Traducido para Rebelión por Felisa Sastre
La hipocresía de la administración de Bush no tiene límites: cuando George W. Bush y sus compinches alardean de las próximas elecciones como un logro de la misión civilizadora que, supuestamente, han asumido para llevar la democracia a los atrasados musulmanes, recuerdan a un empresario que presume de haber subido los salarios de los obreros de su fábrica como una muestra de su diligencia para mejorar su nivel de vida cuando, en realidad, la subida le fue impuesta porque los trabajadores se declararon en huelga.
La realidad del asunto es que la democracia jamás ha sido sino un pretexto secundario de la administración Bush para controlar la estratégica y crucial región que se extiende desde el Golfo Arábigo-Pérsico hasta Asia Central, un pretexto surgido tras otros como el de Al-Qaeda o las armas de destrucción masiva. La mayoría de los vectores de la influencia estadounidense en la región son regímenes despóticos, que van desde el más antiguo aliado de Washington y más antidemocrático de todos los Estados, el Reino Saudí, a los aliados más recientes, los estados policíacos de las repúblicas pos-soviéticas, más parecidas a una mafia, como Azerbaiján, Kirguizistán o Uzbekistán que funcionan como paladines de la democracia al estilo de los generales Mubarak en Egipto y Musharraf en Pakistán.
Washington sólo apoya elecciones cuando hay muchas probabilidades de que las ganen sus secuaces. Cuando Arafat se enfrentó al desafío de Bush y Sharon sobre su legitimidad, y propuso la celebración de elecciones en los territorios palestinos, la propuesta fue rechazada categóricamente, dado que estaba claro que iba a ganarlas por abrumadora mayoría ya que el pueblo palestinos le hubiera votado como desafío a Israel y EE.UU. Por eso, tras su muerte, aceptaron la celebración de elecciones, no sin interferir significativamente en el proceso mediante la intimidación del otro candidato para que se retirara, la hostilidad hacia los demás y llevando a cabo públicamente campaña a favor de su preferido, tal como hizo Blair en su visita a Abu Mazen con este propósito.
Es cierto que se organizaron elecciones en Afganistán pero sólo porque nada estaba en juego: a los Talibán y otras fuerzas políticas contrarias a EE.UU. se les impidió participar y ningún señor de la guerra se hubiera arriesgado a oponerse seriamente a Estados Unidos para conseguir una posición de mero representante de las autoridades estadounidenses en Kabul. Los señores de la guerra afganos saben que resulta más eficaz controlar libremente sus feudos que el control que mantiene Karzai en la capital, el único lugar del Estado donde ejerce algún tipo de autoridad real por delegación. Por segunda vez le han aceptado como presidente en unas elecciones ridículas, de la misma forma que lo hicieron en la primera ocasión tras sus trapicheos con Washington antes de la caída de Kabul- aunque no era un cero a la izquierda tanto en base social cuanto en fuerza militar, su colaboración con la CIA constituía sus «credenciales». Karzai fue aceptado, precisamente, porque ninguno de los señores de la guerra lo percibían como una amenaza real.
En Irak no existe algo semejante. Allí, desde el principio, la ocupación estadounidense ha tenido que enfrentarse al vacío de poder creado por su invasión y agravado por la decisión de Bremer, inspirada por los neoconservadores, de desmantelar lo que quedaba del aparato de poder del ba’azismo. Salvo la prácticamente autónoma región del Kurdistán en el Norte, no existían señores de la guerra en Irak con auténtico poder. De esta manera, Washington se ha enfrentado a la «paradoja de la democracia» (Huntington) producida por el hecho de que una abrumadora mayoría de los árabes iraquíes eran- y lo son todavía más ahora- hostiles a que Estados Unidos controlara su país y de ahí que cualquier gobierno elegido democráticamente habría de intentar acabar con la ocupación.
Esta «paradoja» lleva a otra: Estados Unidos, el abanderado de la democracia que habría ocupado de forma altruista Irak para llevar sus beneficios a los atrasados musulmanes, intentó retrasar lo más posible la convocatoria de elecciones y las sustituyó por el nombramiento de gentes designadas y una Constitución definitiva diseñada por los estadounidenses. Eso fue lo que el pro-cónsul Bremer intentó imponer en junio de 2003, sólo semanas después del fin de la invasión. A lo que se opuso uno de los más ortodoxos miembros de la jerarquía islámica chi’í, el Gran Ayatolá Ali al-Hussein al-Sistani. La confrontación entre ambos se agudizó hasta que el ayatolá convocó manifestaciones para exigir a los ocupantes elecciones democráticas: en enero de 2004, enormes masas se echaron a las calles en muchas ciudades iraquíes, especialmente en las regiones chi’íes, con miles de personas que gritaban: «sí a las elecciones, no a las designaciones».
Es seguro que el ayatolá tenía sus propias motivaciones, que no eran un compromiso «Jeffersoniano puro» con la democracia (como les gusta decir en Washington) como el de Bush y Bremer. Sus cálculos eran sencillos: la chi’a constituye la inmensa mayoría de la población iraquí, casi los dos tercios, y hasta entonces habían sido oprimidos por diversos tipos de gobernantes déspotas. Poner en marcha un mecanismo electoral permitiría legítimamente hacerse cargo del destino del país. Un proceso electoral es el mejor medio a través del cual la Chi’a puede ejercer sus derechos mayoritarios y al mismo tiempo poner de manifiesto el equilibrio de fuerzas, aunque no existe un movimiento político chi’í más o menos unificado semejante al que existía en Irán bajo el mandato de Jomeini. A Sistani- que nunca se adhirió a la doctrina de Jomeini del velayat-e faqih ( «gobierno de los ulemas»), una fórmula que se basa en la pirámide jerárquica de los dirigentes de la Chi’a- le gustaría que las leyes y normas del país estuvieran de acuerdo con la ley islámica (la sharia, sus rigurosas fatwas, etc.) En este sentido, Sistani es también intransigente.
Bremer tuvo que dar marcha atrás por miedo a verse obligado a enfrentarse a una masiva insurgencia a favor de la democracia y en contra de EE.UU. que hubiera dado el traste con ell último pretexto de Washington para la ocupación de Irak. A través de una mediación de Naciones Unidas para salvar la cara, Bremer y sus jefes en Washington aceptaron resignadamente convocar elecciones a no más tardar en enero de 2005. (El enviado de la ONU era nada menos que Lajdar Brahimi, quien como miembro del gobierno militar apoyó la interrupción del proceso electoral en Argelia en 1992, cuando el Frente de Liberación Islámico estaba a punto de obtener la mayoría de escaños). De esa manera, la administración Bush se concedió algunos meses para encontrar una salida a su problema.
Si se hubieran realizado elecciones en los primeros meses inmediatos a la ocupación, como insistía Sistani, hubieran podido celebrarse de forma mucho más ordenada, con la participación de todos y, por ello, de forma legítima. Washington se hubiera tenido que enfrentar a un Gobierno indiscutiblemente legítimo que le habría pedido que retirara sus tropas de Irak. Para evitar que ocurriera algo semejante, Bremer, hipócritamente, alegó que no existían listas electorales disponibles y que llevaría mucho tiempo prepararlas. Sistani contestó que las cartillas de racionamiento y los documentos preparados bajo la supervisión de la ONU eran perfectamente válidas para la ocasión. Las fuerzas de ocupación aceptaron, eventualmente, pero demorándolas en más de un año, periodo durante el cual la situación en Irak se ha ido deteriorando hasta llegar a las trágicas circunstancias actuales.
En cierto sentido, la ocupación estadounidense ha ocasionado ese deterioro- bien sea de forma deliberada o no, es difícil decirlo-, aunque el más probable escenario es el de que una vez más los aprendices de brujo de Washington hayan obtenido consecuencias que no buscaban de forma consciente. Una vez aceptada la celebración de elecciones, Washington llevó a cabo una cuidadosa revisión de su política en Irak- un ataque terrible contra las más destacadas fuerzas rebeldes: contra la alianza entre fundamentalistas-nacionalistas y baazistas en la ciudad sunní de Faluya y contra el movimiento fundamentalista chi’í de Moqtada al-Sadr- para reforzar su posición en el país. El amigote de los neoconservadores, Chalabi, fue sustituido por el colaborador de la CIA, Allawi, como títere principal de EE.UU. de Irak y se organizó una ridícula «transferencia de soberanía» llevada a cabo de forma subrepticia el 28 de junio de 2003. Allawi intentó desempeñar su papel sin rodeos, proclamando el estado de emergencia, restaurando la pena de muerte, etc. y, por encima de todo, dando cobertura públicamente con su manto iraquí a la continuidad de los ataques de las fuerzas estadounidenses.
El intento de aplastar el movimiento de Moqtada al-Sadr culminó en la ciudad chi’í de Nayaf. Sistani, tras haber dejado al joven al-Sadr que llegara a una situación en la que se encontraba al borde de una derrota sangrienta y aplastante- obviamente para amansarlo-, intervino para detener el ataque estadounidense y, a partir de ahí, consolidar su incuestionable liderazgo de la comunidad chi’í. El segundo ataque a Faluya, inmediato a la celebración de las elecciones estadounidenses, parecía no tener sentido. La ocupación estadounidense no podía hacerse ilusión alguna – en ese momento- sobre su capacidad para acabar con la violencia en el país recurriendo a medios tan violentos. Todo lo contrario, existen serias razones para creer que el verdadero propósito era el de agravar el caos existente en Irak con el fin de negar legitimidad al resultado de las elecciones del 30 de enero.
La doblez de Washington no puede ser más descarada: por un lado, Bush y sus secuaces iraquíes afirman su decidido compromiso con la celebración de las elecciones en la fecha prevista; por el otro, el «partido» de Allawi se une a una coalición de grupos sunníes relacionados con los wahhabíes saudíes para pedir que se pospongan las elecciones. El «presidente» iraquí, que es sunní, repite lo que dicen los leales aliados de EE.UU. en la región, como las monarquías saudí y jordana, advirtiendo de una conspiración iraní para convertir Irak en un escalón importante hacia el establecimiento de «una media luna chi’í» que se extienda desde Líbano a Irán, como una nueva versión del «eje del mal», más terrorífico incluso que el originario de Bush. Los Hermanos Musulmanes, relacionados con los wahhabíes saudíes, cuyo principal facción es la rama egipcia, han denunciado las elecciones con el argumento de que no se pueden celebrar bajo la ocupación. Su rama iraquí, el partido islámico, tras haberse registrado para las elecciones, ha anunciado su retirada y se ha unido al «Consejo sunní de Ulemas musulmanes» para denunciar las elecciones antes de que se celebren.
La realidad es que el grave aumento del nivel de violencia provocado por los ataques de los ocupantes estadounidenses ha puesto en grave peligro la posibilidad de una participación de votantes relevante en las zonas donde la unión de sunníes con las fuerzas fundamentalistas-nacionalistas-baazistas es más activa. De ahí que, cualesquiera que sean sus intenciones, las fuerzas sunníes que han anunciado su retirada de la campaña electoral están reconociendo el hecho de que la mayor parte de su potencial electorado se quedará prudentemente en casa el día de las elecciones. Lo que no quiere decir que la población sunní esté políticamente convencida de la necesidad de «boicotear» las elecciones: las primeras encuestas han mostrado que están masivamente dispuestos a aprovechar, como sus otros conciudadanos, estas primeras elecciones pluralistas tras décadas de despotismo en el país. Pero, definitivamente, están aterrorizados ante las amenazas de muerte lanzadas por varios grupos de la «resistencia» para evitar las elecciones.
La denominada resistencia iraquí está formada por un conglomerado heterogéneo de fuerzas, muchas de ellas exclusivamente locales. En su mayor parte, se trata de gente que se rebela ante la dura ocupación de su país, y lucha contra los ocupantes y sus auxiliares iraquíes armados. Pero otro segmento de las fuerzas comprometidas en acciones violentas en Irak lo constituyen fanáticos enormemente reaccionarios, principalmente fundamentalistas islámicos, que no distinguen entre civiles- incluidos los propios iraquíes- y personal armado, y recurren a actuaciones horrendas como la decapitación de trabajadores emigrantes asiáticos y al secuestro y / o asesinato de todo tipo de personas que en ningún caso son hostiles o perjudiciales para la causa nacional iraquí. Esas actuaciones las utiliza Washington para contrarrestar el efecto de los legítimos atentados contra las tropas estadounidenses: la tarea de presentar al «enemigo» como el mal se convierte así en más fácil.
Incidentalmente, esto significa que cualquier apoyo incondicional a la «resistencia» iraquí en su totalidad en los países occidentales, donde el movimiento contra la guerra lo necesita extremadamente, es gravemente contraproducente en tanto que está profundamente equivocado (si bien basado en buenas intenciones). Debería existir una clara distinción entre las acciones contra la ocupación que son legítimas, y las de los denominados grupos de «resistencia» que deben ser rechazados. Un caso muy obvio es el de los atentados sectarios del grupo de Al-Zarqawi contra la Chi’a. Dicho esto, ha quedado claro que hasta ahora la estrategia más provechosa para oponerse a la ocupación es la que ha llevado a cabo Sistani, y los intentos de hacer fracasar las elecciones y deslegitimarlas antes de su celebración sólo pueden favorecer a la ocupación estadounidense.
Quienes más activamente intentan que fracasen no están verdaderamente preocupados por el hecho de que se lleven a cabo mientras continúa la ocupación. Después de todo, la historia de la descolonización está plagada de situaciones en las que las elecciones o consultas se llevaron a efecto bajo la ocupación como pasos importantes hacia la independencia y la evacuación de las tropas extranjeras. Durante muchos años, los palestinos han estado luchando por el derecho a tener elecciones bajo la ocupación israelí. Este argumento, por ello, es una pobre excusa del miedo a celebrar elecciones por parte de las fuerzas que saben que están abocadas a ser una minoría o quedar completamente marginadas en unas elecciones libres. (Esto puede aplicarse a Allawi, cuya absoluta falta de popularidad pudiera reflejarse en el resultado de cualquier elección limpia, aunque está obligado a actuar de acuerdo con su responsabilidad y no puede expresar abiertamente sus deseos).
A esto, hay que añadir el argumento de las gentes a quien les gusta Zarqawi, recientemente respaldado por Bin Laden: las elecciones son impías porque se van a celebrar según leyes «positivas», es decir, hechas por los hombres, mientras que las únicas elecciones «legítimas» son las que se llevan a cabo según las prescripciones de la Sharia. El carácter totalmente reaccionario de este argumento no precisa de comentario alguno. Pero lo cierto es que existen puntos en común entre Bin Laden y Sistani: ambos creen que la Sharia debería ser la principal, si no la única, fuente legislativa. La diferencia estriba en que Bin Laden, además de ser mucho más fanático, se afana en su loca creencia de que se puede conseguir la victoria por medio de la violencia terrorista, mientras que Sistani- quien advirtió a la ONU y a otras instancias de que estaba en contra de cualquier consolidación de las normas introducidas por los ocupantes (por ejemplo, las que se refieren a ellos en una Resolución de Naciones Unidas), quiere primero asegurarse el control a través de las elecciones, con el fin de que el parlamento elabore después una Constitución y legisle a su gusto.
El sentimiento real de la población chi’í y su opinión sobre las elecciones quedaba bastante bien reflejados en una crónica del periodista del Washington Post, Anthony Shadid, en un comentario sobre el principal barrio chi’í de Bagdad:
«El fortalecimiento de los chi’íes es sólo una faceta en la campaña de los ayatolá, aunque habitualmente se esconde bajo un lenguaje oculto. Lo más común son las llamadas viscerales a un electorado que se encuentra muy cansado y desilusionado con las matanzas de la guerra. En un lado de la calle, las pancartas prometen una nueva era de estabilidad si se vota. En el otro, se presentan las elecciones como el medio más seguro de terminar con la ocupación que cada vez se ha hecho más impopular. ‘Hermanos iraquíes, el futuro de Irak está en vuestras manos. Las elecciones son el medio ideal para echar a los ocupantes de Irak’, proclama una pancarta blanca. ‘Hermano iraquí, tu voto en las elecciones vale más que una bala en la batalla’, se lee en otra roja que está al lado». (7 de diciembre de 2004).
La lista de candidatos preparada bajo los auspicios de Sistani, «Coalición Iraquí Unificada» incluye la gama más amplia de la Chi’a, desde Chalabi ( que lo mismo sirve para un roto que para un descosido) a al-Sadr (quien intenta en realidad hacer apuestas por delegación: mientras tiene a gente de su entorno en la lista unificada de candidatos, declara que él personalmente no «entrará en el juego político»). La lista de candidatos da preferencia al pro-iraní «Consejo Supremo de la Revolución Islámica en Irak».
A su favor, hay que decir que esta coalición hizo esfuerzos para incluir candidatos sunníes, kurdos y turcomanos, incluidos jefes tribales, de manera que no constituye una candidatura sectaria – aunque los medios así la han descrito. La lista podría recibir, ciertamente, una abrumadora mayoría de votos si las elecciones tienen lugar el 30 de enero, lo que daría lugar a la constitución de un Parlamento y de un Gobierno en los que las fuerzas de la Chi’a fundamentalista- más o menos favorable a Irán- sean hegemónicas. Un asunto principal en el programa de la coalición, que afirma impondrá la «identidad islámica» de Irak, es la negociación de una fecha para la retirada de sus tropas del país con las autoridades de ocupación.
¿Qué hará Washington después de las elecciones del 30 de enero? Es difícil predecirlo. La administración Bush tiene un objetivo estratégico claro: asegurarse el control de Irak durante mucho tiempo pero Washington desconoce cómo conseguirlo o de qué manera adaptarse al resultado previsto de las elecciones, que un alto funcionario anónimo, residente en la Zona Verde de Bagdad, describía acertadamente en el New York Times como «una jungla de enigmas» (18 de diciembre de 2004). Uno de los escenarios que se contemplan, enormemente facilitado por el comportamiento de las fuerzas ocupantes, y que muchos neoconservadores apoyan tras el colapso de sus ilusiones de asegurarse el control de Irak «democráticamente» es el de dividir el país, si no de jure sí de facto entre facciones sectarias (hipótesis que Israel apoya desde el principio).
Para conservar el control del territorio, Washington podría recurrir a la bien conocida receta imperialista de dividir y vencer, asumiendo el riesgo de llevar a Irak a una devastadora guerra civil- de tipo sectario (Chi’íes contra Sunníes) y étnico (árabes frente a kurdos). La forma en que los ocupantes estadounidenses han permitido que se deteriorara la situación entre kurdos y árabes en el Norte, sin intentar con seriedad conseguir un compromiso satisfactorio para todos, así como la manera en que se ha gestionado el tema de las elecciones que ha tensado las relaciones entre chi’íes y sunníes, son muy reveladores a este respecto.
Este grave peligro seguirá gravitando sobre las cabezas del pueblo iraquí a no ser que la situación llegue rápidamente a tal punto de deterioro que Washington se vea obligado a cambiar sus objetivos y abandonar Irak lo antes posible con los menores costes y daños para los intereses de Estados Unidos. Para que se llegue a esa situación, la unión de las presiones desde el interior de Irak y de las del movimiento contra la guerra en el exterior- sobre todo en EE.UU.- resulta imprescindible. Ello significa que la tarea más urgente desde fuera de Irak es complementar las elecciones del 30 de enero, y las legítimas actuaciones de resistencia contra la ocupación de EE.UU. y sus aliados, con la organización, el 19 de marzo, de manifestaciones mundiales lo más masivas posibles contra la guerra.