreta amarillo que sacó de su bolsillo para tomar notas. «Yo respeto la voluntad del pueblo», afirmó. «Esta no es una corte, es una investigación».

El momento clave apareció. Dijo que la corte es ilegal porque la guerra angloestadunidense que la produjo también fue ilegal, por no tener respaldo del Consejo de Seeguridad de Naciones Unidas.

Después Saddam se encorvó ligeramente en su asiento y señaló, con estudiada ironía: «¿No se supone que debo reunirme con mis abogados? ¿Sólo por 10 minutos?»

Sólo alguien con corazón de piedra podría no recordar cuántas de sus víctimas también deben haber rogado por esos 10 minutos.

© The Independent
Traducción: Gabriela Fonseca.