En el prólogo a la magnífica novela La impaciencia del corazón, su autor Stefan Zweig (traducción de J. Foncuberta) ilumina la lectura de ésta con dos advertencias bien precisas e importantes. En la primera indica la falsedad que supone hablar del escritor como inventor de fantasías, cuando debería hablarse del escritor como persona que conserva […]
En el prólogo a la magnífica novela La impaciencia del corazón, su autor Stefan Zweig (traducción de J. Foncuberta) ilumina la lectura de ésta con dos advertencias bien precisas e importantes. En la primera indica la falsedad que supone hablar del escritor como inventor de fantasías, cuando debería hablarse del escritor como persona que conserva «una elevada capacidad de mirar y de escuchar», y a causa de esto podríamos decir que es buscado por los acontecimientos «para que los refiera». En la segunda nos habla del peligro que supone el conservadurismo, y la influencia que tuvo entre la población alemana y europea en general, antes de la Segunda Guerra Mundial. El conservadurismo difundió el seguidismo entre buena parte de la población, sobre ello se apoyaba el gobierno instalado en Alemania. Por medio de esa presión ambiental consiguieron el aislamiento de quienes se mostraban disconformes, de quienes criticaban o luchaban contra el sistema que arrastraría a los pueblos a la hecatombe. Señala lo previsible que se hacía el que, llegado el momento, cuando la propaganda oficial alentase a la guerra más destructiva de la historia de Europa, la gente acudiese en masa al matadero.
La historia que nos va a contar, que le sirve como ilustración de lo que en ese momento estaba viendo que se venía encima, es la que él, Stefan Zweig dice haber escuchado a su protagonista, y en ella narra la transformación habida en la existencia de un militar que por no trastocar el orden de las cosas, por lástima, por miedo, por todos los prejuicios habidos y por haber, deja correr los acontecimientos hasta que no pudiendo más termina huyendo de un conflicto personal consigo mismo para encajar en un conflicto infinitamente mayor, con lo que Zweig parece señalarnos el destino de quienes, individual y colectivamente, prefieren cerrar los ojos ante los acontecimientos y dejar que otros decidan por ellos. Esa falta de resolución en lo personal y su intento de huida coincide con el estallido de la Primera Guerra Mundial, e inmediatamente es destinado a la carnicería que los intereses de los gobernantes iba a producir. En su memoria quedará la consecuencia de su actitud en los combates y cómo se borró su vida anterior, huidiza y cobarde.
El encuentro entre Zweig y el militar se dio, nos dice el autor, en 1938, durante una tertulia y mientras esperaban para entrar al salón donde compartirían una comida a la que habían sido invitados con otras muchas personas.
El autor nos advierte de cómo ese año las conversaciones en todos los lugares transcurrían en torno a la probabilidad de que estallase lo que hoy llamamos la Segunda Guerra Mundial. En ese entreacto al que aludíamos, la persona que invitaba habló sobre cómo la nueva generación, en base a la experiencia social de la guerra anterior, se negaría a participar en la siguiente. Más aún, el anfitrión aducía que volverían los fusiles contra quien los pusiese en sus manos. Sin embargo su ilusión quedó contrapunteada con la respuesta de Zweig: «No siempre se debía creer aquello de lo que uno quería convencerse». La explicación está en que mientras algunos se cargaban de buenas palabras, las autoridades habían perfeccionado su aparato de propaganda y fabricaba las peores armas, a la vez que conseguía generalizar el conformismo y la sumisión. Zweig, como otras personas, parecía tener claro, y advertían, que «tan pronto como la radio transmitiera a todos los hogares la orden de movilización, no habría oposición alguna. … (y señala el ejemplo de simplismo que tenía más próximo, la actitud de los asistentes a la tertulia y la cena) «… Naturalmente los tuve a todos contra mí, pues la experiencia nos demuestra que el instinto de autoaturdimiento del hombre prefiere librarse de los peligros conocidos en su fuero interno a base de declararlos nulos y sin valor,…» El otro, que va a ser protagonista de la novela, el que conversaba con él, le añadió algo que por si fuese poco hizo que sus palabras resulten en nuestro tiempo actuales: «Si en algún país se hiciera hoy propaganda a favor de una guerra exótica, por ejemplo en la Polinesia o en algún rincón de África, miles y cientos de miles acudirían corriendo a la llamada sin saber muy bien por qué, quizás sólo por el deseo de huir de ellos mismos o de circunstancias desagradables … La resistencia de un individuo frente a un organismo exige siempre mucho más valor que el simple dejarse arrastrar, …» El interlocutor continua explicando cómo el seguidismo, él lo denomina «valor de los que están en formación militar», encubre vanidad, ligereza, aburrimiento, miedo, … «miedo de quedarse atrás, miedo de ser blanco de burlas, miedo de actuar solo y, sobre todo, de oponerse al entusiasmo de masa de los demás».
Stefan Zweig va a abrir la puerta de una novela que convocará a la conciencia ante el compromiso que tenemos con nosotros mismos. En el preámbulo nos adelanta un párrafo en el que habla de dos clases de piedad. La primera piedad es sentimental, subjetiva, que busca en la «impaciencia del corazón» la manera de librarse de quien sufre una desgracia, tendiendo una mirada ligera, de pasada, sin mayor compromiso. Y la segunda piedad es atención dispuesta, comprometida, que no se conforma con lo ya existente, que no aprueba lo establecido y considerado imposible de cambiar, esa atención que es creativa, indagadora, crítica, denunciante del inmovilismo, transformadora en su esencia. Leeremos el cómo estas dos concepciones se enfrentan a través de la vida de un hombre que habiendo vivido desde niño en un cuartel, con 25 años descubre situaciones que le producen sentimientos que antes desconocía, así como el temor que siente debido a los prejuicios de sus compañeros de milicia y de él mismo. Frente a él está la convicción de un médico que se niega a aceptar que la medicina, léase el ser humano, la sociedad, no puedan mejorar. El doctor declara que los conceptos «sano» y «enfermo», «curable» e «incurable» no se debían pronunciar, «pues ¿dónde empieza la enfermedad y termina la salud?». Y pone en duda la afirmación y la negación absolutas. Dudas, reflexiones, miedos, consideraciones, consiguen que la vida se muestre en marcha dialéctica. «La verdadera piedra de toque del médico esta en lo que llamamos incurable. El médico que acepta de antemano el concepto «incurable» deserta de la misión que le es propia, capitula antes de la batalla.» Lo más necio es ocuparse de lo que ya está hecho, pero ¿qué pasa con lo nuevo? Y, ante la negativa a tratar de comprender la esencia de lo que nos niega y acometer la solución con formas nuevas se rebela: «A mí personalmente me parece una labor tan lamentable como la del poeta que se limita a repetir lo ya dicho, en vez de intentar domar con la palabra lo no dicho y aun lo indecible, o cómo el filósofo que explica por nonagésima novena vez lo que ya se sabe desde hace tiempo, en vez de enfrentarse a lo desconocido, lo incognoscible. Incurable; un concepto relativo, no absoluto. Para la medicina, como ciencia progresiva, los casos incurables sólo existen en un estadio momentáneo, … Pero lo importante no es nuestro momento. …Nuestra ciencia avanza a un ritmo frenético».
El protagonista es un hombre acostumbrado a obedecer, un hombre que no ha pensado nunca por si mismo y no tiene capacidad de decisión, hace lo que le mandan, sólo sabe huir ante el compromiso, abandonar la lucha contra la irreflexión impuesta, solo sabe sumarse, como los cientos de miles, millones, a la guerra de conquista de los poderosos. Pasada la guerra, muertos todos los que conocen su pasado, se creerá seguro, irreconocible, por el contrario se sabe admirado a causa de las medallas que le ha reportado la matanza. Aún así no puede estar tranquilo, hay un defecto en esa ocultación, hay alguien que todavía vive y conoce su actitud ante la vida, conoce la verdad que él oculta, ese alguien es el médico, la fuerza de la conciencia inconforme, la conciencia que empuja para que las cosas cambien, la persona que denunciaba la sandez, la hipocresía, el cinismo, la que ha llamado al compromiso para trasformar el mundo. El militar relata que cuando advirtió su presencia, se sintió tan empequeñecido que no lo pudo soportar y huyó, huyó de nuevo. Declara para finalizar la narración: «… desde aquel momento sé que ninguna culpa queda olvidada mientras la conciencia tenga conocimiento de ella».
Stefan Zweig busca bajo la historia, el despertar de la conciencia individual y social. En esa rueda instala la historia que nos cuenta porque sabe que las explicaciones más certeras son las que conocen los procesos que tienen en cuenta los motivos, el origen de los acontecimientos.
La novela, con una carga sicológica muy fuerte, propia de la época, el autor fue amigo de Freud, da un papel a las mujeres encuadrado en el momento histórico, están siempre destinadas al matrimonio y eran «salvadas» por los hombres hasta cuando ellas disponían de riqueza y ellos no tenían forma o no sabían resolver los conflictos más primarios, con lo que el papel que hacen unos y otros acaba resultando una muestra más de la sumisión social y la falsedad machista dominante. Se repiten los casos con esas características en la novela, como si se buscase representar la deformación social bajo la que viven, excepto en el personaje más comprometido, el médico, cuya actitud implica el segundo tipo de compasión que mencionaba al comienzo, el compromiso transformador con su vida. La otra parte del tema central, la compasión subjetiva, la mirada sentimental y pasajera, la obediencia de las formas establecidas, se ejemplifica con un cuento de «Las mil y una noches» en el que un hombre consiente por compasión que «un viejo tullido» se le suba encima y le acabe aplastando. Un cuento que el mismo Kafka reescribió bajo el título de «Cabalgata», y que puede leerse en «Descripción de una lucha».
Novela sin divisiones, cronológica, emocionante y trágica, que aspira a la totalidad de la vida.
Título: La impaciencia del corazón.
Autor: Stefan Zweig.
Editorial: Acantilado.