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Sobre los malentendidos de la Política 2.0

Fuentes: Página 12

A casi dos años de haber ingresado en la segunda década del siglo XXI, podemos decir que brecha digital no es igual a brecha económica. Sostener la homologación de estos dos elementos de análisis es desconocer que la brecha digital es cada vez menos económica que mental. De allí que el manejo de tecnologías de […]

A casi dos años de haber ingresado en la segunda década del siglo XXI, podemos decir que brecha digital no es igual a brecha económica. Sostener la homologación de estos dos elementos de análisis es desconocer que la brecha digital es cada vez menos económica que mental. De allí que el manejo de tecnologías de la información y la comunicación (TIC) que en Argentina está entre los más altos de Iberoamérica no guarde una relación directa con la cantidad de hogares que tienen computadora e internet, sino con el nivel de acceso y manejo de cierto capital cultural. Es decir, si bien la conectividad puede servir para expresar cierto standard de vida, no es una variable de hierro para establecer niveles de inclusión. Lo mismo ocurre con la PC. Hoy, pensar el acceso a la PC como una variable de inclusión, es como haber supuesto en el boom de la industria liviana que la radio o la televisión iban a definir pertenencias de clase. La accesibilidad tiende a resolverse fácticamente, con celulares y netbooks cada vez más económicos. Mucho más cuando las políticas de Estado (nacionales, provinciales, incluso municipales) marchan hacia una inclusión digital que, lejos de estancarse, iguala las oportunidades de los diferentes sectores sociales.

Tomemos el ejemplo del celular. El celular, que era un artículo de lujo en los ’90, ha dejado de ser excluyente para la inmensa mayoría; hoy sólo el 10 por ciento de la población mundial no usa celular. Pero hay un dato aún más significativo: los últimos 20 años conformaron un proceso de alfabetización digital que le permitió a un número todavía creciente de personas interactuar y producir contenidos. Pensémoslo en perspectiva: si hoy somos 2 mil millones de personas [inter]conectadas en el mundo, en menos de cinco años ese número lejos de estancarse habrá aumentado exponencialmente, incluyendo la producción y la interacción de gente que no provendrá precisamente de Europa, América del Norte o Japón, sino de China, India y Sudamérica. Podríamos decir entonces que mientras en «la lógica del capitalismo» las telefónicas y las fábricas de celulares aumentan su poderío económico, en la lógica social aumenta la capacidad de interacción e intervención de muchos con muchos, y por lo tanto una cierta autonomía como un renovado poder contracultural. Hace ya bastante tiempo, por ejemplo, que diferentes comunidades de pescadores del mundo han incorporado el SMS para consensuar cotizaciones que cuando atracan en los puertos les permiten negociaciones más ventajosas. Algo parecido ocurre con sectores populares de Perú que mediante SMS acceden a información fiable y necesaria para decidir sus compras frente a la rapacidad corporativa de los supermercados. ¿No son estos ejemplos la demostración de una fortaleza colectiva que se apoya en las TIC? ¿La incorporación de ese instrumental no tiene una dimensión política? ¿Eso que con descrédito suelen llamar Política 2.0 no abrió acaso el camino de la crítica global que hoy llevan adelante los «indignados» en el mundo entero? Si alguna conclusión podemos sacar es que las TIC, antes que un fenómeno tecnológico, demostraron ser plataformas de socialización y de construcción cooperativa de conocimiento. ¿Es disparatado pensar que esa cultura colaborativa pueda generar su propio dispositivo de poder como en su momento lo hizo el modelo ilustrado? Aunque intrépida, no es una pregunta inoportuna en el contexto de una crisis del capitalismo –y de los sistemas políticos– como la que atravesamos. Los medios de producción que en el capitalismo industrial se sostenían en el paradigma energético, en la actualidad han ingresado en una fase crítica bajo el paradigma del conocimiento. Esto, que algunos teóricos llaman «capitalismo cognitivo» está modificando las relaciones de fuerza de los actores que intervienen en el proceso de producción y está produciendo mutaciones históricas. Los trabajadores son cada vez menos piezas reemplazables de una cadena de producción, como lo fueron durante el taylorismo y el fordismo; lo cual ha puesto en marcha un proceso de reapropiación de los medios de producción y una revaloración de lo que Eduardo Rojas llama el «saber obrero». No es lo mismo el tipo de oposición (física) que se le presentaba al capitalismo industrial, que el tipo de oposición (intelectual) que se le presenta al capitalismo actual. Antes los obreros se resistían a la explotación, ahora –sobre todo los jóvenes– se preservan de la alienación. Lo mismo ocurre en el campo de la política, con jóvenes que interpelan viejas prácticas y recusan las alternativas de «participación» que les ofrecen los partidos. Occupy Wall Street, el 15-M de España y la Primavera Arabe, rechazando toda filiación, jerarquía o liderazgo, forman parte de esta movida. Y aunque aún no logren componer una alternativa, porque en la actualidad tienen más poder desestabilizador que instituyente, manifiestan un descontento estructural que más temprano que tarde habrá de (re)presentar una alternativa efectiva.

Por todo esto, aun cuando la matriz moderna nos condicione la percepción, asistimos a la evidente irrupción de una nueva esfera pública y a un nuevo concepto de lo político. Medir esta mutación, como se suele hacer, por la efectividad revolucionaria de Facebook o por los seguidores de Obama en Twitter, es una simplificación, cuando no una descalificación, más cerca del prejuicio y el desconocimiento que de un censo de lo real, en el sentido que Hannah Arendt concebía a lo real, como la aparición y el registro del otro.

Fernando Peirone es Director académico de Lectura Mundi (Unsam). El autor debate con el artículo «Los malentendidos de la Política 2.0», de Gerardo Adrogué, publicado el pasado 27 de septiembre.

http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-180678-2011-11-07.html